Sombras de Plata (22 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

BOOK: Sombras de Plata
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Tras dejar la engorrosa falda que llevaba, así como una pequeña bolsa con monedas de plata, en el probador, Arilyn salió por detrás y descendió por la fuerte pendiente que desembocaba en la ribera del río, donde la estaba esperando una pequeña embarcación, prueba adicional de los discretos servicios que ofrecía Theresa.

La Arpista se sentó en la barca e hizo un gesto de asentimiento a los dos fornidos sirvientes que iban a los remos. Uno de ellos soltó la amarra que mantenía sujeto el bote a un poste anclado en la orilla; luego los dos se situaron junto a los remos y, con movimientos sincronizados, hicieron avanzar la embarcación por el agua.

Arilyn se sintió satisfecha al ver que los remeros demostraban una admirable falta de curiosidad. Apenas le dedicaron una ojeada, de tan concentrados como estaban en maniobrar a través del concurrido tráfico del río. Les costó gran pericia esquivar las barcas y barcazas, así como las embarcaciones pequeñas que atestaban las ajetreadas aguas, pero una vez hubieron sobrepasado la aglomeración y el trajín del mercado, los hombres adoptaron un ritmo rápido río arriba.

El Sulduskoon era el río más largo de Tethyr y cruzaba el territorio casi de parte a parte. Desde su origen al pie de las estribaciones de las montañas Copo de Nieve, el río viajaba casi ochocientos kilómetros antes de desembocar en el mar, pero no todos sus tramos eran navegables. En algunos puntos sus aguas eran turbulentas y rápidas, con pozas profundas en las que habitaban espíritus acuáticos y otras criaturas molestas, y en otros trechos había pasajes traicioneros, con el lecho cubierto de piedras, que hacían naufragar a tres de cada diez barcos que pasaban.

Pero en ese tramo el río era amplio y profundo, las aguas relativamente apacibles y la corriente no demasiado fuerte les permitía avanzar. Arilyn calculó que llegarían al desvío del río, donde les esperaba un segundo barco, al crepúsculo. Desde allí, viajaría por un amplio afluente que se ramificaba hacia el norte más allá de la Espiral de las Estrellas, más cerca de la parte de Tethyr que buscaba. En la parte más recóndita y meridional del bosque vivía un viejo amigo, y Arilyn confiaba en que su amistad y su habilidad para convencer a los suyos le sería de utilidad.

Por lo que sabía de las legendarias sombras de plata, suponía que no iba a ser tarea fácil.

Eileenalana bat K'theelee se desperezó y esbozó una mueca en su sueño cuando la primera flecha la alcanzó. La expresión era atemorizada, en el rostro de una joven dragona blanca, pero los sueños que la arropaban no eran del todo desagradables.

La amodorrada dragona soñaba con una ducha de granizo y con el placer que le proporcionaría volar alto entre las agitadas nubes de verano. Las tormentas de granizo eran inusuales en aquellos parajes, que en verdad resultaban demasiado calurosos para que un dragón blanco se sintiera a gusto, y en su sueño Eileen disfrutaba de gélidos vientos arremolinados y del tintineo de granizo apenas formado contra sus escamas.

De repente, un pedazo de hielo especialmente punzante le golpeó el cuello. Eileen volvió la cabeza y a través de la neblina de sopor que la embotaba llegó a dos conclusiones simultáneas y contradictorias: la tormenta no era más que una fantasía agradable y el golpeteo de las piedras de granizo parecía demasiado real.

En un intento por levantarse y contemplar mejor aquel rompecabezas, la joven dragona rodó sobre su estómago y desplegó la cola que tenía enroscada sobre su pila de tesoros. Era un pila pequeña, pero ¿qué más podía haber atesorado en un simple siglo de existencia? ¿Y qué oportunidades tenía ella, cuya vida se reducía a cortos períodos de actividad? El bosque de Tethir era frío, pero a duras penas podía proporcionar comodidad a un dragón de su clase y Eileen se pasaba la mayor parte del tiempo en su guarida, inmersa en un sueño aletargado.

No se atrevía a aventurarse en el exterior demasiado a menudo. Aunque medía casi nueve metros de largo y era prácticamente adulta, todavía había criaturas en el bosque que podían plantarle cara, y esos enemigos la encontraban con relativa facilidad porque la enorme talla de Eileen y sus relucientes escamas blancas no la ayudaban en absoluto a fundirse con el paisaje. A menos que el hambre la obligara a salir a cazar, permanecía en su caverna porque se sentía siempre en peligro salvo en aquellos pocos días en que el suelo del bosque se veía cubierto de nieve o cuando nubes de tormenta teñían de un pálido gris perla el cielo.

Si tenía todas esas cosas en cuenta, no era de extrañar que Eileen añorara el gélido Norland del que le habían hablado sus padres..., y al que habían regresado cuando ella apenas había salido del cascarón.

Eileen era entonces demasiado pequeña para mantener el ritmo de los dragones de mayor tamaño, pero se las había arreglado para volar desde su lugar de nacimiento en las frías cimas de las montañas Copo de Nieve hasta un lugar tan alejado como Tethir. Algún día, volaría hasta las lejanas tierras del norte junto con los demás dragones blancos del bosque que compartían su condición. ¡Un vuelo de dragones, y con ella de líder! ¡Qué glorioso! Todo lo que necesitaba era un golpe de viento frío y luego corrientes favorables...

Otro golpe fuerte y punzante volvió a centrar los pensamientos de Eileen en el presente. La dragona bostezó y se sentó sobre sus ancas traseras para considerar la situación. El aire era húmedo y bastante cálido, incluso en la caverna. Sí, estaba empezando el verano, un período más que razonable para que se sucediera una tormenta de granizo, pero estaba en su guarida, lo que significaba que era poco probable que se tratara de granizo.

La dragona llegó a aquella conclusión, no ya con palabras, sino con la percepción instintiva que, incluso las criaturas peor dotadas de la naturaleza, tenían de su entorno para poder sobrevivir. De todos los temibles dragones de Faerun, los blancos eran los más pequeños y los menos inteligentes. E incluso para la norma de su raza, Eileen no destacaba.

Balanceando a izquierda y derecha la cresta de su cabeza blanca, la dragona intentó localizar el origen de aquella molestia. La alcanzó otro pinchazo en el cuello, esta vez peligrosamente cerca de la base de una de sus curtidas alas, procedente del pasadizo que iba hacia el este.

Eileen atisbó por la oscuridad del túnel donde parecía haber una silueta envuelta en sombras. Podía distinguir una forma con dos piernas y un arco cargado en las manos, pero no podía discernir si el arquero era humano, o elfo, o algo más o menos similar, porque un tentador aroma de menta difuminaba su aroma.

La molesta criatura volvió a soltar otra flecha, que impactó de pleno en el hocico de la dragona y salió desviada sin penetrar en la armadura de escamas que le cubría el rostro. Aun así, ¡cómo
picaba
!

Durante un instante, la aturdida y bizca dragona se quedó mirando a la pareja de arqueros con forma humana que había invadido su guarida, pero después de sacudir violentamente la cabeza, las dos figuras se fundieron en una sola. De todas formas, ¡una era también multitud!

Eileen soltó un rugido de dolor y rabia, y se puso de pie de un brinco. El arquero dio media vuelta y echó a correr por el túnel, con la dragona en ardua persecución a su espalda.

Bueno, quizá no era una persecución demasiado ardua, porque la última siesta de la dragona había durado varias semanas y como tenía la costumbre de dormir de lado, con la dura mejilla apoyada en una escamosa pata, sentía una de las articulaciones entumecida. En consecuencia, lo que ella
pretendía
que fuera una embestida atemorizadora se había visto reducida a una carrera desigual, a trompicones, sobre tres patas.

Eileen se detuvo de repente y se sentó sobre los flancos traseros para levantar las dos patas delanteras y contemplárselas. Tras meditar un instante, se le ocurrió una solución, que se le antojaba bastante ingeniosa. Inhaló una profunda bocanada de aire, mantuvo su pata
buena
a la altura de la mandíbula y exhaló una ráfaga de aire gélido. El aliento de Eileen podía sofocar de raíz un fuego o congelar un centauro adulto hasta convertirlo en un sólido bloque de hielo en mitad de una carrera. E incluso podía entumecer su propia carne, a pesar de la protección natural que le ofrecían las escamas y su legendaria resistencia al frío.

Eileen se puso de nuevo sobre las cuatro patas y probó las delanteras. Sí, ahora estaban las dos igual de entumecidas. Una vez recuperado el equilibrio, la dragona reanudó la carrera, más lentamente, sin duda, pero con un porte más digno y equilibrado.

Su atormentador de dos piernas estaba ahora fuera de la vista, pero Eileen podía seguir con facilidad su aroma de menta. Aunque su inteligencia podía caber en una cuchara, poseía un olfato muy fino, eso sin contar con la debilidad que sentía por la planta.

Mientras la dragona trotaba por los túneles de la caverna que desembocaban en el bosque, ocurrieron dos cosas. Primero, sus dos patas delanteras recuperaron gradualmente su tacto normal y pudo acelerar el paso hasta convertirlo en una carrera vertiginosa que arrasaba la vegetación. Segundo, empezó a ocurrírsele que estaba muy, muy hambrienta, y que quizás esa interrupción no hubiese sino tan mala después de todo.

La noche se posaba sobre el bosque de Tethir y Vhenlar contemplaba las sombras cada vez más profundas con creciente e intensa inquietud. Durante los días posteriores a la batalla en la plantación de ganja, los mercenarios habían ido persiguiendo a los elfos hasta sumergirlos en las profundidades del bosque..., mucho más lejos de donde se habían aventurado hasta la fecha, y mucho más lejos del territorio donde Vhenlar podía sentirse tranquilo.

La fronda centenaria era misteriosa. Los árboles tenían un aire vigilante y atento; los pájaros transmitían historias; las mismas sombras parecían vivas. Había magia en aquel lugar, una magia primitiva, elemental, de un tipo que ponía nerviosos hasta a los magos a sueldo, como por ejemplo el hechicero originario de Halruaa y de alta categoría en quien tanto confiaba Bunlap.

Abundaban otros peligros más tangibles. Desde la salida del sol, elfos invisibles habían ido lanzando flechas por delante y por detrás de los humanos, acosándolos como perros pastores que estuviesen reuniendo un rebaño para el esquileo de primavera. No cabía duda de que estaban conduciendo a los mercenarios a algún punto concreto..., pero ¿adónde? Vhenlar era incapaz de decirlo.

Aun así no le quedaba otra opción que mover al grupo con tanta rapidez como pudiese hacia el norte. Había intentado seguir la ruta de la frontera por el sur, y había perdido tres hombres buenos en el intento, así que se habían encaminado hacia el norte, como pretendían aquellos seres invisibles que los atormentaban. Ya recuperarían la ruta luego, después de... lo que fuera.

No eran los elfos salvajes el único enemigo con el que se enfrentaban los mercenarios, ni su destino desconocido la única preocupación que los embargaba. El camino estaba repleto de problemas y ni siquiera los más expertos en cuestiones de bosque, es decir, guardabosques que habían trabajado como mercenarios en multitud de territorios, y un par de exploradores venidos a menos, eran capaces de identificar todos aquellos extraños gritos, rugidos y llamadas de pájaros que resonaban en el bosque. No obstante, todos los hombres habían visto y oído lo suficiente para saber que había criaturas que era mejor evitar. Poco antes de mediodía se habían topado con una prueba palpable de ello, una imagen que se había quedado grabada en la mente de Vhenlar: un montón de huesos secos en cuyo interior se adivinaba el cráneo de un ogro. Fuera lo que fuese lo que había matado a aquel ogro, cuyo tamaño superaba los dos metros a juzgar por los restos, la criatura sería probablemente más fuerte que tres hombres juntos y lo bastante grande para morder la cabeza de semejante monstruo y tragársela entera. En opinión de Vhenlar, los ogros eran bastante malos, y no deseaba contemplar una criatura lo suficientemente grande, y hambrienta, para darse un ágape tan indigesto.

En el bosque siempre había habido monstruos, pero si los relatos de taberna que hablaban de expediciones aventureras perdidas eran ciertas, la variedad y el número de ese tipo de criaturas crecía en espiral hasta alcanzar proporciones de pesadilla. Según Vhenlar, esto era en parte el resultado de los problemas a los que se enfrentaban en la actualidad los elfos. Su atención se había visto desviada de la labranza del bosque al más acuciante tema de la supervivencia, lo cual era, precisamente, aquello que Bunlap y el misterioso empleado del capitán pretendían.

—No hay derecho que Bunlap nos ordene que sigamos a esos elfos —rezongó Vhenlar—. A él le da igual, porque está metido detrás de los muros de su fortaleza y no tiene un solo árbol en perspectiva, ¡ni a esos malditos elfos salvajes lanzándole flechas por la espalda!

—Hablando del tema —intervino Mandrágora, un mercenario que hacía las veces de cirujano de la compañía—, ¿cómo está la tuya?

No era una pregunta fortuita, teniendo en cuenta que el cirujano había extraído dos flechas de la espalda de Vhenlar desde el amanecer. Los elfos invisibles que los hostigaban por detrás habían asesinado a los sabuesos pero en apariencia tenían en mente una muerte más prolongada y humillante para los mercenarios.

—¡La tengo agujereada como una condenada diana de Beshaba, si quieres que te diga la verdad! —exclamó Vhenlar—. Como tú, y él, y él, ¡y cada uno de nosotros en este tres veces condenado bosque!

—Una diana grande —convino Mandrágora, intentando complacer al segundo de a bordo de Bunlap.

El arquero notó el tono condescendiente de la respuesta de Mandrágora, pero no respondió sino que se limitó a contraer el rostro en una mueca cuando una nueva punzada de dolor lo acometió. Caminar era demasiado doloroso con aquellas nuevas y humillantes heridas. Las flechas elfas le habían provocado roces superficiales y de refilón pero en el fondo de su corazón Vhenlar no se sentía agradecido por aquellas pequeñas concesiones. Tampoco podría seguir caminando mucho más rato. La húmeda frialdad que anunciaba la llegada de la noche le estaba entumeciendo las piernas y no le estaba haciendo ningún bien a su dolorido trasero.

—Envía a Tacher y a Justin a buscar otra vez un lugar de acampada —ordenó.

—¿Y dejar que esos elfos salvajes nos liquiden mientras dormimos? —protestó el cirujano—. ¡Es mejor seguir avanzando!

Vhenlar no estaba para discusiones. Si el hombre era tan tonto como para pensar que aquellos mortíferos arqueros iban a impresionarse porque el blanco estuviese en movimiento, no tenía sentido gastar saliva en convencerlo de lo contrario.

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