Soy un gato (67 page)

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Authors: Natsume Soseki

BOOK: Soy un gato
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—Tu historia no va a ninguna parte.

—Me levanté de la cama, abrí la ventana, salí a la galería, me comí un caqui y...

—¿Otro más? A este paso, como sigas comiendo caquis, no vas a acabar nunca.

—Cada vez me impacientaba más.

—¿Te impacientabas? ¿Y qué pasa con nosotros?

—Quieren que se lo cuente todo tan de corrido que me resulta difícil seguir el hilo de la historia.

Si a Kangetsu le parecía difícil, lo mismo le pasaba a su audiencia. Incluso el devoto Toito se atrevió a plantear una pequeña queja.

—Si les parece tan difícil escuchar, no me dejan más remedio que acabar de una vez. Resumiendo, repetí esa secuencia de acostarme y levantarme hasta que me acabé todos los caquis.

—Pero en ese intervalo seguro que se puso el sol.

—Pues, de hecho, no. Después de comerme el último caqui me volví a la cama y al rato volví a echar un vistazo fuera para comprobar que el sol otoñal seguía tal cual.

—Ya estoy harto de esta mandanga. Es siempre lo mismo. Una y otra vez.

—Yo igual. Estoy aburrido de tu cuentecito.

—Tampoco es fácil para mí contarla —se defendió Kangetsu.

—Con la perseverancia que has demostrado tener, no me extraña que no haya nada que se te resista. Si nos quedamos aquí sin quejarnos y decir nada, tu sol de otoño seguiría brillando hasta mañana por la mañana. Simplemente di: ¿fuiste a comprar el violín?

Incluso Meitei, que para estas cosas era infatigable, empezaba a mostrar signos de cansancio. Sólo Dokusen parecía no verse afectado por el largo y lento discurrir, por las interminables idas y venidas de la historia de Kangetsu.

Kangetsu, por su parte, no mostraba signos de cansancio. Compuesto y calmado continuó:

—Alguien me ha preguntado si intenté comprar el violín. Esperaba a que el sol se pusiera para ir a comprarlo. No era culpa mía si cada vez que miraba a la ventana el sol siguiera en su cénit. ¡Cómo sufría por ello! Pero mucho peor era mi impaciencia que la ligera irritación de ustedes por oír el final de esta historia. Después de comerme el último caqui y comprobar que nada había cambiado, rompí a llorar. Me sentía tan desconsolado que sólo podía llorar y llorar.

—No me sorprende nada —dijo Toito—. Tus llantos son tu crédito. Todos los artistas son muy emocionales, y sus lágrimas son como la verdad destilada. Pero de todas formas deberías darte prisa y terminar con el relato. —Toito era una persona decente, e incluso cuando se encontraba inmerso en la más absurda de las situaciones mantenía sus más educadas maneras.

—Por mucho que quisiera, el sol no se ponía. No se pueden hacer una idea de lo que sufría por ello.

—Tu interminable puesta de sol nos está provocando a nosotros los mismos sufrimientos. Olvídate de tu interminable historia antes de que ella acabe con nosotros —dijo el maestro dando muestras de no querer seguir escuchando.

—Si les parece tan pesado, entonces lo dejaré en este preciso momento. Pero no le impacienten: está a punto de llegar la parte más interesante de la historia.

—De acuerdo entonces. Escucharemos, pero a condición de que el sol se ponga en algún momento.

—Es una orden difícil de cumplir, pero lo manda el maestro, así que el sol se puso.

—¡Bien! Eso ha sido de lo más conveniente —dijo de pronto Dokusen, con un tono extraño que provocó la risa de los demás.

—Al fin anocheció. No se pueden imaginar mi alivio. Salí de la quietud de la posada de Kurakake, que era un pueblo muy pequeño, como una pedanía. Por mi forma de ser, no me gustaban los lugares bulliciosos, y a pesar de las evidentes ventajas de vivir en una ciudad, me había decidido a alojarme en el campo, en la humilde morada de unos labradores.

—Me parece que exageras diciendo que ese pueblo era sólo una pedanía —objetó el maestro.

—Y eso de instalarte en la humilde morada de no se quién suena de lo más pretencioso. ¿Por qué no dices simplemente que vivías en una habitación pequeña, más pequeña aún que una alcoba? Sonaría mejor y mucho menos afectado.

—Fuera cual fuera la dimensión de su habitación, a mí me parece que lo ha expresado de una forma muy poética —saltó Toito en defensa de Kangetsu. El meticuloso Dokusen intervino también para interesarse por algo más prosaico:

—Viviendo en un lugar tan apartado como ese, ¿cuántos kilómetros tenías que caminar al día para ir y volver a la escuela?

—Unos seiscientos o setecientos metros. La escuela estaba en el mismo pueblo.

—En ese caso, muchos de los alumnos estaríais alojados en los alrededores, ¿no es cierto?

—Cierto. Muchas de las casas acogían a uno o dos estudiantes como yo.

—Entonces, ¿por qué decías que vivías en un lugar dejado de la mano de Dios?

—Si no hubiera sido por la escuela, el pueblo se habría quedado prácticamente deshabitado. Pero déjenme que les explique cómo me vestí para aventurarme en la oscuridad del solitario Kurakake. Me puse mi kimono más acolchado y encima el abrigo del uniforme escolar con sus botones dorados. Me tapé la cabeza con una capucha para que nadie pudiera reconocerme. Era noviembre, los árboles se habían deshojado y tenía que andar con mucho cuidado. La carretera de Nango estaba cubierta completamente de hojas, que crujían bajo mis pies cuando las pisaba. De tanto en tanto, me daba la vuelta para comprobar que nadie me seguía. En un momento dado giré la cabeza y vi tras de mí el templo donde se encuentra el mausoleo de Matsudaira, al pie del monte Kóshin. Me habría alejado ya unos doscientos metros de mi casa, y no había un alma en las calles. Estaba absolutamente aterrorizado. Por encima de mí, los árboles desnudos, y detrás un cielo límpido, iluminado por la luna y por la vía láctea que se reflejaba en las aguas del río Nagase que fluía hacia al este, hacia... Hawai.

—¿Hawai? ¿Y qué pinta Hawai en esta historia? —preguntó Meitei.

—Caminé por la carretera de Nango unos trescientos metros y entré en el pueblo por la parte de Takanodai. Pasé por la calle Kojó, rodeé por la calle Sengoku y dejé a un lado la calle Kuishiro. Recorrí todo el camino de Tóri y después cambié sucesivamente por las calles de Owari, de Nagoya, de Shachihoko y al final tiré por Kamaboko.

—Puedes ahorrarnos el callejeo por el pueblo. Lo que nos interesa saber es si finalmente compraste o no el violín —dijo el maestro impaciente.

—El hombre que vendía los violines se llamaba Kaneko Zenbei y su tienda se llamaba Kane-zen. Pero para llegar hasta allí todavía me faltaba un trecho...

—Olvida la distancia. A ver si llegas ya de una vez y compras el maldito violín. Y hazlo rápido.

—Sus deseos son órdenes para mí. Al llegar a la tienda, miré dentro. Una lámpara resplandecía colgada del techo...

—¿Una lámpara que resplandecía? ¡Oh, no! Otra vez no. ¿Vas a marearnos otra vez ahora con tus resplandores? —En esta ocasión fue Meitei quién se alarmó de veras.

—No se preocupen por la lámpara. A su luz, los violines reflejaban en su caja la claridad de aquella noche otoñal, una claridad tibia. Sus cuerdas también desprendían un fulgor que dañaba los ojos...

—Qué forma tan magistral de describirlo —dijo Toito sinceramente admirado.

—Y entonces lo vi. Supe que ahí estaba el que sería mi violín. La sangre se me agolpaba en el corazón y las piernas me temblaban tanto que apenas podían sostenerme.

Dokusen sonrío con malicia.

—Instintivamente y sin pensar en nada, entré en la tienda, saqué de mi monedero varios billetes de cinco yenes y...

—¡Al final lo compraste! —remató el maestro.

—Iba a comprarlo, desde luego, pero en ese momento pensé que si actuaba irracionalmente podría echarlo todo a perder. Debía esperar un poco y reflexionar, así que me detuve.

—¡Madre mía de mi vida! ¿Estás diciendo que después de toda esta matraca que nos has dado con tu historia del violín al final no lo compraste? Realmente eres insoportable —exclamó el maestro, que había llegado al límite de su paciencia.

—No es mi intención ser insoportable, pero no pude comprarlo.

—¿Y se puede saber por qué no?

—¿Que por qué? Era temprano todavía, y había mucha gente paseando por delante de la tienda.

—¿Y qué mas da si había doscientas o trescientas personas pasando por la calle? Kangetsu, realmente eres insoportable —gritó el maestro realmente desesperado.

—Aunque hubiera habido mil personas, no me habría importado lo más mínimo, pero es que eran mis compañeros del colegio que andaban por allí trasteando con las mangas del
kimono
arremangadas y con bastones en las manos. Había un grupo de mi clase y eran bien conocidos entre nosotros por andar siempre montando jaleo. Eran expertos judokas y en el colegio les llamábamos «los torbellinos». Si compraba el violín en ese momento y salía con él a la calle, podía suceder cualquier cosa. Quería comprarme el instrumento, lo quería con toda mi alma. Pero también quería conservar mi vida. Era preferible vivir sin violín que morir con uno en las manos.

—¿Entonces lo compraste, sí o no? —El maestro indagaba a la búsqueda de certezas.

—Sí, sí. Lo compré...

—Kangetsu, me estás volviendo loco. Si vas a comprar el violín, cómpralo ya de una vez. Si no lo vas a comprar, pues no lo compres. Pero decídete por una cosa o por la otra.

—No todo salió como me había imaginado —dijo sonriendo al tiempo que encendía un cigarrillo. Miró al techo pensativo.

Creo que el humo del cigarro fue lo que acabó definitivamente con la paciencia del maestro. En cualquier caso, llegados a ese punto, el anfitrión se levantó y se introdujo en su estudio de donde volvió a salir con un libro extranjero que colocó frente a él. Lo abrió y comenzó a leer. Dokusen, por su parte, se había retirado ya hacía unos minutos, y estaba enfrascado en una partida de
go
. Jugaba contra sí mismo. El hecho es que la historia de Kangetsu había sido tan tediosa que su audiencia le había ido abandonando lentamente. Sólo dos le permanecían fieles, a esas alturas: Toito, con su inquebrantable fe en el arte de Kangetsu, y Meitei, para quien lo extenso y lo absurdo constituían la esencia misma de la vida. Kangetsu dio una última calada a su cigarro y terminó su historia con la misma lentitud de antes:

—Una vez decidí que la compra del violín no era recomendable a esas alturas, debía determinar cuál sería la ocasión óptima. La primera mitad de la jornada se había revelado demasiado peligrosa, pero la tienda estaría ya cerrada si volvía más tarde. Evidentemente, el mejor momento sería justo antes de que cerrasen la tienda, y después de que mis compañeros de escuela hubieran vuelto a sus casas. Determinar el momento exacto de la compra no resultaba nada sencillo, como seguramente entenderás, Toito.

—Me doy perfecta cuenta —respondió éste.

—Al final, determiné que lo mejor sería pasarme justo a las diez de la noche, pero mientras llegaba el momento debía hacer algo. Pensé en ir a visitar a algún amigo para charlar un rato, aunque me pareció muy egoísta por mi parte utilizar este recurso como mero pasatiempo. Tampoco quería volver a casa para tener que volver más tarde, así que me decidí a dar un garbeo por los alrededores. Sólo serían dos o tres horas y, generalmente, pasear resulta muy agradable. Pero aquella noche, como dice el antiguo poema, aquellas tres horas se me hicieron interminables: «En ocasiones un día puede durar lo mismo que mil otoños».

Al decir esto, Kangetsu miró a Meitei, pues quería comprobar el efecto causado por la cita. La respuesta no se hizo esperar. Meitei era incapaz de resistir semejante provocación:

—Ya lo decía la antigua canción: no sólo es penoso tener que esperar por la persona amada, sino que quien espera siente más dolor que el ausente. Si al violín de la tienda se le hacía penoso esperar por ti, querido amigo Kangetsu, más doloroso tenía que ser para ti vagabundear por el pueblo como un detective sin pistas, hasta que llegase el momento de realizar por fin la compra. Seguro que lo pasaste peor que un perro sin amo. Me imagino lo doloroso que debió de ser...

—¿Un perro sin amo? Qué cosa más cruel. Nadie me había comparado nunca con un perro sin amo.

—Según escucho tu historia —dijo Toito—, siento como si estuviera leyendo la biografía de algún maestro antiguo. Meitei seguramente sólo pretendía hacer una broma cuando te comparaba con un perro. No hagas caso de sus tonterías y sigue con tu historia, por favor.

Pero Kangetsu, en realidad, no necesitaba ni consuelo ni ánimos para continuar con su historia.

—Así que recorrí varias veces las calles Okachi y Hyakki. Después anduve por Ryogae y acabé en Takajó. Al pasar por delante del ayuntamiento, me paré a contar los sauces y cuántas ventanas había iluminadas del hospital. Me senté sobre el puente Konya y me fumé dos cigarros. Miré el reloj y...

—¡Ya eran las diez!

—No, lo siento. Aún no. Crucé el puente Konya y giré hacia el este a lo largo de la ribera del río. Pasé al lado de tres masajistas. En la distancia, los perros ladraban a la luna.

—«Escuchar en una noche de otoño a la ribera de un río los lejanos ladridos de unos perros...» Suena como la introducción a una obra de teatro
kabuki
. Creo que tú podrías hacer el papel del héroe fugitivo.

—¿Por qué? ¿Hice algo malo?

—No, pero parece como si estuvieras conjurando para hacer algo prohibido.

—¡Qué va! Todo lo que quería era comprar el violín. Si eso se considera algo prohibido, entonces todos los estudiantes de conservatorio deberían ser considerados unos transgresores.

—Es muy difícil determinar de manera absoluta lo que es bueno y lo que es malo. Los actos de un criminal pueden ser, en términos absolutos, buenos. Pero como la opinión pública ha decidido por consenso que son crímenes, a ellos se les trata como proscritos. Toma a Jesucristo, por ejemplo. En el contexto de su sociedad, era un criminal, y como tal fue castigado. Era descendiente nada menos que del rey David, y sus coetáneos le acusaron de pretender ser el rey de los judíos. No negó los cargos que se le imputaban, lo cual, evidentemente, sonó muy grave para el gobernador romano de aquella provincia conquistada. En la placa de cruz escribieron «Rey de los judíos», para identificar su crimen. ¿Niega Kangetsu ser un artista en una sociedad en la que esto se considera ofensivo? ¿Era un delito andar tras un violín en una sociedad en la que semejante inclinación era considerada poco menos que un crimen?

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