»Aquello sucedió en el año 1812, y marcó un punto decisivo en mi vida.
»Cuando recuperé las fuerzas, descubrí que había salido del trance con una gran resolución: cambiar mi vida y la de mi gente, liberarme y liberarlos de lo que mi padre había denominado la maldición de la sed roja; obligarme y obligarlos a reconstituir la vida y la belleza que bebíamos del mundo. Para ello, primero tenía que buscar a otros de mi raza, y los únicos que conocía eran los desaparecidos criados de mi padre. Sin embargo, en aquellos momentos no me era posible iniciar la búsqueda. Inglaterra estaba en guerra con el imperio francés y no existían relaciones entre ambos estados. El retraso forzoso no me preocupó. Sabia que contaba con todos los años que pudiera precisar.
»Mientras esperaba, me apliqué al estudio de la medicina. Naturalmente, en nada de lo que estudié se mencionaba a mi gente. Nuestra existencia era una leyenda. Sin embargo, tuve ocasión de aprender mucho acerca de su raza, tan parecida y diferente a un tiempo de la mía. Me hice amigo de varios médicos, un eminente cirujano de la época y varios miembros facultativos de una renombrada escuela. Leí textos de medicina, tanto antiguos como nuevos. Me interesé por la química, la biología, la anatomía e incluso la alquimia, siempre buscando nuevos conocimientos. Me construí unos laboratorios de experimentación en la misma habitación que una vez usara como prisión. En esa época, cuando tomaba una vida —como hacía cada mes, con regularidad—, llevaba el cuerpo de la victima a mi laboratorio siempre que podía, para estudiarlo y diseccionarlo. ¡Cuánto deseé disponer del cuerpo de uno de mi raza, Abner, para así poder observar las diferencias!
»Durante mi segundo año de estudios, me corté un dedo de la mano izquierda, pues sabía que se regeneraría. Quería carne de mi carne para diseccionarla y estudiarla.
»Un dedo no era suficiente para responder a los cientos de preguntas que invadían mi mente, pero el dolor quedó justificado, a la vista de lo que descubrí. La carne, los huesos y la sangre mostraban significativas diferencias de los humanos. La sangre tenía un color menos intenso, al igual que la carne, y carecía de varios elementos presentes en la sangre humana. Los huesos, por otro lado, contenían más cantidad de esos elementos. Eran a la vez más fuertes y más flexibles que los humanos. El oxígeno, ese gas milagroso de Prietsley y Lavoisier, estaba presente en mi sangre y en los tejidos de mis músculos en proporción mucho mayor que en las muestras comparables extraídas de su raza.
»No sabia qué hacer con todos aquellos descubrimientos, pero las teorías se sucedían en mi mente, como una fiebre. Me pareció que quizá las carencias observadas en mi sangre tenían alguna relación con el impulso que me llevaba a beber la sangre de otros. Aquel mes, cuando la sed hubo pasado mediante la conservación de una víctima, me provoqué una hemorragia y procedí a analizar mi sangre. Su composición había cambiado. De alguna manera, había convertido la sangre de mi víctima en parte de la mía propia, espesándola y enriqueciéndola, al menos durante un tiempo. Desde entonces, procedí a extraerme sangre diariamente. Los análisis demostraron que la sangre se debilitaba día a día. Llegué a la conclusión de que quizá cuando el desequilibrio alcanzaba un punto crítico, me asaltaba la sed roja.
»Aquella suposición dejaba muchas preguntas sin responder. ¿Por qué era insuficiente la sangre animal para calmar la sed? ¿O incluso la de un ser humano ya fallecido? ¿Perdía la sangre alguna propiedad con la muerte? ¿Por qué no me había asaltado la sed hasta cumplidos los veinte años? ¿Cómo había sobrevivido durante los años anteriores? No conocía ninguna de las respuestas, ni sabía cómo llegar a conocerlas, pero tenía al menos una esperanza, un punto de partida. Empecé a establecer proporciones.
»¿Qué podría decirle acerca de eso, Abner? Me llevó años de experimentos sin fin y estudio continuado. Utilicé sangre humana y animal, metales y productos químicos de todo tipo. Herví sangre, la sequé, la bebí sola, mezclada con ajenjo, con coñac, con conservantes médicos de olores espantosos, con hierbas, sales y hierro. Bebí mil pócimas sin resultado. Dos veces enfermé de gravedad, y tuve el estómago revuelto y trastornado hasta que logré vomitar todo el preparado que acababa de ingerir. En ninguna ocasión obtuve resultados. Consumía a cientos las pócimas y las jarras de sangre mezclada con medicamentos, pero la sed roja seguía dominándome y obligándome a la caza nocturna. Y mataba sin sentimientos de culpabilidad, pues sabía que estaba luchando por encontrar una respuesta y que pronto conseguiría dominar mi naturaleza bestial. No desesperaba, Abner.
»Y por fin, en el año 1815, encontré la respuesta.
»Algunas de las mezclas habían funcionado mejor que otras y me apliqué a seguir trabajando con ellas, mejorándolas, aplicándoles pequeños añadidos o modificaciones, pacientemente, probándolas una tras otra al tiempo que investigaba también por otros caminos. El compuesto que logré finalmente tenía como base la sangre de cordero, mezclada con una porción importante de alcohol, que, según creo, actuaba como conservante. Sin embargo, esta descripción resulta excesivamente simplificada. También contiene una gran cantidad de láudano, para tener tranquilidad y visiones agradables, y sales de potasio, hierro y ajenjo, y varias hierbas y preparaciones de alquimia caídas en desuso hace mucho tiempo. Durante tres años, había estado buscando la combinación de elementos y, una noche en el verano de 1815, la bebí, como había hecho antes con innumerables pócimas. Aquella noche, la sed roja no me asaltó.
»La noche siguiente empecé a sentir la ardiente inquietud que marca la llegada de la sed, por lo que me serví otro vaso y lo bebí, con cierto temor a que mi triunfo hubiera sido un sueño, una ilusión. Sin embargo, la inquietud remitió. Aquella noche no tuve sed, ni salí a buscar y matar.
»Inmediatamente me apliqué al trabajo produciendo grandes cantidades de la bebida. No siempre es fácil hacerlo con toda precisión y, si la mezcla no es exacta, no hace efecto. Con todo, mi labor era concienzuda y meticulosa. Ya ha visto el resultado, Abner, es mi bebida favorita. Nunca la tengo lejos de mí. He logrado, señor capitán, lo que ninguno de mi raza había conseguido anteriormente, aunque en aquel entonces llegué a exagerar la magnitud de su alcance, ebrio de triunfo. Acababa de iniciar una nueva época para mi pueblo, y también para el suyo. La oscuridad sin temor, el fin de las cacerías y las presas, de la huida y la desesperación. No más noches de sangre y degradación, Abner. ¡Había dominado a la sed roja!
»Ahora sé que fui extraordinariamente afortunado. Mi comprensión era superficial y limitada. Creí que la diferencia entre nuestros dos pueblos estaba sólo en la sangre. Después, comprendí lo equivocado que estaba. Creí que el exceso de oxígeno era, de algún modo, el responsable de la manera en que la fiebre de la sed roja corría por mis venas. Actualmente, opino que es más probable que el oxígeno le dé a mi raza su fuerza y le proporcione esos poderes curativos tan extraordinarios. Gran parte de lo que daba por cierto en aquel 1815 sé ahora que no tenía pies ni cabeza, pero eso no importa, pues la solución que había alcanzado tenía algún sentido.
»Desde entonces, Abner, he vuelto a matar, no lo niego. Sin embargo, lo he hecho al estilo humano, por razones humanas. Desde esa noche escocesa de 1815, no he vuelto a probar la sangre, ni he vuelto a sentir el impulso de la sed roja.
»No he dejado de estudiar, ni entonces ni ahora. El conocimiento es como la belleza para mi, y a mi me complace del todo la belleza; además, aún me quedaba mucho que aprender acerca de mí y de mi gente. Pero mi gran descubrimiento cambió la dirección de las investigaciones y empecé a buscar a otros miembros de mi raza. Al principio, empleaba agentes y escribía cartas. Más tarde, cuando llegó la paz, viajé al continente. Allí descubrí cómo había terminado mi padre. Y, lo que aún me interesó más, en viejos registros del lugar donde habíamos vivido supe de dónde provenía, o al menos de dónde afirmaba haber venido. Seguí el rastro por la Renania, por Prusia y por Polonia. Para los polacos era un solitario apenas recordado, pero aún muy temido, sobre el cual murmuraban en voz baja los abuelos. Algunos decían que había sido un caballero teutón, otros apuntaban más al este, a los Urales. Daba lo mismo; los caballeros teutones habían desaparecido hacia siglos, y los Urales eran una gran cordillera, demasiado extensa para iniciar una búsqueda a ciegas.
»Ante aquel callejón sin salida, decidí arriesgarme. Con un gran anillo de plata y una cruz al cuello, que esperaba fueran suficientes para vencer cualquier habladuría o superstición, empecé a preguntar abiertamente acerca de los vampiros, hombres lobos y demás leyendas. Algunos se reían de mí, otros se santiguaban y salían corriendo, pero la mayoría de mis entrevistados se complacían en ofrecerle al bobalicón inglés los cuentos que deseaba escuchar, a cambio de una comida o de unas copas. A partir de esos relatos, investigaba un dato tras otro. No era fácil, y pasé años en ello. Aprendí polaco, búlgaro y algo de ruso. Leía periódicos en una docena de lenguas, a la busca de relatos de muertes que se parecieran a las que originaba la sed roja. En dos ocasiones, me vi obligado a regresar a Inglaterra para preparar más pócima y dedicar alguna atención a mis asuntos.
»Y, por fin, ellos me encontraron.
»Fue en los Cárpatos, en una rústica posada campestre. Había estado haciendo preguntas, y la noticia de mis constantes idas y venidas había pasado de boca en boca. Cansado y deprimido, y notando los primeros indicios de la sed, había regresado temprano a mi habitación aquella noche, mucho antes de la aurora. Estaba sentado ante un fuego chisporroteante, tomando un sorbo de mi bebida, cuando escuché un ruido que al principio achaqué al batir de las contraventanas impulsadas por un viento de tormenta. Me volví para mirar —la habitación estaba a oscuras, salvo el fuego que ardía en el hogar— y la ventana estaba abierta hacía fuera. Allí, recortado contra la oscuridad, la nieve y las estrellas, había un hombre, de pie ante el quicio de la ventana. El hombre penetró en la habitación con la agilidad de un gato, sin hacer ruido alguno al tocar al suelo, acompañado de un viento frío procedente del invierno que aullaba fuera. Era un hombre de tez oscura, pero sus ojos ardían. Abner, verdaderamente ardían. “Tienes curiosidad por los vampiros, inglés”, me susurró en un inglés pasable al tiempo que cerraba suavemente la ventana tras de si.
»Fue un momento terrible, Abner. Quizá fue el viento procedente del exterior que llenó la habitación lo que me hizo temblar, pero no lo creo. Vi a aquel extraño como tantos de tu raza me han visto a mí, antes de abalanzarme sobre ellos para arrebatarles la sangre de su cuerpo; oscuro, con los ojos ardientes y el aspecto terrible, una sombra con dientes que se movía con una elegancia segura y que hablaba con un siniestro susurro. Cuando empecé a levantarme de la silla, él avanzó hacia la luz. Le vi las uñas. Eran garras, de más de diez centímetros de longitud, con las puntas negras y afiladas. Luego alcé la mirada y contemplé su rostro. Y era un rostro que recordaba de mi infancia, y cuando le volví a mirar me vino a la memoria también su nombre. “Simón”, le dije.
»El se detuvo y nuestras miradas se encontraron.
»Usted ya ha visto mis ojos, Abner. Ha visto el poder que, creo, tengo en ellos y quizá también otras cosas, cosas más oscuras. Así son los ojos de nuestra raza. Mesmer escribió sobre magnetismo animal, sobre una fuerza extraña que reside en todos los seres vivos, en algunos más que en otros. Yo he visto esa fuerza en los humanos. En la guerra, dos oficiales pueden ordenar a sus hombres la misma acción desesperada. Uno será muerto por sus propias tropas. El otro, utilizando las mismas palabras en la misma situación, impulsará a sus hombres a seguirle voluntariamente a una muerte segura. Bonaparte tenía ese poder muy desarrollado. Pero nuestra raza lo posee en grado sumo. Reside en nuestras voces y especialmente en nuestros ojos. Somos cazadores, y con nuestros ojos podemos cautivar y tranquilizar a nuestras presas naturales, dominarlas a nuestra voluntad y, en ocasiones, obligarlas incluso a colaborar en su propia muerte.
»Por entonces, yo no sabía nada de todo esto. Lo único que sabía era la presencia de los ojos de Simon, su calor abrasador, la furia y la sospecha que se leía en ellos. Sentía la sed que le atenazaba, y esa sola vibración despertó ligeramente en mí aquel gusto por la sangre tanto tiempo olvidado, y que surgía de mi interior hasta asustarme con su fuerza. No pude apartar la mirada. El tampoco. Nos quedamos frente a frente en silencio, moviéndonos sólo ligeramente en un círculo receloso, con los ojos fijos el uno en el otro. El vaso me resbaló de la mano y se hizo añicos en el suelo.
»No sabría decir cuánto tiempo transcurrió. Por último Simon bajó la vista y todo terminó. Entonces, hizo algo extraño y sorprendente. Se arrodilló ante mí, se abrió de un mordisco una vena de la muñeca hasta que brotó la sangre, y me tendió la herida en ademán de sumisión.
»—Maestro de sangre —me dijo en francés.
»La sangre tan próxima a mí, despertó en mi garganta una sensación de sequedad. Extendí el brazo y así el suyo, temblando, y empecé a inclinarme sobre él. Y entonces recordé. Lo aparté de un empujón y me dirigí a la mesa más próxima a la chimenea, sobre la cual había dejado la botella. Serví dos vasos, bebí el contenido de uno y le entregué el otro a Simon con la mirada aun puesta en él, que me observaba, totalmente confuso.
»—Bebe —le ordené, y él hizo lo que le decía. Yo era el maestro de sangre, y mi palabra era ley.
»Aquel fue el principio, allí en los Carpatos, en 1826.
»Simon había sido uno de los dos servidores de mi padre como ya sabía. Mi padre había sido maestro de sangre. A su muerte, Simon había tomado el mando, al ser más fuerte que los demás. A la noche siguiente, me llevó al lugar donde vivía, una cómoda cámara enterrada entre las ruinas de una vieja fortaleza en las montañas. Allí encontré a los otros, una mujer a quien reconocí como la otra criada de mi infancia, y otros dos, esos a quienes usted llama Smith y Brown. Simon había sido su amo, y ahora lo era yo. Más aún, yo llevaba conmigo la liberación de la sed roja.
»Y así bebimos y pasamos muchas noches, mientras empezaba a conocer de sus labios la historia y las costumbres del pueblo de la noche.
»Somos un pueblo muy antiguo, Abner. Mucho antes de que vuestra raza levantara sus ciudades en el cálido sur, mis antecesores poblaron ya los inviernos oscuros de la Europa septentrional, dedicados a la caza. Nuestros relatos afirman que provenimos de los Urales, o quizá de las estepas, y que durante siglos nos extendimos hacia el oeste y hacia el sur. Vivimos en Polonia mucho antes que los polacos, poblamos los bosques alemanes antes de que llegaran los bárbaros germanos, nos extendimos por Rusia antes que los tártaros, antes que Novgorod el Grande. Cuando digo antiguo, no hablo de cientos de años, sino de miles. Milenios pasados en la oscuridad y el frío. Éramos salvajes, cuenta la historia, animales desnudos y astutos, unidos a la noche, rápidos, mortíferos y libres. Más longevos que ningún animal, imposibles de matar, amos y señores de la creación. Así lo cuentan nuestras historias. Todo lo que corría a dos o a cuatro patas, huía de nosotros lleno de miedo. Todos los seres vivientes no eran para nosotros sino alimento. Durante el día dormíamos en cavernas, agrupados en familias. Por la noche, éramos los amos del mundo.