Authors: Natsume Soseki
—No sé si entiendo exactamente adonde quieres ir a parar, pero estoy muy de acuerdo con lo que dices de que en aquella época éramos bastante más austeros. La vida era más simple entonces...
—Y para rematar, también me han contado que erais tan simples que en la vida habíais oído hablar de esos ceniceros que se hacen cortando un tronco de bambú. Un amigo mío, que estuvo en una escuela así como profesor, intentó comprar una vez uno de esos ceniceros, uno tremendamente basto, además, hasta que el tendero le dijo que cualquiera podía irse al bosque y cortar uno él solito, así que no merecía la pena que ese objeto se vendiese siquiera. Si eso no es ser simple, que venga Dios y lo vea. De todos modos, mientras escuchaba el relato de tus años en el pueblo, me he quedado verdaderamente sorprendido. Es increíble que aprendieses a tocar el violín sin ayuda, y más en un lugar como ese. Hace más de dos mil años, en la época Han, el maravilloso e inigualable Qu Yuan
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escribía poemas sobre las maravillas de la vida al margen del mundanal ruido. ¿No crees, Kangetsu, que tú podrías ser el nuevo Qu Yuan?
—Eso no me gustaría nada en absoluto.
—Bueno, ¿qué te parece entonces ser el Werther de nuestros días? —Se volvió a su compañero de partida—. ¿Qué te crees que haces, Dokusen? ¿Quieres quitar de una vez las fichas y ponerte a contar? No te molestes. Está meridianamente claro que ya he perdido.
—Pero no se pueden dejar las cosas así en el aire. ¡Quiero saber con certeza cómo hemos quedado!
—Como quieras. Pon tú la puntuación. Pero haz el favor de contar por mí. No puedo permitirme el lujo de perder el tiempo con esas naderías tuyas cuando el Werther de nuestros tiempos está a punto de contar cómo aprendió a tocar el violín. Sería una ofensa a mis ancestros —dijo Meitei moviendo su cojín hasta colocarse justo al lado de Kangetsu. Dokusen se quedó donde estaba, y se dedicó a formar pequeños ejércitos con las fichas, como si las estuviera preparando para pasarlas revista. Kangetsu siguió con su historia:
—No sólo el pueblo era un lugar áspero y arisco. Sus habitantes eran peores aún. Creían que si alguien mostraba el más mínimo interés por las artes, eso era ya motivo suficiente para reírse de él por afeminado. Existía una persecución despiadada hacia cualquiera que mostrase un cierto refinamiento.
—Lamentable. Los estudiantes de la región natal de Kangetsu eran auténticos ejemplos de rudeza. Tengo entendido que solíais vestir con una simple hakama azul oscura. El color ya de por sí era bastante raro, pero el efecto era todavía más espeluznante cuando contrastaba con esa piel tan morena que teníais. Seguramente se debía al alto contenido en sal de la brisa marina. Por supuesto, no importa mucho que los hombres estuviérais así de morenos, pero si las mujeres estaban igual eso podría afectar a vuestros planes de matrimonio. —Como de costumbre, cada vez que Meitei se unía a una conversación, esta derivaba por vericuetos inesperados.
—Las mujeres eran igual de morenas que los hombres.
—¿Y aun así había mozalbetes que querían casarse con ellas?
—Pues, como todos éramos igual de morenos, nadie apreciaba la diferencia.
—Qué cosa tan horrible, ¿no, Kushami? Uno sólo puede sentir lástima por aquellas pobres muchachas...
—Si me estás preguntando mi opinión, te diré que para mí las mujeres, cuanto más morenas, mejor. Las mujeres de piel clara son todas unas presumidas, se pasan el día mirándose al espejo. Incorregibles como son, cualquier cosa que las haga sentirse poco orgullosas de sí mismas hace que pierdan totalmente el control.
—Pero si toda la población tuviera la piel morena, tanto más guapas serían las chicas cuanto más morenas —apuntó Toito.
—El mundo sería un lugar mejor si acabásemos con todas ellas... —resumió el maestro.
—Si vas por ahí soltando tales brutalidades, tu mujer se va a enfadar de lo lindo —le respondió Meitei entre risas.
—No temas.
—¿No está?
—Ha salido hace un rato con las niñas.
—Vaya. Ya me extrañaba que todo estuviera tan tranquilo. Ahora me lo explico. ¿Dónde ha ido?
—No tengo ni la más remota idea. Sale cuando le da la gana, y sin dar ninguna explicación.
—¿Y vuelve cuando quiere?
—Más o menos. No sabéis la suerte que tenéis de estar solteros. Os envidio desde lo más profundo de mi corazón.
Toito parecía un tanto incómodo, pero Kangetsu seguía riéndose con ganas.
—Todos los hombres casados acaban igual. ¿Y tú, Dokusen? ¿También te vuelve loco tu mujer? —intervino Meitei.
—¿Cómo? Espera un momento... Seis veces cuatro hacen veinticuatro, más una y una y una hacen veintisiete... Meitei, a la vista de los resultados podías haber jugado un poco mejor. Te he ganado con un margen de dieciocho fichas. ¿Qué me estabas diciendo?
—Te preguntaba si tu mujer también te vuelve loco.
—¿Bromeas? Mi mujer no me da problemas. Quizás sea porque me ama profundamente.
—¡Oh, vaya! Te pido perdón. Muy típico de ti.
—No sé que tiene de extraño. El mundo está lleno de mujeres que aman a sus maridos —saltó Kangetsu como si fuera el abogado defensor de la causa femenina.
—Kangetsu tiene razón —dijo Toito—. A mí me parece que sólo hay dos caminos para alcanzar la felicidad: uno, a través del arte, y otro, a través del amor. Entre todas las formas de amor, la que proporciona el matrimonio puede que sea la más noble. Quedarse soltero supone apartarse de los designios del Cielo. —Y luego se dirigió con toda seriedad a Meitei—: ¿Qué le parece a usted?
—Me parece que has metido el dedo en la llaga. Mucho me temo que este viejo licenciado jamás encontrará el camino de la felicidad matrimonial.
—Felicidad y matrimonio. Términos contradictorios. —Era la propia experiencia del maestro la que hablaba.
—Sea como fuere, nosotros, los jóvenes, jamás lograremos entender el sentido de la vida a menos que abramos nuestros corazones a la espiritualidad que nos proporcionan las artes —dijo Toito—
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. Esa es la razón por la que me gustaría aprender a tocar el violín. Pero sigamos escuchando a Kangetsu.
—¡Ah, sí! Es cierto —dijo Meitei—. Estábamos escuchando la historia nuestro joven violinista Werther. Adelante, prometo no interrumpirle más
Pero el espíritu de Meitei, como el de la monstruosa hidra, no era tan fácil de aplacar. Se le cortaba una de sus cabezas, e inmediatamente le nacían dos más en su lugar. Meitei se calló, pero fue Dokusen quien le tomó el relevo:
—Ningún hombre se ha convertido en mejor persona por el solo hecho de saber tocar el violín. Sería intolerable que las grandes verdades se pudieran alcanzar sólo mediante el mero disfrute. El que esté dispuesto a entrar en el fondo de las grandes verdades, tiene que estar dispuesto también a colgarse de un precipicio, arrojarse al vacío y morir para resucitar a la vida. —dijo Dokusen intentando rebatir pomposamente el materialismo de Toito.
—¿De verdad? —dijo éste—. Puede que tenga razón, pero yo sigo convencido de que el arte es la expresión de las más excelsas aspiraciones humanas, y nada ni nadie me va a convencer de lo contrario.
—¡Bien dicho! —exclamó Kangetsu—. Será un placer compartir mis experiencias con un alma gemela. Como iba diciendo, me topé con enormes dificultades antes de poder empezar a pensar siquiera en tocar el violín. No se puede ni imaginar, Kushami, los sufrimientos por los que tuve que pasar simplemente para conseguir uno.
—Me imagino que en un sitio como ese, en el que incluso los niños tenían que ir descalzos, no sería nada fácil encontrar una tienda de violines.
—Pues sí que había una, e incluso había ahorrado el dinero suficiente para comprarme un buen instrumento. Pero no era tan sencillo...
—¿Por qué no?
—Sabía que si se me ocurría comprármelo, como el pueblo era tan pequeño y tan atrasado, la gente me haría la vida imposible. Se lo aseguro, lo habría pasado fatal.
—Los genios siempre han sufrido persecuciones —señaló Toito, con evidente simpatía por Kangetsu.
—Ya estamos otra vez. ¡Deja ya de llamarme genio! Me avergüenzas... En cualquier caso, todos los días pasaba por delante de la tienda y me decía a mí mismo: «Cómo deseo tener uno de esos violines».
—Es muy comprensible —dijo Meitei.
—¿No es extraño que a un chaval que andaba por ahí descalzo o con unas simples alpargatas de madera, se le cayese la baba por un violín? —dijo el maestro con toda la inquina de la que era capaz.
—Lo que yo decía. Babear es un síntoma de genialidad.
Sólo Dokusen permanecía ajeno a la conversación, y observaba a sus compañeros atusándose su barba de chivo.
—Quizás os preguntéis cómo es posible que hubiera violines disponibles en semejante villorrio, pero la explicación es bien sencilla. Había una escuela de chicas en las cercanías, y como las clases de violín eran obligatorias, los comerciantes pronto se dieron cuenta de las posibilidades de un mercado floreciente como aquél. Por supuesto, los violines eran de muy mala calidad, mucho más rústicos que los violines que uno puede encontrar hoy en día en Tokio, y además, los tenderos los trataban sin ningún cuidado. De hecho, los tenían colgados de unos ganchos, como si fueran jamones. En ocasiones pasaba por la puerta, y podía escuchar sus cuerdas silbando al viento o los golpes ocasionales que les daba el muchacho de la tienda. Ese simple sonido me producía tal emoción que parecía como si el corazón se me fuera a salir del pecho.
—Eso suena peligroso... Sabréis que existen muchas variedades de epilepsia, como la que produce la aversión al agua o a las multitudes, pero ésta del joven Werther, propiciada por las cuerdas de los violines, es única en su género —dijo Meitei, que no perdía nunca la oportunidad de decir una estupidez.
A Toito no pareció sentarle demasiado bien el comentario de Meitei y se apresuró a añadir:
—Nadie puede llegar a ser un verdadero artista a menos que tenga una sensibilidad como la de Kangetsu. Repito, este hombre es un genio.
Kangetsu parecía cansado de tener que llevar encima aquella pesada carga de la genialidad.
—No, no... Puede que haya una gran variedad de ataques epilépticos, pero aquello no era una enfermedad. Lo único que ocurría era que sentía una gran emoción al ver aquellos violines. Desde entonces, he tocado mucho, y he asistido a muchos conciertos, pero nunca, jamás, ha habido nada que haya vuelto a producir en mí la emoción de aquella música casual. No hay palabras para describir la magia de aquellos compases, mecidos por el viento...
Nadie hizo el más mínimo caso a Dokusen cuando salió inesperadamente de su ensimismamiento y recitó un oscuro párrafo taoísta: «Melodía de perlas que roza la superficie metálica de una espada». Siento mucho por él y por el pobre Chuang Tzu,
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el autor, que sus palabras cayeran en saco roto.
—Día tras día durante meses pasaba por delante de la tienda, pero sólo tres veces, tres maravillosas veces, me fue dado escuchar aquel maravilloso sonido, dictado por los ángeles. A la tercera, me decidí a entrar y a comprarme el violín pasara lo que pasara. Ni el rechazo de mis vecinos del barrio, ni las burlas de los estudiantes de otras prefecturas, ni las bromas de mis propios compañeros, ni siquiera la posibilidad real de que me expulsaran de la escuela, me iban a hacer cambiar de opinión. Mi única opción era satisfacer mi ansia de tener aquel instrumento celestial. Y así fue como al final acabé comprándomelo.
—Lo que digo: eso sólo lo haría un genio. Esa manera de conducirse, esa concentración total en la satisfacción de una necesidad... Kangetsu, cómo te envidio. He intentando experimentar con esa vehemencia cosas similares a lo largo de mi vida y siempre ha sido en vano. He asistido a conciertos, he tratado de educar mi oído hasta tal extremo que ha llegado incluso a dolerme, pero nunca he obtenido ningún resultado —dijo Toito con una mezcla sincera de tristeza y envidia.
—Pues siéntete afortunado. Es sólo ahora cuando puedo hablar de esta experiencia con calma. Pero entonces la vivía como una pura agonía. Aunque al menos, finalmente me decidí y compre el violín.
—¿Cómo fue?
—Fue el día del cumpleaños del Emperador, en noviembre. Todos mis compañeros de escuela se habían marchado al onsen para pasar la noche. Yo les dije que estaba enfermo y ese día no fui al colegio. Me quedé en cama con un solo pensamiento en mente: aquella tarde iría a comprar el violín.
—¿Así que fingiste que estabas enfermo?
—Efectivamente.
—¡Pero qué talento! —dijo Meitei—. Quizás sea cierto lo que dice Toito, y resulta que eres un verdadero genio.
—Y allí estaba yo, tumbado con la cabeza fuera de las mantas mientras esperaba que se hiciera de noche. La impaciencia me comía. Para tranquilizarme un poco me metí debajo de las mantas e intenté conciliar un sueño que no llegaba. Desesperado, volví a sacar la cabeza sólo para comprobar que el sol de otoño continuaba radiante en lo alto del cielo. En ese momento vi una sombra que se movía al viento.
—¿Y qué era?
—Eran unos caquis pelados que mi madre había puesto a secar en una cuerda colgada del tejado, como si fueran si fueran judías de soja en ristre.
—¿Y qué pasó después?
—Como no tenía nada que hacer, salté de la cama, abrí la puerta corredera y salí a la galería. Cogí unos de los caquis y me lo comí.
—¿Estaba bueno? —preguntó el maestro.
—Buenísimo. Los caquis de mi pueblo no tienen nada que ver con los de Tokio.
—Venga, pasa de los caquis. ¿Qué hiciste después? —En esta ocasión era Toito quien exigía una explicación.
—Me volví a meter en la cama, cerré los ojos y me puse a rezar a todos los dioses y a todos los budas para que anocheciera lo más rápidamente posible. Debieron de pasar por lo menos tres o cuatro horas, pero cuando saqué la cabeza de nuevo, el sol del otoño seguía iluminándolo todo y la sombra de los caquis continuaba en el mismo sitio.
—Eso ya lo hemos oído antes.
—La misma secuencia se repitió una y otra vez. Me levantaba de la cama, abría la ventana, me comía un caqui, me volvía a acostar y me ponía a rezar para que anocheciera lo antes posible.
—No estamos progresando mucho con la historia del violín.
—No me metan prisa. Escuchen con calma, por favor. Volví a meterme otra vez en la cama durante al menos tres o cuatro horas, para sacar de nuevo la cabeza y comprobar que todo seguía exactamente igual que antes.