—Vámonos nosotros, entonces.
—¿Nosotros? —inquirió Julian, volviendo lánguidamente la cabeza.
—Jean y yo —dijo ella—. Mándanos lejos. Será... Será mejor así, también para ti. Este lugar será más seguro cuantos menos de nosotros lo habitemos. Tus chicas durarían así un poco más.
—¿Enviaros lejos, querida Valerie? ¿Y perderos? No, no, me sentiría demasiado preocupado por vosotros. ¿Dónde podríais ir, me pregunto?
—A cualquier sitio.
—¿Todavía esperas encontrar tu ciudad de las sombras en una cueva? —le espetó Julian en son de burla—. Tu fe resulta conmovedora, muchacha. ¿Has tomado a ese pobre y débil Jean por tu pálido rey?
—No —contestó Valerie—. No. Sólo queremos descansar. Por favor, Damon. Si nos quedamos todos, nos encontrarán, nos cazarán y nos matarán. Vámonos.
—Eres tan hermosa, Valerie, tan exquisita.
—Por favor —dijo ella, temblorosa—. Vámonos y descansemos.
—Pobre pequeña —prosiguió Julian—. No puede haber descanso. Dondequiera que vayas, tu sed viajará contigo. No, debes quedarte.
—Por favor —repitió ella, obnubilada—. Maestro de sangre mío.
Los ojos oscuros de Damon Julian se achicaron ligeramente y la sonrisa desapareció de su rostro.
—Si tantas ganas tienes de irte, quizá deba darte lo que tanto pides.
Valerie y Jean le miraron a la vez, esperanzados.
—Quizá os envíe lejos —musitó Julian—. A los dos. Pero no juntos, no. Eres tan hermosa, Valerie. Mereces algo mejor que Jean. ¿Qué opinas, Billy?
Sour Billy sonrió.
—Envíelos lejos a todos, señor Julian. No necesita a ninguno de ellos, ya que me tiene a mí. Echelos y ya verá lo felices que se sienten.
—Interesante —dijo Damon Julian—. Lo pensaré. Ahora dejadme, todos vosotros. Billy, ve a vender los caballos, y entrevístate con Neville sobre la tierra que quiero vender.
—¿Nada de cenas? —preguntó aliviado Sour Billy.
—Nada —respondió Julian.
Sour Billy fue el último en llegar a la puerta. Tras él, Julian apagó la luz y la oscuridad fue total en la sala. Sin embargo, Sour Billy dudó un instante en el umbral y se volvió.
—Señor Julian —dijo—, usted me prometió... Hace ya muchos años de eso. ¿Cuándo será?
—Cuando ya no te necesite, Billy. Tú eres mis ojos durante el día. Tú haces las cosas que yo no puedo hacer. ¿Cómo podría pasarme sin ti ahora? Pero no temas, no falta mucho. Y el tiempo no te parecerá nada cuando entres a formar parte de nosotros. Los años y los días son lo mismo para aquel que posee una vida eterna.
La promesa reanimó mucho a Sour Billy, quien partió para realizar los encargos de Julian.
Aquella noche, soñó. En sus sueños era tan oscuro y grácil como el propio Julian, elegante y predador. En sus sueños siempre era de noche y merodeaba por las calles de Nueva Orleans bajo una pálida luna llena. Desde las ventanas y los balconcillos de hierro forjado le observaban pasar y podía sentir sus miradas fijas sobre él, los hombres llenos de temor y las mujeres atraídas por sus tenebrosos poderes. El avanzaba en la oscuridad, deslizándose silencioso sobre las aceras de ladrillo, escuchando los pasos frenéticos y los jadeos de la gente. Bajo la luz desvaída de una lámpara de aceite colgada de la pared, capturaba a un joven elegante y bien parecido y le desgarraba la garganta entre carcajadas. Una belleza criolla despampanante le observaba de lejos, y él la perseguía, dándole caza por callejuelas y jardines, mientras ella huía. Por fin, en un rincón iluminado por una farola de hierro forjado, la muchacha se volvía para hacerle frente. Se parecía un poco a Valerie. Sus ojos eran violáceos y llenos de ardor. El se le acercaba, la acorralaba y la tomaba. La sangre criolla no era tan ardiente y sabrosa como la comida criolla. La noche era suya, y todas las noches para siempre jamás, y la sed roja estaba en su interior.
Al despertar de su sueño, estaba caliente y enfebrecido, y tenía las sábanas húmedas.
El
Sueño del Fevre
estuvo amarrado en San Luis doce días. Fue un período de tiempo muy agitado para toda la tripulación, menos para Joshua York y sus extraños acompañantes. Abner Marsh se levantaba muy temprano cada mañana. A las diez ya estaba en la calle para visitar a exportadores y propietarios de hoteles y hablarles de su barco e intentar establecer contactos comerciales. Tenía un puñado de carteles impresos de la «Compañía de paquebotes del río Fevre», ahora que volvía a tener más de un barco, y contrató a unos muchachos para que los pegaran por toda la ciudad. Bebiendo y comiendo en los mejores lugares, Marsh contaba una y otra vez cómo el
Sueño del Fevre
había ganado al
Sureño
, para asegurarse de que el hecho se conociera. Incluso puso anuncios en tres de los periódicos locales.
Los pilotos que Abner Marsh había contratado para la parte inferior del río subieron a bordo en cuanto el
Sueño del Fevre
tocó San Luis, y recogieron la paga correspondiente a todo el tiempo que habían pasado sin hacer nada, esperando el barco. Los pilotos no eran baratos, especialmente aquellos, pero Marsh no puso muchos reparos al precio ya que buscaba lo mejor para su barco. Una vez pagados, los nuevos tripulantes reanudaron su inactividad; los pilotos cobraban su sueldo, pero no hacían el más mínimo trabajo hasta que el vapor se hallaba en el río. Todo lo que no fuera pilotar era una ofensa a su dignidad.
Los dos pilotos que Marsh había buscado tenían, sin embargo, sus propios estilos individuales de holgazanear. Dan Albright, delgado, taciturno y elegante, subió a bordo del
Sueño del Fevre
el día que atracó, revisó el barco, los motores y la cabina del piloto, asintió satisfecho e inmediatamente tomó posesión de su camarote. Se pasaba los días leyendo en la bien provista biblioteca del vapor y jugó unas partidas de ajedrez con Jonathon Jeffers en el salón principal, aunque Jeffers le ganaba invariablemente. Karl Framm, por su parte, era fácilmente localizable en los salones de billares junto al río, sonriendo con gesto taimado bajo su sombrero de fieltro de ala ancha, ufanándose de que él y su nuevo barco iban a ganar a cualquier otro barco del río. Framm tenía una reputación impresionante, y solía contar, en broma, que tenía una esposa en San Luis, otra en Nueva Orleans y una tercera en Natchez.
Abner Marsh no tenía mucho tiempo para preocuparse de lo que hacían los pilotos; estaba demasiado ocupado con una tarea u otra. Tampoco veía mucho a York ni a sus amigos, aunque sabía que Joshua York se dedicaba a pasear con frecuencia de noche por las calles de la ciudad, acompañado a menudo de Simon, el silencioso. Simon estaba aprendiendo también a preparar combinados, pues Joshua le había dicho a Marsh que tenía previsto utilizarle como camarero de barra durante la noche en el trayecto a Nueva Orleans.
Marsh solia ver a su socio durante la cena, que Joshua tenía por costumbre compartir con los oficiales en la cabina principal. Una vez acabada la cena York se retiraba a su propio camarote o a la biblioteca para leer los periódicos, que recibía a montones todos los días de los vapores recién llegados. En una ocasión, anunció que iba a la ciudad para ver actuar un grupo de actores de teatro. Invitó a Abner Marsh y a los demás oficiales a que le acompañaran, pero Marsh no estaba dispuesto, y York consiguió que Jonathon Jeffers, le acompañara.
—Poemas y comedias —murmuró Marsh a Hairy Mik Dunne mientras se levantaban de la mesa—. Esto hace que me pregunte adónde irá a parar este maldito río.
Después, Jeffers empezó a enseñarle a jugar al ajedrez a York.
—Tiene una mente prodigiosa, Abner —le dijo Jeffers al cabo de unos días, la mañana del octavo de su estancia en San Luis.
—¿Quién?
—Joshua, naturalmente. Hace un par de días le enseñé a mover las piezas. Pues bien, anoche lo encontré en el Salón intentando resolver una de las partidas de Morphy, aparecida en uno de esos periódicos de Nueva York que él tiene. Es un hombre extraño. ¿Qué sabes de él?
Marsh frunció el ceño. No quería que sus hombres se mostraran curiosos en exceso respecto a Joshua York; era su parte del trato.
—A Joshua no le agrada mucho que se hable de él. Yo no le hago preguntas. Supongo que no es asunto mío su pasado. Usted debería tomar esa misma actitud, señor Jeffers. Más aún: procure hacerlo.
El empleado enarcó sus cejas negras y delgadas.
—Si usted lo dice, capitán —replicó. Sin embargo, mostró en el rostro una sonrisa fría que inquietó a Abner Marsh.
Jeffers no era el único en hacer preguntas. Hairy Mik acudió también a Marsh y le dijo que los mozos de cuerda y los marineros de cubierta estaban divulgando algunos rumores acerca de York y sus cuatro amigos.
—¿Qué tipo de rumores?
Hairy Mike se encogió de hombros, elocuentemente.
—Sobre que sólo aparece de noche, igual que esos extraños amigos suyos. ¿Conoce a Tom, el marinero que se ocupa de la parte central de babor? Ha estado explicando cosas... Dice que la noche que dejamos Louisville... Bueno, ya sabe usted lo enormes que son allí los mosquitos, ¿no? Pues bien, dice que vio a Simon en la cubierta principal, dando una vuelta, cuando un mosquito se le posó al tipo en la mano, y Simón alzó la otra y lo aplastó. Ya sabe cómo son a veces esos mosquitos, que están llenos de sangre y, cuando los aplastas, te dejan una mancha. Tom dice que así sucedió con el mosquito que Simon aplastó sobre su mano. Entonces, según Tom, ese Simon se quedó inmóvil, mirándose la mano durante un largo momento, y luego la levantó, se la llevó a la boca, y lamió la sangre hasta no dejar rastro.
Abner Marsh se enfureció.
—Dile a Tom que deje de contar chismes, o va a tener que cuidarse de la mitad del lado de babor en otro barco.
Hairy Mike asintió, y se volvió para irse. Pero Marsh le detuvo.
—No —dijo—. Aguarda. Dile que no vaya extendiendo rumores pero que, si ve algo más que le sorprenda, te lo comunique a ti, o a mí. Dile que le daré medio dólar.
—Por medio dólar, le contará cualquier mentira.
—Bueno, olvida entonces lo del medio dólar, pero dile todo lo demás.
Cuanto más pensaba Abner en el relato de Tom, más preocupado se sentía. Estaba tan satisfecho como Joshua York con la idea de tener en la barra del bar a Simon, donde estaría en público y podría vigilarlo. A Marsh no le habían gustado nunca los empleados de pompas fúnebres, y Simon todavía le traía el recuerdo de uno especialmente tenebroso, cuando no un verdadero cliente de una funeraria. Sólo deseaba que Simon no empezara a lamer mosquitos mientras servía una copa en el salón a los pasajeros de los camarotes. Era precisamente el tipo de cosas que podían arruinar la reputación de un barco con toda rapidez.
Pronto Marsh apartó de su mente este asunto y se sumergió de nuevo en sus negocios. La noche anterior a la fecha señalada para partir, sin embargo, algo le preocupó. Joshua York le había citado en su camarote para revisar unos detalles del viaje. York estaba sentado en su escritorio, con el pequeño cuchillo de mango de marfil en la mano, recortando un articulo de un periódico. York y Marsh charlaron brevemente de los asuntos que había que resolver, y Marsh se disponía ya a salir cuando vio un ejemplar del
Democrat
sobre el escritorio.
—Se supone que aquí tiene que salir hoy uno de nuestros anuncios —dijo Marsh, cogiendo el periódico—. ¿Ha terminado usted con él, York?
Joshua le indicó que si con un gesto de la mano.
—Lléveselo si quiere —dijo.
Abner se llevó el periódico bajo el brazo a la cabina principal y lo hojeó mientras Simon le preparaba una copa. Estaba sorprendido, pues no conseguía encontrar el anuncio. Naturalmente, podía no ser una omisión; York había recortado un artículo de la página a cuyo dorso venían las noticias navieras, por lo que había un agujero precisamente en dicha página. Marsh se quitó las gafas, plegó el periódico y se dirigió a la oficina del sobrecargo.
—¿Tiene el último ejemplar del
Democrat
? —le preguntó a Jeffers—. Creo que ese condenado Blair ha dejado fuera mi anuncio.
—Aquí lo tiene —contestó Jeffers—, y el anuncio está. Mire en la página de actividades portuarias.
Efectivamente, el anuncio estaba allí, en un recuadro en medio de una columna de recuadros similares:
COMPAÑIA DE PAQUEBOTES DEL RÍO FEVRE
El espléndido vapor de carga y pasaje Sueño del Fevre parte el jueves para Nueva Orleans, Louisiana y todos los puntos intermedios, con los mejores promedios de velocidad, manejado por la tripulación más experimentada. Para carga y pasaje, preguntar a bordo o en las oficinas de la compañía, al pie de Pine Street.
Abner Marsh, presidente.
Marsh revisó el anuncio, asintió y volvió la página para ver qué había recortado Joshua York. El artículo parecía ser un resumen recogido de algún otro periódico de aquel sector, sobre un hombre desconocido, leñador, que había sido encontrado muerto en su choza, junto al río, al norte de Nueva Madrid. El primer oficial de un vapor que había bajado a tierra para comprarle leña lo había encontrado. Algunos pensaban que habían sido los indios y otros hablaban de los lobos, pues el cuerpo estaba totalmente desgarrado y medio devorado. Aquello era todo.
—¿Algo va mal, capitán Marsh? —preguntó Jeffers—. Tiene usted una mirada muy extraña.
Marsh plegó el
Democrat
de Jeffers y se lo colocó bajo el brazo, junto con el de York.
—No, nada; ese maldito anuncio, que ha salido con un par de faltas de ortografía.
—¿Está seguro? —inquirió Jeffers con una sonrisa—. Yo sé que la ortografía no es precisamente su fuerte, capitán.
—No me gaste ese tipo de bromas otra vez, o le aseguro que lo tiro por la borda, señor Jeffers —contestó Marsh—. Me llevaré el periódico, si no le importa.
—Está bien —dijo Jeffers—. Ya lo he leído.
De nuevo en el bar, Marsh releyó el relato del leñador. ¿Por qué había recortado Joshua York una noticia sobre un pobre diablo muerto por los lobos? Marsh no podía imaginarse una respuesta, pero se sintió inquieto. Alzó la mirada y advirtió los ojos de Simon fijos en él a través del espejo del bar. Marsh dobló rápidamente el
Democrat
y se lo metió en el bolsillo.
—Sírveme un whisky corto —dijo.
Marsh bebió el whisky de un solo trago e hizo un largo «aaaaah» cuando el ardor se extendió por su pecho. Esto aclaró un poco su cabeza. Tenía medios para profundizar más en aquel asunto, pero estaba fuera de sus atribuciones el interesarse por el tipo de relatos periodísticos que Joshua York gustaba de leer. Además, había dado su palabra de no meterse en los asuntos de York, y Abner Marsh se consideraba a sí mismo un hombre de honor. Resuelto, dejó la copa y salió del bar. Bajó la gran escalinata curva hasta la cubierta principal y lanzó ambos periódicos a uno de los oscuros hornos. Los estibadores le miraron con extrañeza, pero Marsh se sintió inmediatamente mucho mejor. No debía ir por ahí alimentando sospechas acerca de su socio, especialmente de uno tan generoso y con buenos modales como Joshua York.