Sombras de Plata (27 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

BOOK: Sombras de Plata
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No existía ningún paso visible, ninguna puerta mágica; en un instante, estaban en Tethir, al instante siguiente, ya no.

Aunque el trayecto había sido plácido, sin interrupciones, no cabía duda de que había ocurrido un cambio. Ella y Ganamede estaban todavía en el bosque, pero en uno muy diferente del sombreado, frío y exuberante paisaje de Tethir. Los árboles eran más altos, más majestuosos, y no se parecían a nada de lo que Arilyn había visto con anterioridad. El aire era más cálido, más vivido. Pero el cambio más evidente era que la incipiente noche había sido sustituida por las doradas sombras del atardecer. Era el momento del día que más apreciaba Arilyn, el ocaso de un perfecto día de primavera cuya belleza quitaba el aliento, un momento que era casi el crepúsculo, pero todavía no.

Casi el crepúsculo.

De repente comprendió Arilyn por qué Ganamede había insistido en que se montase en su lomo: ningún mortal podía llegar a esos reinos de fábula sin ayuda. Descendió del lythari y se puso lentamente de pie.

—Faerie —musitó, mentando el territorio que, según la leyenda, constituía el hogar natal de los elfos, una tierra abandonada en los inicios de la memoria. Según el mito elfo, Faerie era un lugar de increíble belleza que duraba un solo día, pero un día prácticamente inconmensurable. Algunos elfos, conscientes de que al final aquel día acabaría, se habían aventurado fuera de Faerie hacia otros mundos con la esperanza de encontrar un modo de escapar a la noche inminente. O eso decía la leyenda. Arilyn siempre había supuesto que Faerie era una alegoría, y no un lugar real. Cogió el rostro de Ganamede entre sus manos y repitió la palabra, pero esta vez en tono interrogativo.

La forma lobuna del lythari parpadeó y dio paso a su forma de elfo. Sonrió ante el estupor de su amiga y la contempló con indulgencia.

—¿Faerie? Bueno, no exactamente. Éste es un lugar ubicado entre mundos..., muy adecuado para gente como tú y como yo, que no pertenecemos por entero ni a un mundo ni al otro. Pero ven conmigo..., dijiste que querías conocer a los demás.

Demasiado perpleja para formular la multitud de preguntas que se agolpaban en su mente, Arilyn siguió a Ganamede, que se dirigía guiado por el sonido de una cascada de agua. Allí, junto a un salto de agua, en un claro de color verde esmeralda habían construido su hogar los lytharis.

Tras echar un vistazo, Arilyn comprendió que su propósito era fútil. No podía pensar en nada que impulsara a los lytharis a entrar en el conflicto de la guerra. La paz y la belleza que destilaba aquel lugar hacían que sólo pensar en ello significara una impronunciable obscenidad, como también lo parecía la idea de interrumpir la serenidad y el gozo de aquellos seres mágicos.

Varios adultos en forma de elfos danzaban al son de la música rítmica de una flauta de hueso tan delicada que parecía esculpida en luz de luna y que tocaba una lythari. Dos elfos más se daban un baño en las turbulentas aguas de la cascada mientras se reían al contemplar las travesuras de un trío de lobeznos que trastabillaban y jugaban en un rincón del estanque.

Una sonrisa involuntaria asomó a los labios de Arilyn. Así era como había visto por primera vez a Ganamede..., aunque entonces no parecía tan despreocupado ni divertido.

El joven lythari se había aventurado al mundo exterior demasiado joven y había caído en una trampa. Arilyn también era una chiquilla en aquella época, demasiado tozuda para hacer caso de aquellos que le aconsejaban que no se aventurara sola en las colinas del Manto Gris que rodeaban Evereska, demasiado joven para estar encantada con la idea de quedarse con un lobezno como mascota. Pero su madre, Z'beryl, tenía otros planes, y al día siguiente envió un mensaje a la tribu de lytharis, aunque Arilyn nunca supo cómo lo había hecho, y un macho serio y de cabellos pálidos vino a llevarse al travieso lobezno. No obstante, el joven lythari tenía un carácter contestatario como la propia Arilyn y en muchas ocasiones, durante los años sucesivos, se había escabullido para ir a ver a su compañera de juegos semielfa. Antes de que Arilyn abandonara Evereska tras la muerte de su madre, Ganamede le había dado un silbato y le había dicho dónde se encontraban las «puertas de paso» en las que podría encontrarlo. Sólo ahora comprendía Arilyn lo que aquello significaba. Aunque sólo había una puerta que conducía a la guarida de los lytharis, podían emerger a voluntad en Tethir o en Siempre Unidos o en Cormanthor. Pero ¿por qué iba a elegir hacerlo más que para cazar?

—Los lytharis no vendrán —comentó Arilyn con voz suave.

—No —corroboró Ganamede—, pero tenía que enseñártelo porque si no, no habrías entendido por qué.

La cogió del brazo y la apartó del apacible prado.

—Pero yo mismo te llevaré al asentamiento más cercano de elfos verdes, un lugar conocido con el nombre de Árboles Altos. Queda a un día de viaje hacia el norte, pero puedo conducirte allí en cuestión de horas. Desearía poder hacer más por ti.

A pesar de la decepción que sentía, Arilyn no pudo evitar sonreír al pensar en el impacto que causaría la aparición de Ganamede.

—Es más ayuda de la que crees —respondió en tono irónico—. Si una entrada como
ésa
no impresiona al Pueblo del bosque, será mejor que dé media vuelta y regrese a casa.

El palacio del bajá Balik era sin lugar a dudas el edificio más grande e impresionante de todo Espolón de Zazes. En su centro había un palacio de verano construido por Alejandro III que, de forma curiosa, había escapado prácticamente ileso a la destrucción de la familia real y a la consiguiente demolición de la mayoría de las propiedades reales. Cuando Balik se hizo con el poder, se había instalado en él, había comprado los terrenos de alrededor y ampliado el recinto original hasta convertirlo en un enorme complejo de mármol rodeado por jardines de gran espectacularidad.

Una de las estancias añadidas a la estructura original era una sala adecuada para celebrar consejos de estado. Allí se reunía el Consejo de Señores, una docena de hombres y mujeres de la nobleza, para atender casos importantes, debatir de política y tomar decisiones que luego afectaban a todos los habitantes de Espolón de Zazes. O al menos, ése había sido el propósito original del Consejo, un consejo inspirado en el grupo de Señores que gobernaban en Aguas Profundas, y que se había creado poco después de la caída de la casa real. Aunque el propósito era que fuera el órgano dirigente, la mayoría de sus miembros contemplaba sus asientos como una forma de ascender para conseguir mayor poder. Sin embargo, en los últimos años el Consejo había hecho poco más que ejecutar la voluntad del bajá.

Balik era un hombre vanidoso que se permitía a sí mismo ser seducido por la idea de su propia importancia. Cada vez se había tornado más sordo a las voces que le advertían de la existencia de una coalición de hombres del sur, partidarios de la familia real y mercaderes que lo habían ayudado a conseguir el poder. Últimamente no tenía oídos más que para sus propias inclinaciones.

Aquel día, sin embargo, el bajá Balik parecía inusualmente dispuesto a escuchar consejos.

—Todos vosotros estáis informados de la creciente amenaza del pueblo elfo — empezó—. Caravanas saqueadas, mercancías perdidas, granjas y puestos comerciales atacados. Dejaremos de lado todos los demás asuntos y consideraremos cuál es el mejor modo de solucionar este problema.

Lord Faunce, uno de los pocos nobles presentes que de verdad había heredado su título, se puso de pie para hablar.

—¿Qué dicen los elfos de todo este asunto?

—Eso sólo os lo podrán decir los dioses. El Consejo Elfo ha sido destruido y su asentamiento, reducido a cenizas —intervino Zongular, un sacerdote de Ilmater, transmitiendo las calamitosas noticias con lúgubre complacencia.

Lord Hhune, el jefe de cofradía, se levantó.

—Señores, ¿debo acaso recordaros que en una época menos ilustrada se hizo un esfuerzo para sacar a los elfos de ese territorio? Se ocuparon sus tierras, muchos de ellos fueron asesinados y varios se sumergieron en las profundidades del bosque. Voto por que tengamos paciencia y os insto a resistir —concluyó, apasionadamente—. Como mínimo, esperemos a examinar los informes contra los elfos y veamos si quizá se han inflado al pasar de boca en boca. Actuar con demasiada rapidez podría resultar una pérdida de hombres y seguramente la muerte de muchos elfos inocentes.

Unos pocos nobles intercambiaron miradas de interrogación. Hhune era bastante joven en aquella «época menos ilustrada» de la que hablaba, pero pocos de los presentes dudaban que habría sido el menos reticente a poner en práctica los deseos de su rey para exterminar a los elfos de Tethyr. Sin embargo, los vientos de la fortuna eran siempre cambiantes y pocos entre ellos podían equipararse en habilidad a Hhune en cuanto a girar como una veleta según soplaban las tendencias sociales. Además, la mayoría lo admiraba por ello.

Aun así, la marquesa D'Morreto no pudo resistirse a intervenir.

—Los elfos tienen mucha memoria. Es posible que actúen como venganza por la maldad que se cometió con ellos —sugirió.

—¡Ni siquiera sabemos con certeza que los elfos sean en verdad responsables! —atronó Hhune.

—Si no son ellos, ¿quién lo ha hecho? ¿Y por qué acusar en falso al pueblo elfo de Tethir? —preguntó lord Faunce.

—Eso es precisamente lo que intento averiguar —replicó lord Hhune con voz sombría—. Aprenderé lo que sea necesario de este asunto y os transmitiré la información. —Se detuvo para dar mayor énfasis a sus siguientes palabras—. Hay personas en estas tierras que pueden encontrar las respuestas a todas las preguntas. Os pido sólo indulgencia en cuanto al tiempo.

El Consejo consideró sus palabras en silencio. Todos sabían que Hhune se refería a la organización secreta y temida de los Caballeros del Escudo, pues la mayoría sospechaba que tenía relación con aquel grupo clandestino. Fuera cual fuese la verdad, se sentían agradecidos por poder dejar ese conflictivo asunto en sus manos. Tal como había señalado la marquesa, ninguno entre todos ellos tenía tanta carne en el asador como Hhune en ese asunto.

Afortunadamente para lord Hhune, ninguno entre ellos comprendía con exactitud qué planeaba hacer o qué arriesgaba.

Nadie salvo su guardaespaldas..., un hombre alto de pecho fornido, barba negra, fríos ojos grises y una cicatriz en forma de flor en la mejilla. Mientras ese hombre escuchaba el discurso apasionado de Hhune, se pasó una mano por la barba para ocultar una mueca... o tal vez una sonrisa.

12

Era difícil sorprender a un elfo en cualquier momento, y casi imposible pillar desprevenido a un elfo verde en su propia fortaleza arbórea. Sin embargo, los lytharis recibían también el nombre de «sombras de plata» y no sin motivo. Amparado en su forma lobuna, Ganamede se movía con tanta rapidez y silencio como el viento..., ni siquiera las hojas crujían a su paso. Y Arilyn, que cabalgaba a horcajadas sobre su lomo con los brazos entrelazados con firmeza alrededor de su grueso cuello plateado, creyó saber por qué eso era una realidad: los lytharis caminaban entre dos mundos, incluso cuando sus pies se aposentaban sobre el sólido terreno de Toril.

Alcanzaron los límites del asentamiento de Árboles Altos a última hora de aquel día y no tuvieron dificultad alguna para saltarse las protecciones que envolvían al pueblo elfo. Ganamede le había contado que el bosque tenía extrañas propiedades mágicas que distorsionaban los sentidos de los extraños. Arilyn podía mantener el rumbo con tanta seguridad como cualquier guardabosques, pero incluso ella se sintió extrañamente desorientada a medida que se acercaban a la aldea escondida.

No era ésa la única barrera mágica que había. Dríadas gemelas, hermosas criaturas silvestres que no eran ni humanas ni elfas, los controlaban desde detrás de unas hayas. Cualquier macho que osara deambular cerca de esa guarida tendría la imagen de hermosas y maravillosas dríadas riéndose mientras se tapaban con manos blancas como último recuerdo de esa parte del bosque de Tethir. El hombre que caía bajo el embrujo de una dríada solía despertarse, confuso y completamente perdido, bajo algún árbol que no le resultaba familiar. Cuando por fin conseguía regresar a algún territorio conocido, siempre descubría que había transcurrido más de un año sin que lo sucedido en ese período hubiese dejado ninguna huella en su memoria. Las dríadas tejían una tela de araña muy fina, aunque muy poderosa.

Más allá del bosque de las dríadas, ni siquiera el silencioso Ganamede podía evitar ser detectado. Guerreros elfos de aguzada vista custodiaban los alrededores del bosque y otros centinelas, los pájaros y ardillas que parloteaban y poblaban los árboles, transmitían señales de aviso que eran captadas y tenidas en cuenta por los habitantes elfos. Arilyn percibió los cambios sutiles en el canto de los pájaros silvestres que sin duda anunciaban su llegada.

—Saben que estamos aquí. Podrías bajarme —comentó, y el lythari se detuvo. Arilyn bajó de su lomo y se puso de pie, antes de recomponerse la cota de malla, ajustarse el cinturón y alzar los hombros para enfrentarse a la prueba que tenía ante ella.

Alzando la barbilla para asemejar una orgullosa cortesana elfa, Arilyn situó una mano en el pálido lomo plateado del lythari.

—Vamos —murmuró—. Todo irá bien, pero si las cosas se ponen hostiles, te quiero fuera de aquí con la rapidez con que huiría una pulga de un tritón en llamas.

Ganamede le dirigió una mirada de exasperación y en sus ojos azules quedaba patente lo que pensaba de la figura que había elegido para expresarse.

El rostro de Arilyn se iluminó con una maliciosa sonrisa, que consiguió disipar parte de la tensión.

—Qué oportuno por mi parte hablar de pulgas —musitó burlona—; casi tanto como mencionarle la acidez de estómago a un dragón.

—¿Te parece ya bastante? —inquirió el lythari—. ¿O prefieres ahondar en el insulto rascándome detrás de las orejas?

Los hombros de Arilyn se agitaron cuando soltó una risa breve y silenciosa.

—Quería decir lo que he dicho —repitió, súbitamente seria—. Vete a la mínima señal de peligro.

—¿Y tú?

—¿Qué? Si me abaten, intenta reclamar mi espada más adelante. Sé que esto es pedir mucho de ti, pero si tuvieras que pedir algo de los elfos del bosque, probablemente te lo darían. No te lo pediría, pero la mía es una hoja hereditaria y su magia perdurará siempre que sea necesario y haya un descendiente digno de empuñarla. En cuanto haya cumplido su cometido, se quedará adormecida.

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