—Todos tenemos que tomar nuestras malditas decisiones, Joshua —le dijo en voz baja, bajo la presión de sus poderosos dedos.
Joshua se quedó mirándolo durante la mitad de la eternidad. Después, arrancó la botella de la mano de Marsh, echó hacia atrás la cabeza y colocó la botella del revés. El oscuro licor bajó borboteando y le cubrió la barbilla.
Marsh sacó una segunda botella del repugnante líquido, rompió el cuello contra el duro borde de la barra de mármol y la levantó.
—¡Por el condenado
Sueño del Fevre
! —dijo.
Y bebieron juntos.
El cementerio es antiguo y está cubierto de hierbas y henchido de sonidos del río. Está situado arriba, sobre el farallón, y bajo él pasa el Mississippi, pasa y pasa, como lo ha hecho durante miles de años. Uno puede sentarse al borde de las rocas, con los pies colgando, y contemplar el río, absorbiendo su paz y su belleza. El río, tiene mil rostros allí. A veces es dorado y vivo, con nubes de insectos cubriendo su superficie y el agua ondeando alrededor de alguna rama medio sumergida. Al llegar el crepúsculo se torna de color bronce por un momento, y luego rojo, y el rojo se extiende y hace pensar en Moisés y en otro río muy lejano a éste. En una noche clara, el agua ondea oscura y limpia como satén negro, y bajo su bruñida superficie están las estrellas y una luna encantada que gira y baila y, por alguna razón, es más grande y bonita que la que luce en el cielo. El río cambia también con las estaciones. Cuando llegan las crecidas de primavera es marrón y fangoso y se alza hasta las marcas que señalan el caudal alto en árboles y riberas. En otoño, hojas de mil colores pasan meciéndose perezosas en su azul abrazo. Y en invierno, el río se congela y la nieve cae hasta cubrirlo y lo transforma en un agreste camino blanco sobre el que nadie puede viajar, tan brillante que daña los ojos. Debajo del hielo, las aguas todavía fluyen, heladas y turbulentas, sin descansar jamás. Y por último el río se encoge, y el hielo invernal estalla como un trueno y se rompe.
Todos los cambios del río pueden apreciarse desde el cementerio. Desde allí, el río tiene el mismo aspecto que hace mil años. Incluso hoy, la ribera de Iowa no es más que bosques y altos acantilados rocosos. El río en sí está tranquilo, silencioso y vacío. Hace mil años, uno podía pasarse horas contemplándolo y ver a algún indio solitario en una canoa de corteza de abedul. Hoy, se puede pasar uno el mismo tiempo contemplándolo sin ver más que una larga procesión de barcazas cubiertas, tiradas por un pequeño remolcador.
Entre entonces y hoy, hubo un tiempo en que el río hervía de vida, en que el humo, el vapor, los silbidos y los fuegos abundaban por doquier. Hoy todos los vapores han desaparecido. El río ha recobrado la calma. A los muertos del cementerio no les gustaría mucho verlo así, pues la mitad de los allí enterrados fueron marineros del río.
El cementerio también es apacible. La mayoría de las tumbas se llenaron hace mucho tiempo, y hoy hasta los nietos de quienes reposan allí han desaparecido. Los visitantes son escasos, y los pocos que acuden van a visitar una misma tumba, nada impresionante.
Algunas de las tumbas tienen grandes mausoleos. En uno de ellos hay una estatua de un hombre alto, vestido de piloto de vapor, que sujeta con la mano una parte de la rueda del timón y tiene la mirada perdida en la distancia. Otras tumbas muestran inscripciones en las que se pueden apreciar lo que era la vida y la muerte en el río sobre sus lápidas, que hablan de la muerte de su ocupante en una explosión de caldera, o en la guerra, o ahogado. Sin embargo, los visitantes no acuden a ninguna de estas tumbas, la que buscan es relativamente sencilla. Su lápida ha visto cien años de cambios de tiempo, pero los ha soportado bien. Las palabras grabadas en la piedra son perfectamente legibles: un nombre, unas fechas y dos líneas de poesía.
CAPITAN ABNER MARSH
1805-1873
Y así no volveremos a vagar
tan avanzada la noche
Sobre el nombre, esculpido en la piedra con gran destreza y cuidado, hay un pequeño motivo decorativo, en relieve y muy detallado, de dos grandes vapores de ruedas a los costados en plena carrera. El tiempo y la meteorología se han cobrado sus peaje, pero aún puede verse el humo alzándose de sus chimeneas, y casi se puede sentir su velocidad. Si uno se inclina lo suficiente y pasa los dedos por la piedra incluso pueden adivinarse sus nombres. El segundo es el
Eclipse
, un vapor famoso en su época. El que va delante es desconocido para la mayoría de los historiadores, y parece llevar por nombre
Sueño del Fevre
.
El visitante que acude con más frecuencia siempre pasa la mano por el grabado, como si le diera suerte.
Curiosamente, siempre acude de noche.
FIN