Sueños del desierto (21 page)

Read Sueños del desierto Online

Authors: Laura Kinsale

BOOK: Sueños del desierto
5.54Mb size Format: txt, pdf, ePub

Elizabeth no vivía en el cuarto de los niños, pues Zenia no soportaba estar tan lejos de ella. Dormían juntas en el lecho de Zenia, y en la habitación adjunta había una cuna, juguetes y un catre para la niñera. Lady Belmaine no aprobaba este comportamiento, Zenia lo sabía, pero ni ella ni lord Belmaine parecían particularmente interesados en su nieta. Lady Belmaine no había hecho ningún caso de Elizabeth desde su nacimiento, porque no era un varón, y el único comentario de lord Belmaine fue que no se le daban muy bien los niños, pero que era un encanto… lo que en cierto modo era como decir que volvería a mirarla cuando creciera, pero antes seguramente no.

A Zenia no le importaba. Elizabeth era suya. Se alegraba de no haber tenido un niño; sabía muy bien que, de haber sido así, lord y lady Belmaine habrían impuesto su autoridad y no le habrían permitido tenerlo con ella y mimarlo y adorarlo y consentirlo. En cambio, con Elizabeth le dejaban hacer lo que quería, siempre y cuando no se la llevara de Swanmere. Y, en el primer cumpleaños de la pequeña, el conde había llamado a Zenia a su estudio para enseñarle los papeles donde nombraba a Elizabeth única heredera, con la excepción de una generosa cantidad que reservaba para lady Belmaine y para ella.

—Por supuesto, el título quedará en suspenso —había dicho, sentado ante su gran despacho, sin apartar en ningún momento la vista de los papeles que tenía delante—, pero lo he dispuesto para que el vínculo sea conmutado. Cuando se case, su esposo adoptará el apellido de los Mansfield, y con esto sus hijos varones heredarán. No es necesario que le informe de los detalles legales, que son largos y tediosos, pero puedo asegurarle que la pequeña lo tendrá todo.

El hombre se había mostrado muy frío y pragmático cuando Zenia le dio las gracias.

—No es necesario que me dé las gracias. —Por fin levantó sus ojos azules—. En pocas palabras, si he esperado tanto era para asegurarme de que la niña era de mi hijo. Pero el parecido es innegable. Siendo así, esta es la única forma apropiada de arreglar las cosas.

En aquel entonces Zenia no estaba de acuerdo en que hubiera algún parecido, aunque jamás habría osado decirlo. Pero ahora entendía lo que el conde había querido decir. Y por ello eso la asustaba. Había vuelto, el padre de Elizabeth había vuelto y, a pesar de la inmensa diferencia en las facciones y el color, se parecía a él.

Zenia llevó a Elizabeth al dormitorio y la dejó sobre la cama.

—Eres mía —dijo, haciéndole cosquillas en los pies—. Mía, mía, mía. ¿No te parece bien?

—¡Ba!

La pequeña giró sobre sí misma con rapidez y se arrastró para descolgarse por el borde la cama. Era una niña obstinada y voluntariosa, y tenía inclinación a las pataletas cuando le negaban algo. Zenia la agarró antes de que cayera de aquel lecho alto, y la ayudó a llegar al escabel, desde donde la niña se las arregló con destreza para bajar por sí misma. Al momento se volvió para buscar sus cucharillas, y rió con alegría cuando evitó que Zenia la atrapara.

Zenia la dejó y deshizo el lazo de su sombrero. No es que los dedos le temblaran, pero se sentía muy torpe. Él había vuelto. Había vuelto con vida. Arrojó el sombrero sobre la cama y tocó la campanilla para llamar a su doncella.

La muchacha que la atendía preguntó qué deseaba ponerse la señora. Zenia contempló su guardarropa. Todos los vestidos eran negros, grises o lavanda; después de un año de luto, lady Belmaine había decidido que la viuda de lord Winter no debía abandonar del todo el luto. Al principio a Zenia no le había importado, pero últimamente había empezado a soñar con colores como los que veía que usaban las otras damas.

Eso antes de saber que, después de todo, no era viuda. Ni siquiera una falsa viuda. Zenia había tenido dos semanas para acostumbrarse, y aun así se había sentido como si tuviera algo comprimiéndole el corazón, impidiéndole latir. Y en el momento en que oyó su voz en la iglesia… Le sorprendía no haberse deshecho en trocitos temblorosos.

Había tardado una semana más de lo que esperaban en aparecer. Una semana más que Zenia había tenido para preguntarse qué aspecto tendría, qué diría, si la denunciaría abiertamente por fraude. Lord Belmaine no comentó con ella nada de todo esto; se limitó a asentir con el gesto y murmuró con cierta acidez que todos se sentían gratificados por la noticia de que lord Winter no hubiera muerto de forma prematura. Parecía tan poco interesado por la llegada de su hijo que no le dio ninguna importancia al hecho de poner la casa patas arriba para renovarla por completo, cerrar alas y dejar habitaciones en manos de carpinteros y pintores. En aquellos momentos se oían los golpes de martillo en la habitación que había junto a la suya.

Ataviada con el menos lúgubre de sus vestidos lavanda, con una pequeña cofia de encaje y los cabellos recogidos, para que cayeran en tirabuzones detrás de las orejas, Zenia abrazó a Elizabeth. A pesar de las protestas y forcejeos de la niña, le cubrió el rostro de besos desesperados y luego la dejó en el suelo. Salió de la habitación antes de que las piernas le fallaran y bajó la escalera.

Seguramente su madre se había criado en alguna mansión regia muy parecida a Swanmere. Un gran fresco se extendía por las paredes y el techo de la inmensa escalinata, con bulliciosos dioses y diosas y criaturas inferiores. Al pie de la escalera, rígido y sin sonreír, un sirviente esperaba junto a un perro de aguas pintado para acompañarla al salón que llamaban Sala del Rey de Prusia, en honor a una visita de Estado del siglo anterior. El criado abrió la alta puerta, hizo una reverencia y volvió a cerrar tras ella.

Lady Belmaine dejó de hablar, con su voz uniforme y modulada, con ese tono capaz de zaherir con discreta e infalible eficacia, y lanzó una mirada a Zenia.

—Ah —dijo lord Belmaine afablemente—. Aquí está tu esposa.

La habitación parecía medir cientos de kilómetros. Zenia avanzó con pasos quedos sobre la alfombra, ante piezas doradas de mobiliario y cortinas de color paja, hasta donde lord Winter aguardaba apoyado en una de las columnas blancas que flanqueaban las ventanas del extremo de la habitación. Se detuvo, consiguió alzar los ojos hasta el chaleco liso y oscuro que él vestía e hizo una reverencia.

—Déjate de formalidades —musitó él secamente—. Ya nos conocemos.

Ella levantó la vista.

—Quiero ver a mi hija —dijo él.

14

—Está durmiendo —se apresuró a decir Zenia.

—Entonces subiré yo. —Allí, tan derecho contra la columna, tenía un aire implacable—. Si me disculpas.

Zenia sintió una oleada de ansiedad. Parecía demasiado despiadado; su expresión era demasiado dura e insensible; asustaría a Elizabeth. Cuando pasó de largo sin mirarla, Zenia se volvió enseguida para ir tras él.

—No está en el cuarto de los niños, milord —dijo mientras él empezaba a subir la escalera—. Duerme conmigo en mis habitaciones.

Él se detuvo, con la mano sobre la balaustrada de madera, y la miró.

—¿Dónde están tus habitaciones, lady Winter?

Zenia se ruborizó por la pregunta y la insinuación que vio en su mirada.

—En la segunda planta. La que está en el extremo oeste.

Por un momento él pareció considerar su respuesta.

—Ya veo.

Se dio la vuelta y subió delante, saltando los escalones de dos en dos. Con sus voluminosas faldas, Zenia no podía seguirlo lo bastante rápido.

—¡Milord, por favor! —gritó—. Espérame…

Pero, para cuando llegó a lo alto de la gran escalinata, el hombre había desaparecido por la escalera trasera en dirección al piso de arriba.

Se encontró con la niñera en el pasillo. La mujer estaba cerrando la puerta cuando vio a Zenia e hizo una reverencia, sonriendo.

—¡Su papá! —susurró con mirada entusiasta—. Quizá es mejor dejarlos a solas un momento, señora.

Zenia no le hizo caso y empujó la puerta. A tiempo para ver a lord Winter sentarse en el suelo con las piernas cruzadas junto a Elizabeth. La niña miró a Zenia.

—Ma —dijo con una sonrisa; luego dedicó a lord Winter una mirada desconfiada y siguió con sus cucharillas.

—¿Qué es esto? —preguntó lord Winter inclinándose sobre el regazo de la niña y dándole la espalda a Zenia.

—Ma —dijo la pequeña.

—Aún no sabe hablar —dijo Zenia con firmeza—. Solo tiene dieciocho meses.

—Cucharillas —dijo lord Winter dando unos toquecitos en las piezas de plata como si no la hubiera oído.

—Illah —dijo Elizabeth.

—Cucharillas.

Elizabeth le dio las cucharillas. Él las cogió, puso el índice entre los mangos y las hizo chocar entre ellas. Elizabeth sonrió. Recuperó sus cucharillas y volvió a dárselas. Él las hizo chocar y la niña volvió a cogerlas y a dárselas.

—Illah.

Por diez veces fueron y vinieron las cucharillas, y en cada intercambio Elizabeth decía «illah». Y entonces lord Winter cogió las cucharillas y haciéndolas golpetear las levantó hasta el rostro de la niña y le cogió la nariz entre las dos.

Elizabeth chilló de alegría. Cogió una cucharilla con cada mano y las agitó ante el rostro de él, arrastrándose un poco hacia delante.

Se instaló en su regazo, y chilló una vez más cuando él se echó hacia atrás y la alzó por los aires.

Zenia se mordió el labio con fuerza. Sentía el poderoso deseo de correr y arrebatarle a Elizabeth. Era una niña difícil. Todo el mundo lo decía. Nadie había jugado nunca en el suelo con Elizabeth, salvo ella. Nadie podía hacerla reír tanto.

—Ahora tendría que acostarse —dijo.

—Vete. —Lord Winter seguía sujetando a Elizabeth en alto y la hizo volar en amplios círculos, subiendo y bajando, mientras ella reía y reía. Ya empezaba a pesar demasiado para que Zenia hiciera aquello.

Zenia se apoyó en la puerta. No pensaba dejar a Elizabeth sola con aquel hombre. Aquel extraño.

—Acabará vomitando si continúa con ese hipo tan convulsivo.

Elizabeth bajó en picado, mientras su risa chillona resonaba en las paredes. Por un momento quedó con el rostro contra el hombro de él. Él levantó la mano y le tocó la cabeza, extendiendo sus dedos endurecidos por el desierto sobre los rizos de color de miel, mientras el hipo la sacudía.

Zenia dio un paso al frente.

—Es propensa a los paroxismos emocionales cuando se sobreexcita. De verdad, es mejor que…

—¿No tienes ningún baile al que asistir? ¿Alguna visita que hacer?

Elizabeth se cansó de aquella inmovilidad momentánea, se soltó y se puso en pie. Miró a su padre con tal alegría que a Zenia se le encogió el corazón. Con los brazos extendidos, Elizabeth se dejó caer hacia delante contra el pecho de su padre.

—¡Hum! —exclamó él con una mueca que hizo reír a la niña.

Se arrojó de nuevo contra su pecho. Y otra vez, y siguió haciéndolo hasta que él la apartó y se volvió sobre el costado con un movimiento rígido y dolorido.


Allah yesellimk
, cariño. Vamos a jugar a otra cosa.

—No le hables en árabe, si no te importa —dijo Zenia—. La confundirás. No va a aprender árabe.

Por un momento él siguió tendido en el suelo, mientras Elizabeth trataba de alcanzarlo con los brazos. Cuando sus intentos empezaron a volverse histéricos, Arden se inclinó y la acercó a él, pegó el rostro al encaje que tenía tras la oreja y le dijo algo que Zenia no pudo oír.

Zenia frunció el ceño, y entonces fue hasta una silla y se sentó. Su hija y lord Winter jugaban sobre la alfombra sin hacerle caso. Pasaron a los bloques. El vizconde estaba tumbado, apoyado en un codo, y construyó una torre para que Elizabeth la derribara. Después de hacer caer varias torres, de pronto la niña se volvió, fue hacia Zenia, se le subió a la falda y alargó la mano al botón del cuello de su vestido.

Zenia se sintió mortificada. Elizabeth se acomodó, expectante. Lord Winter se sentó y se volvió hacia ellas.

—Ma —decía Elizabeth con insistencia—. ¡Ma! —Y, mientras buscaba de nuevo los botones, apoyó la cabeza contra su pecho.

Zenia buscó enseguida una toalla y se la colocó sobre el hombro. Bajó la mirada y trató de desabrocharse el vestido bajo la toalla, pero la niña la echó a un lado y se puso a mamar con ganas.

Durante mucho rato, Zenia se sintió demasiado mortificada para levantar la vista. Sentía el rostro y el cuello ardiendo de vergüenza.

—No es necesario que mires —dijo furiosa.

—Tendrás que perdonarme. Este es un momento sin precedentes en mi vida.

Ella apretó los labios, sin levantar la cabeza.

—Es bonita —dijo él en voz baja.

—Me imagino que pensarás que es mayor para que siga mamando.

—No puedo decir que haya pensado en el tema.

—Lady Belmaine lo desaprueba.

—Bien. Entonces yo no, por pura maldad.

Zenia se permitió levantar la vista bajo sus pestañas entornadas. Estaba sentado en el suelo, con los tobillos cruzados, los codos en las rodillas y las manos entrelazadas.

—¿Quién ha elegido el nombre?

—Se llama así por miss Williams —repuso Zenia con un deje desafiante—, y por mi tía Lucy.

—Miss… ah, la doncella de tu madre. ¿Mis padres no pusieron ninguna objeción?

—No.

—¿Y lleva el apellido Mansfield?

—Sí. —Zenia respiró hondo. La leche ya empezaba a retirársele. Elizabeth se dio por vencida y dejó de chupar y suspiró con gesto somnoliento—. Sí.

Zenia se abotonó la ropa y alzó la mirada. Arden la observaba con una calma desquiciante.

—Todos pensaban que habías muerto. Tu padre insistía en que era así. Y yo no quería que mi hija creciera sin… sin un nombre.

La pregunta quedó suspendida entre los dos, aunque ninguno la pronunció en voz alta. ¿Se lo arrebatarás? Zenia tenía miedo de preguntar. No lo conocía. Y no era solo a su hija a quien tenía que aceptar: también estaba ella. Zenia recordaba muy bien su opinión hiriente sobre las mujeres, en particular sobre las mentirosas. Se veía claramente que detestaba a su propia madre. Y, sin embargo, había jugado con Elizabeth y parecía que la niña le gustaba.

Un nuevo y terrible pensamiento la asaltó. ¿Podría de algún modo conservar a Elizabeth pero a ella no? ¿Podía apartarla de su hija?

—Estuve a punto de morir —dijo él sin alterar la voz, mirándola.

Zenia recordaba una silla oscurecida, y sangre en el pelo de un camello. Recordaba cómo había corrido hacia ella; la fuerza con que la impulsó a los brazos del egipcio.

Other books

Blue Madonna by James R. Benn
Haunt Dead Wrong by Curtis Jobling
El Capitán Tormenta by Emilio Salgari
Last Things by C. P. Snow
Princely Bastard by Alynn, K. H.
Ethan by Rian Kelley
Heller by JD Nixon
Exposure by Evelyn Anthony
The Motion of Puppets by Keith Donohue