Soy un gato (65 page)

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Authors: Natsume Soseki

BOOK: Soy un gato
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—Pues te responderé con algo tan simple y efectivo como esto. Te bloquearé el paso «como una espada blandiendo afilada contra el cielo».
[105]

—Espera un momento viejo amigo. Si haces eso me hundes. En serio, no tiene gracia.

—Ya te advertí que no hicieras ese movimiento.

—Te ofrezco mis más sinceras disculpas. Tenías razón, volveré atrás. Te pido que quites de ahí tu blanca.

—¿Cómo? ¿Es que acaso ése es otro de esos movimientos que aprendiste de no sé qué maestro?

—Y de paso, también puedes quitar esa otra de al lado.

—¡Tienes más cara que espalda!

—¿No pensarás que estoy haciendo trampas? Vamos, Dokusen, ¿qué importancia tienen una o dos fichas? Estamos entre amigos. No seas tan estricto. Sé buen chico y quita esas dos piezas de en medio. Será una fruslería para un espíritu elevado y noble como el tuyo, pero para mí es cuestión de vida o muerte. Estoy en uno de esos momentos de crisis suprema, como cuando en el teatro kabuki uno de los personajes sale tambaleándose y dice a gritos: «Un momento, no lo hagas».
[106]

—No veo el parecido por ninguna parte.

—Me da igual si lo ves o no. Sólo se un buen amigo y quita esas piezas de ahí.

—Es la sexta vez que me lo pides.

—¡Qué memoria tienes! La próxima vez que juguemos te lo pediré doce veces. En cualquier caso, ahora te estoy pidiendo que quites de en medio dos miserables piedras. ¡Debo dedique te estás poniendo un poco terco! Creía que con todos los años que llevas dedicándote a la contemplación, habrías aprendido a ser algo más compasivo.

—Pero si muevo esas fichas, perderé.

—Creo que te he escuchado decir hace medio minuto que no te preocupabas por cosas tan mundanas como perder o ganar.

—Desde luego que no me preocupa perder, pero tampoco quiero que ganes tú.

—Dokusen, he de decir que me confunde lo sofisticado de tu iluminación espiritual. Parece que, finalmente, «el viento de la primavera ha partido la espada».

—Lo has dicho mal. Es «la espada brillante parte el viento de la primavera».

—¡Ah sí! Es verdad. Un error inocente, pero a mí me parece que mi versión suena mejor que la tuya. En fin, dejémoslo pasar. «Eso pasó» dijo el poeta, «así que esto pasará también.» Según parece, estás muy lúcido y ya ni te confundes. En fin, qué se le va a hacer. Paciencia.

—Como aprendimos de los patriarcas, «vida y muerte, eso es lo más importante. Todo es inconstante». Yo creo que ya estás vencido. Deberías aceptar tu derrota y dejarte de tonterías.

—Amén —dijo Meitei, y retiró una ficha del tablero.

Mientras Dokusen y Meitei se disputaban encarnizadamente la victoria delante del
tokonoma
, Kangestsu y Toito permanecían el uno junto al otro sentados a la entrada de la alcoba. El maestro, con su cara cetrina y amarillenta, estaba sentado en medio. Justo enfrente de Kangetsu, alineados en el suelo de
tatami
, había tres atunes secos. Un espectáculo extraordinario. Éste los había traído envueltos en su kimono. Kangetsu y el maestro se miraban con una mezcla de repulsión y curiosidad, hasta que Kangestsu finalmente abrió la boca y declaró:

—De hecho, volví a Tokio hace ya unos cuantos días, pero he estado ocupado con esto y lo otro, y por eso no he podido venir a visitarle hasta ahora...

—No había ninguna prisa —dijo el maestro con su habitual falta de tacto social.

—No la había, cierto, pero quería venir lo antes posible, para darle estos pescados.

—Pero están bien secos, ¿no?

—¡Por supuesto! El atún desecado es nuestra especialidad.

—¿Vuestra especialidad? Aquí en Tokio también puede encontrarse un excelente atún seco. —Entonces cogió el trozo más grande y lo olió.

—No se puede juzgar la calidad de este pescado por el olor.

—¿Son tan especiales quizás porque son mucho más grandes? —preguntó el maestro

—Coma un poco y verá.

—Desde luego, pero a este de aquí parece que le falta un trozo.

—Precisamente por eso me he dado tanta prisa en traérselo.

—No entiendo.

—Bueno. Lo estaban mordisqueando los ratones.

—¡Pero eso es tremendamente peligroso! Si no se tiene uno cuidado, se puede coger la peste.

—No se preocupe. Esas mordeduras tan insignificantes no constituyen un riesgo, créame.

—¿Pero cómo es posible que lo mordieran los ratones?

—Fue en el barco.

—¿Barco? ¿Qué barco?

—El que cogí para venir desde mi pueblo. No sabía dónde guardarlos, así que los escondí en la funda de mi violín. Fue ahí donde se produjo el ataque. Sinceramente, me habría dado igual si los ratones se hubieran comido el atún entero, pero lo malo es que también se dedicaron a mordisquear el instrumento.

—¡Qué animales más repugnantes! Quizás la vida en el mar les ha cambiado el gusto por las cosas con toda esa sal, ya sabes. Será la aspereza del alma marina...

El maestro miraba con avidez el regalo de Kangetsu.

—Está en la naturaleza de los ratones comer todo lo que caiga en su radio de acción sin discriminar nada en absoluto —señaló Kangetsu—. Incluso en mi habitación de Tokio, solía sufrir ataques nocturnos inesperados, así que me llevé los atunes a la cama y me pasé toda la noche sin pegar ojo.

—¡Qué asco! Seguro que es malo para la salud.

—Sí, puede que lleve razón. Quizás sea mejor que los lave antes de hincarles el diente.

—Dudo que con sólo lavarlos se limpien debidamente.

—Debería lavarlos con jabón y luego, para que recuperen un poco el color, aclararlos bien y secarlos.

—Y aparte de dormir con el atún mordisqueado, ¿también te llevaste a la cama el violín?

—Bueno. Es demasiado grande para dormir con él y...

En ese momento la conversación se interrumpió. Una voz atronadora llegaba desde la habitación de al lado. Era Meitei, que preguntaba:

—¿Quieres decir que te fuiste a la cama con un violín? ¡Qué romántico! Eso me recuerda este poemita antiguo:

 

La primavera pasa. Los brazos pueden sentir

el peso del laúd

haciéndose real.

 

»Por supuesto, se trata de un haiku de lo más anticuado. Si un joven de hoy en día se propusiera hacer algo así, tan a la antigua usanza, no le quedaría más remedio que irse a dormir con su violín. Toito, escucha esto, a ver que te parece está moderna variación sobre el mismo tema:

 

Bajo esta acolchada manta,

calor en la piel,

toda la noche seguro, los trastes libres de preocupación,

mi amado violín.

 

»Por supuesto que el violín no tiene trastes, pero qué más da. Uno no puede preocuparse por esos insignificantes detalles cuando se trata de escribir poesía moderna.

Toito, por su carácter, tenía tendencia a tomárselo todo demasiado en serio, y no se adaptaba a las frivolas maneras de Meitei. Contestó:

—Me temo que la poesía moderna, al contrario de lo que sucede con los
haikus
clásicos, no se puede improvisar. Necesita una mayor reflexión, un sentimiento más profundo, y también una fabricación más compleja. Pero una vez se ha compuesto adecuadamente, su tono exquisito extraído de su más íntimo espíritu, es capaz de conmover el alma más cerril.

—¿En serio? Bueno, a mí no me ha pasado nunca. Yo siempre he pensado que sólo el incienso adecuadamente quemado durante el Día de los Difuntos es capaz de traer las almas de vuelta a la tierra. ¿De verdad piensas que la poesía moderna es igual de eficaz? —preguntó Meitei mientras descuidaba su juego y se concentraba en tomar el pelo a Toito.

—Si sigues diciendo bobadas lo único que vas a conseguir es volver a perder —dijo el maestro.

—Me da igual ganar o perder, aunque aquí mi compañero está atascado como un pulpo en una cazuela. Como es tan aburrido esperar a que se decida a mover ficha, pues me he unido a vuestra apasionante conversación.

Dokusen se ofendió y replicó:

—¡Por Dios, Meitei! A quien le toca mover ahora es a ti. Soy yo el que estaba esperando.

—¿Ah, sí? Conque ya has movido...

—Por supuesto, hace años.

—¿Dónde?

—He movido la blanca así, en diagonal.

—Así que...

 

diagonal y blanca su

mano se extiende

y el desastre concluye.

 

»Bueno en ese caso mi siguiente movimiento debería ser... veamos. No sé qué voy a hacer, pero será definitivo:

 

Mientras esto decía, planeo aquello, planeo lo otro,

la luz del día se oscureció

y comenzó la noche.

 

»Una cosa te diré. Dada mi extrema amabilidad, te permitiré hacer un movimiento más. Planta la ficha donde quieras.

—Pero así no se juega al go...

—¿Acaso rechazas mi generosidad? Entonces no me dejas más opción que... Supongamos que muevo ficha aquí abajo, en estas regiones tan inhóspitas, justo ahí, en la esquina. Oye, Kangetsu, tu violín no será muy bueno cuando ni los ratones lo quieren. ¿Por qué no te compras uno mejor? ¿Quieres que te consiga uno de esos modelos italianos que se construyeron hace trescientos años?

—Nunca podría agradecértelo lo suficiente. Especialmente si te haces cargo tú de la factura.

—¿Cómo va a funcionar aún un cacharro tan antiguo? —La ignorancia supina del maestro no bastaba para que mantuviera cerrada la boca.

—Yo creo, Kushami, que estás comparando los violines viejos con las personas viejas. No son la misma cosa, me temo. Incluso entre los hombres, algunos de los más antiguos ganan con la edad. Mira al señor Kaneda. Cuando se trata de los violines sucede lo mismo que con él: cuanto más viejo, más valioso. .. Es tu turno, Dokusen. No quiero ser un charlatán, pero con gusto te hablaría del pensamiento de Keimasa
[107]
sobre el teatro
kabuki
, cuando dice: «El sol de otoño se pone pronto».

—Me resulta imposible jugar al go con alguien como tú. No puedo pensar con calma ni un momento, pero si insistes en seguir jugando así de alocadamente, qué le voy a hacer. Muevo ésta aquí.

—¡Qué lástima! Al final has logrado escaparte. Esperaba que no hicieras ese movimiento. Ya ves, llevo un rato intentando distraerte. Pero veo que al final todo ha sido en vano.

—Es natural. Algunos nos concentramos en el juego, no como tú, que te dedicas a la charla.

—Señor, yo nunca charlo. Puede que preste menos atención a este juego que a jugar con los hombres, pero ésas son precisamente las enseñanzas de la Escuela de Hom'imbo, de la Escuela Kaneda y de la Escuela de los Modernos Caballeros. Por cierto, ¿te acuerdas, Kushami, de los nabos en salmuera que Dokusen se comió en Kamakura? Parece que le hicieron bien. Sigue sin tener ni idea de cómo jugar al go, pero al menos le han aportado cierta tranquilidad. Me quito el sombrero ante tu imperturbabilidad y tus nervios de acero.

—Si tanto le admiras —dijo el maestro—, ¿por qué no te esfuerzas en imitar su buen sentido?

Meitei, cosa extraña, no dijo nada y se limitó a sacar una enorme y roja lengua. Dokusen, por su parte, al margen de los comentarios, intentó de nuevo llamar la atención de Meitei sobre el juego:

—Te toca.

Cuando Meitei guardó su lengua y volvió a dedicar su atención al tablero, Toito se giró hacia Kangetsu y le preguntó:

—Dime, ¿cuándo empezaste a tocar el violín? Me gustaría mucho aprender, pero me parece un arte muy complicado.

—Cualquiera puede aprender a tocar.

—Siempre he creído que las personas dotadas para el arte, o con aptitudes para la poesía, tienen más facilidad para iniciarse en la música. ¿Crees que eso es cierto?

—Puede ser. Estoy seguro de que lo harías bien.

—¿Cuándo empezaste tú a tocar?

—En el instituto. ¿Nunca les he contado la historia? —preguntó dirigiéndose al maestro.

—No.

—Quizás tuviste un profesor que te animó a ello —dijo Toito.

—No. Ni profesor ni nada. Aprendí yo solo.

—Pues entonces eres un genio.

—Que sea autodidacta no significa necesariamente que sea un genio —replicó Kangetsu un poco enfadado. Kangetsu era la única persona que yo conocía que se enfadaba cuando le llamaban genio.

—Eso da igual. Dinos cómo aprendiste. Nos será muy útil.

—Y contarlo me haría muy feliz a mí. Señor, ¿me da usted su permiso para hacerlo? —preguntó al maestro.

—Por supuesto, adelante.

—En nuestros días, se ven por la calle muchos jóvenes con sus flamantes violines colgados al hombro. Pero en mis tiempos de estudiante no había un solo instituto en el que se enseñase a tocar instrumentos occidentales. En el caso concreto de mi instituto, estaba en un pequeño pueblo, y allí éramos tan simples que ni siquiera aprendíamos a tocar instrumentos tradicionales.

—Parece una historia interesante —apuntó Meitei—. Dokusen, dejemos el juego y unámonos a la charla.

—Pero si aún no hemos acabado...

—Olvídalo. Date por vencedor.

—¡Pero no puedo aceptar eso!

—¡Qué meticuloso eres, por Dios! A pesar estar tan versado en las enseñanzas Zen, para mí que eres un poquito insensible. De acuerdo, entonces. Esto lo acabaremos en un abrir y cerrar de ojos. —Y dirigiéndose a Kangetsu, le dijo—: Amigo mío, estoy fascinado con esa historia que nos cuentas de tu escuela. ¿Era una de esas en las que se dice que todo el mundo iba descalzo?

—Efectivamente, eso suele decirse. Pero todo eran patrañas. A la gente le encanta inventarse batallitas.

—Pero yo he oído que ibais descalzos y que de tanto andar de acá para allá se os encallecía la planta de los pies.

—¡Tonterías! ¿Quién te ha contado semejantes majaderías?

—Eso no viene al caso. Pero la misma persona me contó que cada estudiante llevaba colgada del cinturón una enorme bola de arroz, como las naranjas chinas, para así poder almorzar cuando le apeteciese. No me digas que eso también es falso... También me dijeron que los estudiantes se afanaban en mordisquear el arroz de sus
oniguiris
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que estaba completamente soso, hasta encontrar la ciruela con sal que previamente habían escondido en su interior. Parece que los muchachos de entonces eran fuertes y vigorosos. ¿Qué te parece, Dokusen? Esas son las historias que a ti te gustan...

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