Abner Marsh tenía ante sí un suculento filete pero lo ignoró, al tiempo que se inclinaba hacia adelante para observar el lugar que señalaba York.
—Cypress Landing —leyó en el mapa—. Bueno, no sé...
Echó una mirada alrededor, por el comedor principal, vacío ahora en sus tres cuartas partes al no haber pasajeros a bordo. Karl Framm, Whitey Clake y Jack Ely comían en el extremo opuesto de la gran mesa.
—Señor Framm —dijo Marsh—, ¿puede venir un minuto?
Cuando el aludido llegó hasta ellos, Marsh le señaló la ruta que York acababa de trazar.
—¿Puede usted pilotar río abajo y llegar hasta esa ensenada de ahí, o no se puede con nuestro calado?
—Algunos de estos recodos son muy anchos y profundos, pero en otros habría problemas incluso para pasar con una yola, así que no le digo nada de un vapor —contestó el piloto, encogiéndose de hombros—. Sin embargo, pese a todo, podré conseguirlo. Ahí hay embarcaderos y plantaciones, y otros vapores llegan hasta ellos, aunque la mayoría no son tan grandes como el nuestro. Será un viaje lento, eso seguro. Tendremos que echar la sonda continuamente, y deberemos tener mucho cuidado con los bancos de arena y los tocones flotantes; además, deberemos talar las ramas de los árboles con cierta frecuencia si no queremos que nos destrocen a golpes las chimeneas —se inclinó para observar de cerca el mapa—. ¿Dónde vamos? Yo sólo he hecho ese recorrido una vez o dos.
—Vamos a un lugar llamado Cypress Landing —dijo Marsh. Framm apretó los labios con gesto pensativo.
—No debe ser nada extraordinario. Allí está la plantación del viejo Garoux. Los vapores solían atracar en el embarcadero con regularidad, para cargar batatas y caña de azúcar con destino a Nueva Orleans. Garoux murió hace cierto tiempo, él y toda su familia, y no he oído gran cosa de Cypress Landing desde entonces. Aunque, ahora que recuerdo, corren algunas historias divertidas sobre esa parte. ¿Por qué nos dirigimos allí?
—Cuestión personal —intervino York—. Limítese a intentar llegar, señor Framm. Zarparemos mañana al anochecer.
—Usted es el capitán... —murmuró Framm, antes de regresar a su comida.
—¿Dónde diablos está esa leche? —se quejó Abner. Miró alrededor. El camarero, un joven negro alto y esbelto, remoloneaba junto a la puerta de la cocina—. Tráigame la cena —le gritó Marsh. El muchacho se sobresaltó visiblemente. Marsh se volvió a York—. Ese viaje... ¿es parte de lo que me contó el otro día?
—Sí —dijo simplemente Joshua.
—¿Es peligroso? —preguntó Marsh.
Joshua se encogió de hombros.
—No me gusta nada ese asunto de los vampiros —prosiguió Marsh, bajando el tono de voz hasta hacerlo casi un susurro cuando pronunció la palabra vampiro.
—Pronto terminará todo, Abner. Haré una visita a esa plantación, atenderé unos asuntos pendientes, regresaré con algunos amigos, y todo habrá acabado.
—Déjeme ir con usted en esta ocasión —dijo Marsh—. No digo que no le crea, pero me sería más fácil convencerme si pudiera ver a uno de esos... ya sabe, con mis propios ojos.
Joshua le observó. Marsh le sostuvo la mirada unos segundos, pero había en los ojos de York algo que parecía salir de ellos y tocarle. De repente, sin proponérselo, tuvo que apartar la mirada. Joshua plegó el mapa del río.
—No creo que sea aconsejable —dijo—, pero pensaré en ello. Perdóneme, tengo asuntos que solucionar —añadió, al tiempo que se levantaba y abandonaba la mesa.
Marsh miró cómo se alejaba, sin saber muy bien qué acababa de suceder entre York y él. Por último, murmuró un «a la mierda, pues», y volcó de nuevo su atención en el filete.
Horas después, Abner Marsh tuvo una visita.
Estaba ya en su camarote, intentando dormir. El suave golpeteo en la puerta lo despertó como si se hubiera tratado de un trueno, y Marsh descubrió que el corazón le latía apresuradamente. Por alguna razón, sentía miedo. El camarote estaba totalmente a oscuras.
—¡Maldita sea! ¿Quién es? —exclamó.
—Sólo Toby, capitán —respondió el visitante con apenas un susurro.
Los temores de Abner Marsh se fundieron rápidamente, y le parecieron casi estúpidos. Toby Landyard era el espíritu más pacífico que nunca había pisado un barco, y también uno de los más sumisos.
—Entra —dijo Marsh, al tiempo que encendía la lámpara de la mesilla de noche antes de que la puerta se abriera.
Fuera habían dos hombres. Toby tenía unos sesenta años y era calvo, salvo una franja de cabello gris plateado alrededor del cráneo negro, y el rostro gastado y arrugado y negro como un par de viejas y cómodas botas. Junto a él estaba otro negro más joven, un hombre bajo y robusto vestido con un traje bastante caro. A la luz mortecina de la lámpara, pasó un momento antes de que Marsh le reconociera como Jebediah Freeman, el barbero que habían contratado en Louisville.
—Capitán —dijo Toby—, queremos hablar con usted en privado, si no le importa.
Marsh les hizo un gesto para que pasaran.
—¿Qué significa todo esto, Toby? —preguntó, mientras cerraba la puerta.
—Somos una especie de representantes o portavoces —dijo el cocinero—. Usted hace mucho tiempo que me conoce capitán, y sabe que no le mentiría.
—Claro que lo sé —contestó Marsh.
—Y tampoco le abandonaría. Usted me concedió la libertad y todo lo que tengo, sólo por haber cocinado para usted. Pero algunos de los otros negros, los mozos y marineros, no quieren hacernos caso a Jebediah y a mí cuando les contamos lo buen hombre que es usted. Tienen miedo, y están a punto de huir del barco. El camarero que les sirvió la cena los escuchó a usted y al capitán York hablando de que pensaban dirigirse a ese sitio, Cypress Landing, y ahora todos los negros lo comentan.
—¿Cómo? —exclamó Marsh—. Ninguno de vosotros dos ha estado nunca allí. ¿Qué significa para vosotros Cypress Landing?
—Nada en absoluto —dijo Jeb—, pero algunos de esos otros negros han oído hablar del lugar. Hay historias sobre la plantación, capitán. Historias tétricas. Todos los negros evitan pasar por allí, por las cosas que suceden, cosas terribles, capitán. Terribles.
—Y por eso venimos a pedirle que no bajemos hasta allí, capitán —dijo Toby—. Y usted ya sabe que nunca hasta ahora le había pedido nada.
—Ni un cocinero ni un barbero van a decirme dónde llevar o no mi barco —respondió con gesto serio Abner Marsh. Sin embargo, observó el rostro de Toby y dulcificó su semblante—. No va a suceder nada —les prometió—, pero si vosotros dos queréis aguardar aquí en Nueva Orleans, quedaros. Para un viaje tan corto como este no necesitamos cocinero ni barbero.
Toby parecía aliviado, pero aún insistió:
—Sin embargo, los fogoneros...
—A esos sí que los necesito.
—Pues no van a quedarse en el barco, capitán. Se lo aseguro.
—Supongo que Hairy Mike tendrá un par de cosas que decir al respecto.
Jeb movió la cabeza en señal de negativa.
—Esos negros le tienen miedo a Hairy Mike, desde luego, pero aún le tienen más a ese lugar al que pretende conducirnos. Se escaparán, puede estar seguro de ello.
Marsh soltó un juramento.
—Malditos estúpidos —añadió—. Bien, sin fogoneros no podemos conseguir el vapor necesario, pero es Joshua quien quería hacer este viaje, no yo. Dadme unos momentos para vestirme, muchachos, y todos juntos buscaremos al capitán York para charlar con él de este asunto.
Los dos negros se intercambiaron una mirada dubitativa, pero no dijeron nada.
Joshua York no estaba solo. Cuando el capitán Marsh llegó frente a la puerta del camarote de su socio, escuchó la voz de éste, alta y rítmica, procedente del interior. Marsh dudó un instante y luego emitió un gruñido al advertir que Joshua estaba leyendo poemas. Y además en voz alta. Llamó a la puerta con el bastón y York interrumpió la lectura para invitarlos a pasar.
Joshua estaba tranquilamente sentado con un libro en el regazo, un largo y pálido dedo señalando el punto donde se había detenido y un vaso de vino sobre la mesa que tenía al lado. En el otro sillón estaba Valerie, quien alzó la mirada hacia Marsh y la retiró rápidamente; le había estado evitando desde aquella noche en la cubierta, y a Marsh le resultó sencillo hacer que no la veía.
—Háblale, Toby —dijo Abner.
Toby parecía tener muchas más dificultades para encontrar las palabras de las que había tenido con Marsh, pero finalmente pudo exponerlo todo. Cuando hubo terminado, se quedó quieto, con los ojos fijos en el suelo y dando vueltas entre las manos a su vieja gorra desgastada. Joshua York mostraba una extraña sonrisa.
—¿Y de qué tienen miedo los hombres? —preguntó con un tono frío y cortés.
—De ir allí, señor.
—Dales mi palabra de que yo los protegeré.
Toby le hizo un gesto de negativa con la cabeza.
—Capitán York, no lo tome como una falta de respeto, pero esos negros también tienen miedo de usted, especialmente ahora que quiere llevarnos a todos allí.
—Creen que usted también es uno de esos —añadió Jeb—. Usted y sus amigos, que intentan atraernos allá abajo donde están los demás, como ha venido pasando estos años. Los relatos sobre esos... tipos dicen que nunca salen de día, y usted hace exactamente eso, capitán, exactamente, eso. Naturalmente, Toby y yo sabemos que no es cierto, pero los demás no nos hacen caso.
—Decidles que les doblaré el sueldo durante el tiempo que estemos en la ensenada —intervino Marsh.
Toby no levantó la mirada, pero negó con la cabeza.
—No les preocupa el dinero. No quieren ir, y antes abandonarán el barco.
Abner Marsh soltó otro juramento.
—Joshua, si ni el dinero ni Hairy Mike consiguen convencerles, no va a haber manera. Tendremos que despedirlos y conseguir unos cuantos estibadores y fogoneros más, pero eso nos llevará algún tiempo.
Valerie se inclinó hacia adelante y posó la mano en el brazo de York.
—Por favor Joshua —le dijo suavemente—. Escúchalos. Es una señal. No deberíamos ir. Regresemos a San Luis. Prometiste que me enseñarías San Luis.
—Y así lo haré —dijo Joshua—, pero no antes de que resuelva mis asuntos —añadió observando a Toby y Jeb con el ceño fruncido—. Podría llegar fácilmente a Cypress Landing por tierra. Sin duda, sería el modo más rápido y sencillo de conseguir mi objetivo, pero no me satisface, caballeros. Este barco, ¿es mío o no? Y yo, ¿soy el capitán o no? No puedo consentir que mi tripulación desconfíe de mí. No quiero que mis hombres me tengan miedo.
Dejó caer el libro de poemas sobre la mesa con un sonoro estampido, expresando claramente su frustración.
—¿He hecho algo que os haya perjudicado, Toby? —le preguntó al cocinero—. ¿He tratado mal a alguno de los vuestros? ¿He hecho algo para ganarme tanta desconfianza?
—No, señor —dijo en voz baja Toby.
—No, acabas de decir. ¿Y aun así, vais a desertar todos del barco?
—Sí, capitán. Eso me temo —asintió Toby.
Joshua York adoptó una mirada dura, llena de determinación.
—¿Y qué sucedería si demostrara que no soy lo que creéis? —preguntó, pasando la mirada de Toby a Jeb y de éste al primero otra vez—. ¿Qué pasaría si todos me vieran en pleno día?, ¿confiarían entonces en mí?
—¡No! —gritó Valerie, horrorizada—. ¡Joshua, no puedes...!
—Sí que puedo —replicó York—. Y quiero. Y bien, Toby ¿qué me dices?
El cocinero levantó la vista, observó los ojos de York y asintió lentamente.
—Bueno... Quizás si ellos vieran que no es usted...
Joshua estudió a los dos negros durante un largo rato.
—Muy bien —dijo al fin—. Entonces comeré con ustedes mañana al medio día. Ténganme un lugar reservado.
Para la comida, Joshua se había puesto su traje blanco, y Toby se había superado a sí mismo. Naturalmente, había corrido la voz y prácticamente toda la tripulación del
Sueño del Fevre
rondaba por el comedor. Los camareros, pulcros como una patena con sus elegantes chaquetillas blancas, iban de lado a lado sirviendo las exquisiteces de Toby, que sacaban de la cocina en grandes fuentes humeantes o en boles de finas porcelanas. Había sopa de tortuga y ensalada de langosta, cangrejos rellenos y lechones mechados, pastel de ostras y costillas de cordero lechal, tortuga de agua dulce, pollo frito, nabos y pimientos rellenos, asado y chuletas de ternera empanadas, patatas irlandesas, maíz verde, zanahorias, alcachofas y habas, profusión de panes y panecillos, vinos y licores del bar y leche fresca procedente de la ciudad, bandejas de mantequilla recién batida y de postre budín de pasas, pastel de limón y tarta con salsa de chocolate.
Abner Marsh no había tomado en su vida una comida tan opípara.
—Maldita sea —le dijo a York—, me encantaría que saliera usted a comer con más frecuencia, pues así comeríamos lo mejor de lo mejor todos los días.
Sin embargo, Joshua apenas probó la comida. A la luz del día, parecía una persona distinta; un poco marchito y nada impresionante. Su piel tenía una palidez enfermiza bajo la luz diurna, y Marsh percibió su tono grisáceo, como de tiza. Los movimientos de York eran letárgicos y, en ocasiones, bruscos, sin un asomo de aquella elegancia y aquel dominio que normalmente mostraba. Sin embargo, la mayor diferencia radicaba en sus ojos. A la sombra del sombrero blanco de ala ancha que llevaba, sus ojos aparecían cansados, infinitamente cansados. Tenía las pupilas reducidas a una fina cabeza de alfiler de color negro, y el gris del iris aparecía pálido y desvaído, sin la intensidad que Marsh había visto en ellos con tanta frecuencia.
Pero allí estaba, y su mera presencia contenía, al parecer, toda la diferencia del mundo. Había salido de su camarote a plena luz del sol, había paseado por las cubiertas despejadas y bajado escaleras, y se había sentado a comer ante Dios, la tripulación y todos los demás. Las historias y temores a que pudo haber dado lugar su extraña vida nocturna parecían una estupidez ahora que la luz bañaba a Joshua York y a su traje blanco.
York permaneció callado durante casi toda la comida, aunque se ocupó de dar tímidas respuestas a todas las preguntas que le formularon, y de vez en cuando se atrevió a hacer algún comentario de su propia cosecha en medio de la charla general. Cuando se hubieron servido los postres, apartó el plato y dejó caer el cuchillo pesadamente.