Authors: Eiji Yoshikawa
Sin embargo, Nobunaga no podía tomarse la situación a la ligera, y le previno:
—Pero es un hombre fuerte.
A esto se sumaban las importantes cuestiones de cómo afectaría la revuelta a los demás generales bajo su mando y cuál podría ser su influencia psicológica. Por estas razones, Nobunaga lo había intentado todo, incluso el envío de Akechi Mitsuhide para apaciguar a Murashige.
Al final, sin embargo, Murashige respondió con más suspicacias y, entretanto, reforzó sus preparativos para la guerra.
—Ya he demostrado mi hostilidad —dijo—, por lo que si creyera las dulces palabras de Nobunaga y acudiera a Azuchi, estoy seguro de que sería asesinado o encerrado en la prisión.
Nobunaga estaba indignado. Finalmente se anunció la decisión de combatir a Murashige y el noveno día del mes undécimo el mismo Nobunaga encabezó una fuerza que llegó hasta Yamazaki. El ejército de Azuchi estaba dividido en tres partes. El primer ejército, compuesto por las fuerzas de Takigawa Kazumasu, Akechi Mitsuhide y Niwa Nagahide, rodeó el castillo de Ibaragi. El segundo, formado por las fuerzas al mando de Fuwa, Maeda, Sassa y Kanamori, sitió el castillo de Takatsuki.
El cuartel general de Nobunaga se encontraba en el monte Amano. Mientras su resplandeciente alineación se desplegaba, él todavía abrigaba una leve esperanza de subyugar al ejército rebelde sin derramamiento de sangre. Esa esperanza se basaba en Hideyoshi, quien había regresado a Harima y cuyo mensaje acababa de llegar.
«Tengo otra idea», había escrito Hideyoshi. Detrás de sus palabras estaba la amistad de Hideyoshi hacia aquel hombre así como su creencia de que el valor de Murashige era demasiado importante para desperdiciarlo, y solicitaba con vehemencia a Nobunaga que esperase un poco más. Una noche, el hombre que era la mano derecha de Hideyoshi, Kuroda Kanbei, había salido súbitamente del campamento en el monte Hirai.
Al día siguiente, Kanbei se dirigió a toda prisa al castillo de Gochaku, donde se encontró con Odera Masamoto.
—Corre el rumor de que estáis apoyando la revuelta del señor Murashige y que este castillo se ha vuelto contra el clan Oda.
Habló sencilla y directamente, apelando primero al corazón de aquel hombre. Una leve sonrisa apareció en los labios de Masamoto mientras le escuchaba. Kanbei tenía la edad de su propio hijo, y en cuanto a categoría no era más que el hijo de un servidor de alto rango. Por ello no era sorprendente que su respuesta fuese arrogante en extremo.
—Pareces hablar en serio, Kanbei, pero piensa un momento. ¿Qué hemos recibido a cambio, desde que este clan se alió con Nobunaga? Nada.
—No creo que sea ya un problema de beneficio y pérdida.
—¿Pues qué es entonces?
—Es una cuestión de lealtad. Sois el jefe de un clan muy conocido y habéis sido aliado de los Oda en Harima. Vuestra unión repentina a la rebelión de Araki Murashige y la traición a vuestros antiguos aliados sería un golpe al ideal de la lealtad.
—¿Qué estás diciendo? —replicó Masamoto. Trataba a Kanbei como un negociador inexperto, y cuanto más vehemente se mostraba el emisario, con tanta más frialdad se conducía Masamoto—. Mi alianza con Nobunaga no ha sido nunca una cuestión de lealtad. Tú y tu padre parecéis creer que el futuro de este país está en manos de Nobunaga, y cuando tomó la capital fue conveniente confabularse con él. Por lo menos así es cómo se me presentó la situación, e incluso yo me dejé persuadir. Pero la verdad es que Nobunaga tendrá que enfrentarse a muchos peligros en lo sucesivo. Imagínate que es un gran barco en el mar. Desde la orilla parece seguro, y crees que si subieras a bordo no temerías navegar por aguas turbulentas. Pero entonces subes a bordo y unes tu destino al del barco. Ahora que te has puesto en sus manos, en vez de tranquilidad te sientes falto de confianza. Cada vez que se agita el oleaje, te inquietas y dudas de la resistencia del barco. Así es la naturaleza humana.
Kanbei se dio una palmada en la rodilla.
—Y una vez habéis subido a bordo, no podéis desembarcar a mitad de la travesía.
—¿Por qué no? Si ves que el barco no va a resistir el embate de las olas, quizá no tengas otro modo de salvar la vida que saltar al agua y nadar hacia la orilla antes de que el barco zozobre. A veces tienes que cerrar los ojos a tus sentimientos.
—Ésa es una manera de pensar vergonzosa, mi señor. Cuando la tempestad amaine y el barco que parecía correr tanto peligro ice las velas y por fin llegue a puerto, será precisamente el hombre que temblaba durante el vendaval, dudaba del barco al que se había confiado, traicionó a sus compañeros de viaje y saltó por la borda en medio de la confusión, el que parecerá un necio ridículo.
—No puedo competir contigo cuando se trata de hablar —dijo riendo Masamoto—. La verdad es que tu elocuencia no tiene límites. Primero dijiste que cuando Nobunaga se volviera hacia el oeste, lo conquistaría en seguida, pero las fuerzas que envió con Hideyoshi no pasaban de cinco o seis mil hombres. Y aunque el señor Nobutada y otros generales han acudido a menudo en su ayuda, hay inquietud en la capital y parece como si el ejército no fuese a estar allí mucho tiempo. Luego se me utiliza simplemente como vanguardia de Hideyoshi y me requisan soldados, caballos y provisiones, pero eso no servirá más que para colocarme como una barrera entre los Oda y sus enemigos. ¡Considera las perspectivas del clan Oda teniendo en cuenta tan sólo que Araki Murashige, quien fue promovido a un cargo de tanta responsabilidad por Nobunaga, trastornó por completo la situación en la capital al aliarse con el clan Mori! Creo que la razón por la que abandoné el clan Oda con Murashige está clara.
—Lo que acabo de oír es un plan realmente despreciable Sospecho que pronto lo lamentaréis.
—Aún eres joven. En el combate eres fuerte, pero no en los asuntos mundanos.
—Os ruego que cambiéis de parecer, mi señor.
—Eso no va a suceder. He expuesto claramente a mis servidores la promesa hecha a Murashige y mi postura de alianza con los Mori.
—Pero si consideraseis vuestra decisión una vez más...
—Antes de que digas nada más, habla con Araki Murashige. Si él reconsidera su deserción, yo lo haré también.
Eran como un adulto y un niño. La diferencia entre ellos no era simple sofistería. Podría decirse que incluso un hombre como Kanbei, considerado único en las provincias del oeste por su talento y sus ideas progresistas, no podía competir con un adversario como Odera Masamoto, al margen de que tuviera razón o no.
Masamoto habló de nuevo para recalcar su postura.
—En cualquier caso, llévate esto y ve a Itami. Entonces tráeme una respuesta rápidamente. Cuando sepa lo que piensa el señor Murashige, te daré una respuesta definitiva.
Masamoto escribió una nota a Araki Murashige. Kanbei se la guardó en el kimono y marchó de prisa a Itami. La situación era apremiante y sus propias acciones podrían tener grandes consecuencias. Al acercarse al castillo de Itami vio que los soldados estaban cavando trincheras y levantando una empalizada.
Indiferente, en apariencia, al hecho de que en seguida le rodeó un círculo de lanzas, habló como si no tuviera nada que temer.
—Soy Kuroda Kanbei, del castillo de Himeji. No estoy aliado ni con el señor Nobunaga ni con el señor Murashige. He venido solo para sostener una conversación urgente y privada con el señor Murashige.
Tras decir esto, se abrió paso entre los soldados. Cruzó varios portales fortificados, entró por fin en el castillo y muy pronto se reunió con Murashige. Su primera impresión al mirarle el rostro fue que aquel hombre no tenía una voluntad tan fuerte como había esperado. El semblante de Murashige no era muy impresionante. Kanbei percibió la falta de ánimo y confianza en sí mismo de su adversario, y se preguntó por qué había decidido enfrentarse a Nobunaga, a quien consideraba el hombre más sobresaliente de su generación.
—¡Vaya, cuánto tiempo sin vernos! —exclamó Murashige en un tono fuera de lugar.
Casi parecía un halago. Kanbei conjeturó que si un bravo general como Murashige le trataba así era porque seguía un tanto inseguro de sí mismo.
Kanbei respondió con algunas trivialidades, sin dejar de sonreír a Murashige. Éste, por su parte, era incapaz de ocultar su sinceridad innata, y parecía azorado en extremo bajo la mirada de Kanbei. Sintió que se ruborizaba.
—¿Qué te trae por aquí? —le preguntó.
—He oído rumores.
—¿Sobre la movilización de mi ejército?
—Te has metido en un buen lío.
—¿Qué es lo que dice todo el mundo?
—Unos dicen cosas buenas y otros malas.
—Supongo que las opiniones están divididas, pero la gente debería esperar a que la lucha haya terminado para decidir quién tenía razón y quién estaba equivocado. La reputación de un hombre nunca se cimenta hasta después de su muerte.
—¿Has considerado lo que sucederá después de que mueras?
—Por supuesto.
—En ese caso, estoy seguro de que sabes que las consecuencias de tu decisión son irrevocables.
—¿Por qué razón?
—La mala fama que te labrarás por volverte contra un señor del que has recibido tantos favores no se extinguirá durante generaciones.
Murashige guardó silencio. Los latidos de sus sienes revelaban las emociones que sentía, pero carecía de elocuencia para refutar al otro.
—El sake está listo —anunció un servidor.
Murashige pareció aliviado y se levantó.
—Ven conmigo, Kanbei. Hacía mucho que no nos veíamos, al margen de todo lo demás. Bebamos juntos.
Murashige actuó como un anfitrión generoso. Habían dispuesto un banquete en la ciudadela interior. Naturalmente, los dos evitaron cualquier discusión mientras tomaban sake, y la expresión de Murashige se relajó de un modo considerable. Sin embargo, en un momento determinado Kanbei volvió a abordar el tema.
—¿Qué me dices, Murashige? ¿Por qué no pones fin a esto antes de que llegue demasiado lejos?
—¿Qué es lo que puede llegar demasiado lejos?
—Esta mezquina demostración de fuerza.
—Mi resolución en este grave asunto no tiene nada que ver con una demostración de fuerza.
—Puede que sea cierto, pero el mundo lo llama traición. ¿Qué sientes al respecto?
—Vamos, bebe un poco más de sake.
—No voy a engañarme. Hoy te has molestado mucho por mí, pero tu sake sabe un poco amargo.
—Hideyoshi te ha enviado aquí.
—Claro. Incluso el señor Hideyoshi está preocupado en extremo por ti, y no sólo eso, sino que te defiende contra viento y marea, sin hacer caso de lo que los demás digan de ti. Te considera «un hombre valioso» y «un bravo guerrero». Dice que no deberías cometer un error, y puedo asegurarte que nunca olvidará vuestra amistad.
A Murashige se le pasó un poco la embriaguez y, en cierta medida, habló con toda sinceridad.
—La verdad es que he recibido dos o tres cartas de Hideyoshi amonestándome y su amistad me conmueve. Pero Akechi Mitsuhide y otros servidores de Oda vinieron uno tras otro como enviados del señor Nobunaga y los desairé a todos. De ninguna manera puedo acceder ahora a la solicitud de Hideyoshi.
—No creo que eso sea cierto. Si dejas el asunto en manos del señor Hideyoshi, seguramente él encontrará alguna manera de interceder ante el señor Nobunaga.
—No lo creo así —replicó Murashige de mal humor—. Dicen que cuando Mitsuhide y Nobumori se enteraron de mi rebelión, aplaudieron y se regocijaron. Mitsuhide vino aquí para apaciguarme y me tranquilizó con bonitas palabras, pero quién sabe la clase de informe que hizo cuando regresó al lado de Nobunaga. Si abriera mi castillo y volviera para arrodillarme ante Nobunaga, al final sólo ordenaría a sus hombres que me agarrasen por el cogote y me cortaran la cabeza. Ninguno de mis servidores tiene deseos de volver con Nobunaga. A estas alturas creen que luchar hasta el final será lo mejor, por lo que no se trata únicamente de mi opinión. Cuando regreses a Harima, te ruego que le digas a Hideyoshi que no piense mal de mí.
Parecía que Kanbei no podría persuadir fácilmente a Murashige. Tras algunas tazas más de sake, sacó la carta de Odera Masamoto y se la entregó a su anfitrión.
Kanbei ya había examinado el meollo del contenido. Era simple, pero censuraba con vehemencia la conducta de Murashige. Éste se acercó a la lámpara y abrió la misiva, pero al terminar de leerla se excusó y salió de la habitación.
Un grupo de soldados entraron en tropel y rodearon a Kanbei, formando un muro de armaduras y lanzas a su alrededor.
—¡Levántate! —le gritaron.
Kanbei dejó la taza y miró los agitados rostros que le rodeaban.
—¿Qué ocurre si lo hago? —les preguntó.
—Las órdenes del señor Murashige son que te escoltemos a la cárcel del castillo —respondió uno de los soldados.
—¿La cárcel? —dijo abruptamente Kanbei, y quiso reírse.
Pensó que todo había terminado para él y comprendió lo ridículo que debía parecer por haber caído en la trampa de Murashige.
Se levantó, con una sonrisa en los labios.
—En ese caso, vayamos allá. No puedo hacer más que seguiros sumisamente, si tal es la demostración de cortesía del señor Murashige.
Los guerreros escoltaron a Kanbei por el corredor principal. El sonido de las armaduras se mezclaba con sus pisadas. Avanzaron por una serie de oscuros corredores y escaleras. Kanbei se vio obligado a caminar por lugares tan oscuros que era como si tuviese los ojos vendados, y se preguntó si le matarían de un momento a otro. Estaba más o menos preparado para esa eventualidad, pero no parecía próxima. En cualquier caso, el lugar oscuro por donde caminaba parecía ser un complicado pasadizo que serpenteaba en las entrañas del castillo. Al cabo de un rato se abrió con estrépito una pesada puerta corredera.
—¡Adentro! —le ordenaron, y tras avanzar unos diez pasos, se encontró en medio de una celda.
La puerta se cerró tras él. Esta vez Kanbei se echó a reír sonoramente en la oscuridad. Entonces se volvió hacia la pared y habló con desdén hacia sí mismo, casi como si estuviera recitando un poema.
—Yo mismo he caído en la trampa de Murashige. Bien, bien..., ciertamente la moral pública se ha complicado, ¿no es cierto?
Supuso que estaba debajo de un arsenal. Por lo que podía notar palpando con los pies, el suelo era de tablas gruesas y nudosas. Caminó calmosamente, siguiendo las cuatro paredes, y juzgó que el área de la celda era de unos treinta metros cuadrados.