Se lavó la cara con un poco de agua, asió el bastón y salió a cubierta, deseando haber tenido a bordo a algún predicador, o al menos un crucifijo. Llevaba el libro de poemas en el bolsillo. A cierta distancia del embarcadero, otro vapor se afanaba en cargar las mercancías y dar presión a las calderas; Marsh escuchó a los estibadores que entonaban un cántico lento y melancólico mientras trasladaban los bultos de tierra firme a la cubierta del barco.
Al llegar a la puerta del camarote de Joshua, Abner Marsh alzó el bastón para llamar, pero se detuvo, repentinamente lleno de dudas. Joshua le había dado órdenes de que no se le molestara, y seguramente iba a enfadarse mucho cuando oyera lo que Marsh tenía que decirle. Todo el asunto parecía una estupidez: era aquel poema que le había provocado malos sueños, o quizás debía achacarlo a alguna cosa que había comido. Sin embargo, sin embargo...
Allí estaba de pie, ceñudo y pensativo, con el bastón alzado, cuando la puerta del camarote se abrió silenciosamente.
El interior estaba más oscuro que el vientre de una vaca. La luna y las estrellas iluminaban suavemente el dintel de la puerta, pero más allá se percibía una cálida oscuridad aterciopelada. A varios pasos de la puerta, en el interior, había una figura entre sombras. La luna le iluminaba los pies desnudos y se intuía, difusa, la vaga figura de un hombre.
—Entre, Abner —dijo la voz desde la oscuridad. Joshua hablaba con una voz ronca, apenas audible.
Abner Marsh cruzó el dintel y se adentró en las sombras.
La figura humana se movió y, al instante, la puerta se cerró. Marsh escuchó cómo se echaba la llave. La oscuridad era total, no podía ver nada. Una mano poderosa le asió fuertemente del brazo y le hizo avanzar. Después, fue empujado hacia atrás y por un instante tuvo miedo, hasta que notó la presencia de un sillón junto a él.
En la oscuridad hubo un ruido de movimientos. Marsh miró alrededor, ciego, intentando escrutar el negro.
—Si no he llamado...—se oyó decir a sí mismo.
—No —fue la respuesta de York—. Le oí cuando se acercaba. Además, le estaba esperando, Abner.
—Sí, Joshua dijo que vendría usted —dijo otra voz desde un lugar distinto de la habitación. Era una voz de mujer, suave y amarga. Valerie.
—Usted —dijo Marsh asombrado. No se esperaba aquello. Se sentía confuso, disgustado, inquieto, y la presencia de Valerie lo hacía todo aún más difícil—. ¿Qué está haciendo usted aquí? —preguntó Marsh.
—Yo podría preguntarle eso mismo —respondió la voz suave de la mujer—. Estoy aquí porque Joshua me necesita, capitán Marsh. Para ayudarle, lo cual es mucho más de lo que ha hecho usted, pese a tantas palabras. Usted y los que son como usted, con todas sus sospechas y sus piadosas...
—Ya basta, Valerie —la cortó Joshua—. Abner, no conozco la razón que le ha traído aquí esta noche, pero ya sabía que tarde o temprano iba a venir. Hubiera obrado mejor buscándome un socio más estúpido, un hombre que aceptara órdenes sin hacer preguntas. En cambio, usted es quizás demasiado perspicaz para su propio bien, y para el mío. Sabía que sólo era cuestión de tiempo, que llegaría a descubrir la falsedad de lo que le conté en Natchez. Me he fijado en cómo nos observaba, y las pequeñas pruebas que ha proyectado y realizado —emitió una risa forzada—. ¡Hasta agua bendita!
—¡Cómo!... Entonces, ¿usted lo sabía? —dijo Marsh.
—Sí.
—Maldito camarero.
—No sea demasiado severo con él. Tuvo poco que ver con eso, Abner, aunque me di cuenta de que me estuvo mirando durante todo el tiempo que duró la cena —la risa de York fue forzada, terrible—. No, la propia agua se delató. Pocos días después de la charla que mantuvimos, aparece ante mí un vaso de agua clara: ¿qué iba a pensar? Desde que estamos en el río hemos bebido un agua bastante turbia, con sedimentos. Podría haber plantado un jardín con el fango del río que he ido dejando en el fondo de los vasos —comentó, volviendo a reír seca y nerviosamente—. O incluso llenar mi ataúd.
Abner Marsh hizo como si no hubiera oído la última frase.
—Revuélvalo y bébalo con el agua. Así se hará un auténtico hombre del río —hizo una pausa y prosiguió—: O simplemente un hombre.
—¡Ah! —replicó York—. Así que llegamos a la cuestión.
Durante unos largos instantes no dijo nada más y el camarote pareció sofocante, angustioso por la oscuridad y el silencio. Cuando Joshua habló por fin, lo hizo en un tono seco y glacial.
—¿Ha traído consigo un crucifijo, Abner, o una estaca?
—He traído esto —dijo Marsh. Sacó el libro de poemas del bolsillo y lo lanzó al aire, hacia donde le parecía que estaba sentado York.
Escuchó un ruido en el instante en que el libro fue alcanzado por su socio en el aire. Las páginas crujieron al hojearlas.
—Byron —dijo Joshua, complacido.
Abner Marsh no alcanzaba a ver ni siquiera sus manos bailoteando a un centímetro de la nariz, tal era la oscuridad de la sala a causa de las contraventanas y cortinajes. En cambio, Joshua no sólo podía ver lo bastante bien para tomar el libro en el aire, sino también para leerlo. Marsh sintió escalofríos, pese al calor.
—¿Por qué Byron? —preguntó Joshua—. Me confunde usted. No me hubiera sorprendido verle con un crucifijo, con otra prueba, con más preguntas... ¡Pero con Byron!
—Joshua —dijo Abner—. ¿Qué edad tiene usted?
Silencio.
—Creo que sé calcular bastante bien la edad de una persona —continuó Marsh—. Pero usted es indefinible, con sus cabellos blancos y todo lo demás. Sin embargo, por su aspecto, su rostro, sus manos, yo diría que tiene usted treinta años, treinta y cinco como mucho. En cambio, en ese libro dice que Byron murió hace treinta y tres años, y usted afirma haberle conocido.
—Sí —suspiró York—. Un error estúpido. Estaba tan absorbido por este barco que me olvidé de mí mismo. Después pensé que no tenía importancia. Usted no sabía nada de Byron. Yo estaba seguro de que lo olvidaría.
—Yo no siempre soy rápido, pero no olvido —contestó Marsh, al tiempo que asía con fuerza el bastón y se inclinaba hacia adelante—. Joshua, quiero hablar con usted. Haga que esa mujer salga de aquí.
Valerie emitió una risa helada desde un rincón. Ahora parecía estar más cerca, aunque Marsh no la había oído moverse.
—Es un loco osado —dijo ella.
—Valerie se quedará, Abner —dijo York en tono cortante—. Puede estar presente y escuchar cualquier cosa que quiera decirme. Valerie es como soy yo.
Marsh sintió frío y desamparo.
—Como es usted...—dijo lentamente—. Bueno, ¿qué son ustedes?
—Juzgue por sí mismo —replicó Joshua. De repente, se encendió una cerilla en la negrura del camarote, deslumbrándole.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Marsh.
La breve llama del fósforo iluminó con luz trémula los rasgos de York. Tenía los labios hinchados y partidos. La piel, quemada y ennegrecida, aparecía desgarrada en el rostro y los pómulos. Multitud de ampollas, hinchadas de agua y pus, le recorrían la barbilla y le cubrían una mano enrojecida en la que ya había saltado parte de la piel. Sus ojos grises tenían una mirada blancuzca y legañosa en el fondo de sus cuencas hundidas. Joshua York sonrió forzadamente y Marsh escuchó como la carne requemada crujía y se rasgaba. Un líquido blanquecino le resbalaba lentamente por la mejilla desde una grieta recién abierta en la piel.
La cerilla se apagó, y la oscuridad pasó a convertirse en una bendición.
—Usted dijo que era su socio —intervino Valerie, en tono acusatorio—. Usted dijo que le ayudaría. Esta es la ayuda que le ha dado, usted y su tripulación con sus sospechas y sus amenazas. Podía haber muerto por su culpa. El es el pálido rey, y usted no es nada, pero él se sometió a esto sólo por ganar su despreciable lealtad. ¿Está satisfecho ahora, capitán Marsh? Parece que no, puesto que está usted aquí.
—¿Qué diablos le ha sucedido? —preguntó Marsh, ignorando a Valerie.
—Estuve expuesto a la luz brillante del día durante casi dos horas —replicó Joshua. Marsh comprendía ahora la razón de aquel doloroso susurro—. Conocía el riesgo, pues ya lo había hecho antes, cuando había sido imprescindible. Cuatro horas podían haberme matado, y seis horas hubieran sido un final irreversible. En cambio, dos horas o algo menos, la mayor parte de ellas fuera de la acción directa de los rayos del sol... Conozco mis límites. Las quemaduras tienen peor aspecto de lo que son en realidad. El dolor es soportable, y todo pasará rápidamente. Mañana a esta hora, nadie notará siquiera que algo me ha afectado. Mi carne ya empieza a sanar, las ampollas revientan y la piel quemada empieza a desprenderse, ya lo ha comprobado usted.
Abner Marsh cerró los ojos y volvió a abrirlos. Daba igual. La oscuridad era la misma de una forma u otra, y todavía podía ver la imagen azul pálida de la cerilla ardiendo frente a él, junto al terrible rostro espectral de Joshua.
—Así que todo eso del agua bendita y de los espejos no tiene importancia. Usted no puede salir de día, realmente no. Los vampiros existen, pero usted me mintió. ¡Me mintió, Joshua! Usted no es un cazador de vampiros, sino uno de ellos. Usted y ella y todos los demás. ¡Todos son unos malditos vampiros!
Marsh alzó frente a él su bastón, una inútil espada de madera para protegerse de lo que no alcanzaba a ver. Notó la garganta seca y áspera. Escuchó a Valerie que se reía ligeramente y se acercaba más a él.
—Baje la voz, Abner —dijo Joshua con calma —y ahórreme su indignación. Sí, le he mentido. En nuestra primera reunión, ya le advertí que si me presionaba con preguntas yo le respondería mentiras. Fue usted quien me obligó a pronunciarlas. Lo único que lamento es no haber pensado otras mejores.
—Mi socio... —prosiguió Abner, furioso—. Diablos, no puedo creerlo ni siquiera ahora. Un asesino, o algo peor que un asesino. ¿A qué se ha dedicado todas esas noches? ¿A salir en busca de alguien y beberse su sangre? Y luego, seguir adelante. Sí, señor, ahora lo veo: Una ciudad distinta cada noche, así está a salvo. Cuando los tipos de la orilla descubren lo que ha hecho, ya está usted en otro lugar. Y no huyendo a toda prisa, sino vagando con gran elegancia río arriba y río abajo, a lo grande, en un vapor de lujo en camarote propio y todo. No me extraña que quisiera tener un vapor, capitán York. Maldito sea usted.
—Cállese —le espetó York, con una furia tal en la voz que Marsh cerró al instante la boca—. Y baje ese bastón antes de que rompa algo con tanto aspaviento. Bájelo, le digo —Marsh apoyó de nuevo el bastón en la alfombra—. Así me gusta —dijo York.
—Es como todos los demás, Joshua —intervino Valerie—. No entiende nada. No tiene más que miedo y odio. No podemos dejarle salir de aquí con vida.
—Quizás —dijo Joshua, con tono reticente—. Yo creo que en él hay algo más que eso, pero es posible que me equivoque. ¿Qué opina usted, Abner? Y cuidado con lo que dice. Hable como si su vida dependiera de cada palabra.
Sin embargo, Abner Marsh estaba demasiado irritado para pensar. El miedo que le atenazaba había dado paso a una ira incontenible; le habían mentido, le habían metido en el asunto y habían jugado con él como si fuera un imbécil. Nadie trataba así a Abner Marsh, aunque el otro no fuera humano en absoluto. York había convertido su
Sueño del Fevre
, su barco, en una especie de pesadilla flotante.
—Llevo mucho tiempo en este río —dijo Marsh—. No intente asustarme, York. Cuando estaba en mi primer vapor, vi cómo le sacaban los intestinos a un amigo mío en un salón de St. Joe. Yo agarré al granuja que lo hizo, le quité el cuchillo y le partí el espinazo. También he estado en Bad Axe, y en la sangrienta Kansas, así que ningún maldito chupasangre va a asustarme ahora con amenazas. Si quiere venir a por mí, aquí le espero. Peso el doble que usted, y además está quemado hasta las orejas. Le voy a arrancar la cabeza. Quizás deba hacerlo de todas maneras, por todo lo que usted ha hecho ya.
Silencio.
Entonces, asombrosamente, Joshua York se echó a reír a carcajadas durante un buen rato.
—¡Ah, Abner! —dijo cuando consiguió tranquilizarse otra vez—. ¡Es usted un auténtico hombre del río! Medio soñador, medio pendenciero y completamente loco. Ahí está usted, ciego, cuando sabe que yo puedo ver perfectamente con la poca luz que entra por los resquicios de las cortinas y las ventanas, y por debajo de la puerta. Ahí está sentado, gordo y lento de movimientos, conociendo mi fuerza y mi rapidez. Debería saber lo silencioso que puedo ser al caminar —hubo una pausa, un ruido, y de repente se alzó la voz de York desde el otro extremo del camarote—. Así —otro silencio—. Y así —desde detrás de Abner—. Y así —volvía a estar donde había empezado. Marsh, que había vuelto la cabeza en cada momento para seguir su voz, se sintió mareado—. Podría desangrarle hasta la última gota con cien toques suaves y usted no se enteraría. Podría asaltarle en la oscuridad y cortarle la garganta antes de que se diera cuenta de que había dejado de hablar. Y aun así, a pesar de todo, ahí está usted, sentado en el sillón, mirando en una dirección equivocada, con la barba despeinada, soltando bravatas y amenazas. Tiene usted ánimo, Abner. Poco juicio, pero mucho ánimo.
—Si está pensando en matarme, venga y acabemos de una vez —dijo Marsh—. Estoy dispuesto. Quizá no llegue nunca a superar al
Eclipse
, pero he hecho casi todo lo que me he propuesto. Prefiero pudrirme en una de esas tumbas de lujo de Nueva Orleans que dirigir un vapor para un grupo de vampiros.
—Una vez le pregunté si era usted supersticioso o religioso —dijo Joshua—. Usted me respondió negativamente, pero ahora le escucho hablar sobre los vampiros como cualquier lerdo inmigrante.
—¿Qué está usted diciendo? Fue usted quien me contó...
—Sí, sí. Ataúdes llenos de arena, criaturas sin alma que no se reflejan en los espejos, cosas que no pueden cruzar las corrientes de agua, que pueden volverse lobos, murciélagos o nieblas pero que se atemorizan ante una ristra de ajos. Le consideraba demasiado inteligente para creerse esas tonterías, Abner. Aparte sus temores y sus iras un momento, y piense.
Aquella frase dejó cortado a Abner. El ligero tono de mofa que había advertido en Joshua hacía, realmente, que todo pareciera absolutamente estúpido. Quizá York padecía todas aquellas quemaduras sólo por haberse expuesto un poco a la luz del día, pero aquello no cambiaba el hecho de que hubiera bebido agua bendita, de que llevara plata o de que se reflejara en los espejos.