Taiko (104 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Al regresar apresuradamente a Azuchi, no sólo culpaba a Murashige sino también a sí mismo. Aquel hombre había sido su segundo en el mando, y había tenido con él una relación estrecha. Sin embargo, no había sido capaz de percibir que Murashige se disponía a cometer semejante necedad.

—¿Has oído algo, Ranmaru? —le preguntó Hideyoshi.

—¿Os referís a la traición del señor Murashige?

—¿Qué clase de insatisfacción puede haberle motivado para rebelarse contra el señor Nobunaga?

Quedaba un largo trecho hasta Azuchi, y si hubieran avanzado al galope los caballos se habrían extenuado. Mientras cabalgaba al trote, Hideyoshi se volvió para mirar a Ranmaru, cuyo caballo avanzaba unos pocos pasos detrás al mismo ritmo.

—Corrieron rumores sobre una cosa así con anterioridad —dijo Ranmaru—. Según dicen, uno de los servidores del señor Murashige vendía arroz a los monjes guerreros del Honganji. Ahora hay escasez de arroz en Osaka. La carretera está cortada en su mayor parte y las rutas marítimas han sido bloqueadas por nuestra flota, por lo que ni siquiera existe la perspectiva de transportar provisiones con los barcos de guerra de Mori. El precio del arroz ha subido mucho, y quien venda arroz allí puede obtener unos beneficios inmensos. Eso es precisamente lo que hizo el servidor del señor Murashige, y cuando se descubrió el asunto, éste tomó la iniciativa y desplegó la bandera de la rebelión, temiendo que de todos modos sería interrogado por el señor Nobunaga sobre ese delito.

—Eso parece un rumor sedicioso difundido por el enemigo. Sin duda es una mentira sin fundamento.

—Yo también creo que es falso. Por lo que he podido ver, la gente está celosa de las meritorias hazañas del señor Murashige. Creo que este desastre se ha debido a la difamación de cierta persona.

—¿Cierta persona?

—El señor Mitsuhide. Cuando empezó a correr ese rumor sobre el señor Murashige, el señor Mitsuhide no tuvo nada bueno que decir sobre él a Su Señoría. Yo siempre estoy al lado de Su Señoría, escuchando disimuladamente, y desde luego soy una de las personas entristecidas por este incidente.

Ranmaru se calló de repente. Pareció percatarse de que había hablado más de la cuenta, y lo lamentaba. Ranmaru ocultaba sus sentimientos hacia Mitsuhide como podría hacerlo una joven doncella. En tales ocasiones, Hideyoshi nunca parecía prestar atención a lo que le estaba diciendo. De hecho, daba la impresión de que era por completo indiferente.

—Ya veo Azuchi. ¡Démonos prisa!

En cuanto señaló a lo lejos, Hideyoshi fustigó su caballo y prescindió totalmente de las preocupaciones de su compañero.

Una multitud se agolpaba en la entrada principal del castillo. Eran los ayudantes de servidores que se habían enterado de la rebelión de Murashige y acudían al castillo, así como mensajeros llegados de las provincias vecinas. Hideyoshi y Ranmaru se abrieron paso entre el gentío y llegaron a la ciudadela interior, donde les dijeron que el señor Nobunaga estaba en medio de una conferencia. Ranmaru entró, habló con su señor y salió poco después.

—Os pide que le esperéis en la Sala del Bambú —informó a Hideyoshi, y le guió hasta una torre de tres pisos en la ciudadela interior.

La Sala del Bambú formaba parte de los aposentos privados de Nobunaga. Hideyoshi se sentó allí a solas y contempló el lago a través de la ventana. Nobunaga no tardó en aparecer, gritó jovialmente al ver a Hideyoshi y se sentó sin formalidad. Hideyoshi hizo una cortés reverencia y guardó silencio, un silencio que se prolongó algún tiempo. Ninguno de los dos dijo trivialidades a modo de preámbulo.

—¿Qué opinas de esto, Hideyoshi? —le preguntó de repente Nobunaga.

Estas palabras daban a entender que no había surgido ninguna resolución de las confusas opiniones expresadas en la conferencia.

—Araki Murashige es un hombre muy sincero —respondió Hideyoshi—. Si puedo decir tal cosa, es un necio que sobresale en valor marcial. La verdad es que no creía que su necedad llegara a ese extremo.

—No. —Nobunaga sacudió la cabeza—. No creo en absoluto que se trate de necedad. Ese hombre no es más que escoria. Sentía recelos acerca de mis perspectivas e inició contactos con los Mori, cegado por la idea de beneficiarse. Éste es el acto de un hombre con un talento moderado. Murashige se perdió en su propia superficialidad.

—No es más que un necio, de veras —insistió Hideyoshi—. Recibió unos favores excesivos y no tenía motivos para sentirse insatisfecho.

—Un hombre que va a rebelarse lo hará por muy favorable que sea el trato que haya recibido.

Nobunaga expresaba con franqueza sus emociones. Aquélla era la primera vez que Hideyoshi le oía emplear la palabra «escoria» para calificar a alguien. Por regla general, no habría hablado así movido por la malevolencia o la cólera. Si no se había decidido nada durante el consejo era porque él no había expresado abiertamente el enojo o el odio que experimentaba. Pero si hubiera preguntado a Hideyoshi, también éste se habría sentido perplejo. ¿Deberían atacar el castillo de Itami? ¿Tenían que llevar a cabo el intento de apaciguar a Murashige y conseguir que abandonara la idea de rebelarse? Ahora el problema consistía en escoger entre esas dos alternativas. Capturar el castillo de Itami no sería muy difícil. Pero la invasión del oeste acababa de empezar. Si daban un paso en falso en aquel asunto de importancia secundaria, con toda probabilidad tendrían que revisar sus planes.

—¿Por qué no voy como enviado y hablo con Murashige? —sugirió Hideyoshi.

—¿Crees entonces que también en este caso sería mejor no emplear la fuerza?

—No deberíamos emplearla si no es imprescindible —replicó Hideyoshi.

—Mitsuhide y dos o tres más han sido partidarios de no emplear la fuerza. Tú eres de la misma opinión, pero me parece que sería mejor que fuese otro como enviado.

—No, yo soy responsable en parte de lo ocurrido. Murashige era mi segundo en el mando y, por lo tanto, mi subordinado. Si hiciera alguna estupidez...

—¡No! —exclamó Nobunaga, sacudiendo vigorosamente la cabeza—. Un enviado con quien está muy familiarizado no le impresionaría. Enviaré a Matsui, Mitsuhide y Mami. En vez de apaciguarle, se limitarán a verificar el rumor.

—Eso será muy acertado —convino Hideyoshi, en consideración a Murashige y Nobunaga—. Suele decirse que la mentira de un sacerdote budista recibe el nombre de conveniencia y a una revuelta dentro de un clan samurai se la denomina estrategia. No debéis dejaros arrastrar a la lucha, pues eso redundaría en beneficio de los Mori.

—Lo sé.

—Me gustaría esperar hasta que conozcamos los resultados de esa entrevista, pero estoy inquieto por los problemas de Harima. Creo que debería marcharme pronto.

—¿De veras? —Nobunaga parecía un poco reacio a dejar que se marchara—. La carretera está bloqueada y probablemente no podrás atravesar Hyogo.

—No os preocupéis, seguiré la ruta marítima.

—Bien, sea cual fuere el resultado, te mantendré informado. No descuides enviarme noticias.

Finalmente Hideyoshi se despidió. Aunque estaba exhausto, desde Azuchi cruzó el lago Biwa hasta Otsu, pasó la noche en el templo Mii y al día siguiente se encaminó a Kyoto. Envió dos pajes por delante con instrucciones para que un barco le esperase en Sakai, mientras él y sus servidores recorrían la carretera que conducía al templo Nanzen. Allí anunció que se detendrían brevemente para descansar.

En el templo había alguien a quien tenía muchas ganas de ver. Esa persona, naturalmente, era Takenaka Hanbei, el cual pasaba su convalecencia en una ermita situada en los terrenos del templo.

Los monjes se aturdieron ante la repentina llegada de un personaje tan importante, pero Hideyoshi hizo un aparte con uno de ellos y solicitó que prescindieran del tratamiento que de ordinario darían a un huésped de su rango.

—Todos mis servidores han traído provisiones, por lo que bastará con que calentéis agua para el té. Y como sólo he hecho un alto para visitar a Takenaka Hanbei, no será necesario que me agasajéis con sake o té. Después de conversar con Hanbei, os agradecería que me hicierais una comida ligera. —Finalmente preguntó—: ¿Ha mejorado el paciente desde su llegada?

—Parece haber progresado muy poco, mi señor —respondió el sacerdote, entristecido.

—¿Toma la medicina con regularidad?

—Por la mañana y la noche.

—¿Y le visita a menudo un médico?

—Sí, viene un médico desde la capital, y el médico personal del señor Nobunaga le visita regularmente.

—¿Está levantado?

—No, hace tres días que no se levanta.

—¿Dónde está?

—En una ermita, alejado del bullicio.

Cuando Hideyoshi salió al jardín, un ayudante que servía a Hanbei corrió a su encuentro.

—Está cambiándose para veros, mi señor —dijo el muchacho.

—No tiene que levantarse —le reprendió Hideyoshi, y se encaminó rápidamente a la ermita.

Cuando Hanbei tuvo noticia de la llegada de Hideyoshi, pidió a los sirvientes que recogiera la colchoneta en la que yacía y que limpiaran la habitación mientras él se cambiaba. Luego se puso unos zuecos, se agachó junto al arroyuelo que serpenteaba entre los crisantemos en el portal de bambú y se lavó la boca y las manos. Se volvió al notar que alguien le daba unos golpecitos en el hombro.

—Oh, no sabía que estabais aquí. —Hanbei se apresuró a arrodillarse en el suelo—. Por aquí, mi señor —le dijo, invitándole a entrar en su habitación.

Hideyoshi tomó asiento con satisfacción en la estera. En la estancia no había más que una pintura a tinta de un maestro Zen colgada en una pared. El atuendo de Hideyoshi había sido completamente neutralizado por los colores de Azuchi, pero en aquella sencilla ermita tanto sus prendas como la armadura resultaban brillantes e imponentes.

Inclinándose al caminar, Hanbei salió a la terraza, donde introdujo un solo crisantemo blanco en un florero de bambú. Se sentó sumisamente al lado de Hideyoshi y depositó el florero en el lugar de honor de la estancia.

Hideyoshi comprendió por qué había hecho eso. Aun cuando habían retirado la colchoneta y las ropas de cama, Hanbei temía que el olor de la medicina y el olor a cerrado de la habitación siguieran aflorando en el ambiente y, en vez de incienso, había tratado de refrescar el aire con la fragancia de la flor.

—No me molesta en absoluto, no pienses siquiera en ello —le dijo Hideyoshi con consideración, y miró a su amigo preocupado—. Dime, Hanbei, ¿no te resulta penoso estar levantado?

Hanbei se retiró un poco y, una vez más, hizo una profunda reverencia. Pero a pesar de su formalidad, su semblante reflejaba la satisfacción que sentía por la visita de Hideyoshi.

—No os preocupéis, por favor —le dijo—. Estos últimos días ha hecho frío, por lo que he preferido no salir y permanecer en cama. Pero hoy el tiempo ha mejorado y he pensado que debería levantarme.

—Pronto llegará el invierno y dicen que en Kyoto es especialmente frío por la mañana y la noche. ¿No sería mejor que te trasladaras a un lugar más cálido durante los meses invernales?

—No, no. Empiezo a sentirme mejor cada día que pasa. Estaré repuesto del todo antes de que llegue el invierno.

—Si eso es cierto, tanto más motivo para que no salgas de la habitación este invierno. Esta vez deberías descansar hasta que te hayas curado del todo. Tu cuerpo no sólo te pertenece a ti, ¿sabes?

—Me tenéis en más estima de la que merezco.

Hanbei encorvó los hombros y bajó los ojos. Sus manos se alzaron de sus rodillas y, junto con sus lágrimas, tocaron el suelo mientras hacía una reverencia. Permaneció un momento en silencio.

Hideyoshi reparó en lo mucho que había adelgazado y suspiró. Las muñecas de aquellas manos apoyadas en la estera estaban descarnadas, las mejillas macilentas. ¿Era realmente incurable la enfermedad que le consumía? Mientras estos pensamientos cruzaban por su mente, Hideyoshi sentía un dolor lacerante en el pecho. Al fin y al cabo, ¿quién había empujado a aquel hombre enfermo al mundo caótico contra su voluntad? ¿En cuántos campos de batalla le había empapado la lluvia y enfriado el viento? ¿Y quién, incluso en tiempo de paz, le había hecho padecer las penalidades de los asuntos domésticos y las relaciones diplomáticas sin darle siquiera un día de descanso? Hanbei era un hombre al que debería haber considerado un maestro, pero le había tratado como si fuese un servidor.

Hideyoshi se sentía culpable del grave estado de Hanbei y finalmente, mientras miraba a un lado, sus propias lágrimas se deslizaron copiosamente. Delante de él, el crisantemo blanco en el florero de bambú se volvió más blanco y fragante al humedecerse.

Hanbei se culpó en silencio por las lágrimas de Hideyoshi. Era el causante de que su señor se hubiera descorazonado cuando sus responsabilidades militares eran tan grandes, y eso constituía un inexcusable acto de deslealtad como servidor y una falta de resolución como guerrero.

—He pensado que estaríais exhausto por esta larga campaña, así que he cogido este crisantemo del jardín —le dijo.

Hideyoshi guardó silencio, pero la flor atrajo su mirada. Parecía aliviado por el cambio del tema de conversación.

—Qué olor tan delicioso. Supongo que los crisantemos florecían en el monte Hirai, pero no reparé en su aroma ni en su color. Probablemente los pisoteamos con nuestras sandalias ensangrentadas.

Se echó a reír, tratando de animar al afligido Hanbei. La sinceridad con que Hanbei intentaba acompañar los sentimientos de su señor era correspondida por los esfuerzos de Hideyoshi para animar a su servidor.

—Mientras estoy aquí sentado, percibo realmente la dificultad de vivir con el cuerpo y el pensamiento actuando claramente como un solo ser —confesó Hideyoshi—. El campo de batalla me absorbe y me vuelve brutal. En cambio aquí me siento sereno y feliz. De alguna manera me parece que ese contraste se ha hecho nítido y que he adquirido una espléndida resolución.

—Bien, es evidente que la gente valora el tiempo libre y la paz mental, pero convertirse en lo que se llama un hombre ocioso no comporta ningún beneficio real, es una vida vacía. Vos, mi señor, no tenéis un instante de paz entre una preocupación y la siguiente. Por ello supongo que es una excelente medicina disponer de este breve y repentino momento de paz. En cuanto a mí...

Probablemente Hanbei iba a culparse y pedir perdón de nuevo, por lo que Hideyoshi le interrumpió de repente.

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