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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

Sombras de Plata (23 page)

BOOK: Sombras de Plata
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—Un campamento. Ahora —lo instó.

El mercenario hizo un saludo y aceleró el paso para alcanzar a los hombres que había nombrado Vhenlar.

Podía haber desobedecido, pensó Vhenlar con gesto de resignación, pero Bunlap había dejado bien claro que tenían que seguir sus órdenes. La gente tendía a hacer lo que Bunlap decía, y no sólo por miedo a las represalias, aunque éstas eran expeditivas, sino porque había algo en aquel hombre que impelía a los demás a obedecer. Tras pasar tantos años en la compañía de Bunlap, Vhenlar pensaba que había adivinado el motivo de semejante comportamiento. El capitán de mercenarios sabía precisamente lo que deseaba y se lanzaba a conseguirlo con terca determinación. Los hombres que no tenían un objetivo claro, y Tethyr estaba lleno de ellos, se sentían atraídos hacia Bunlap como se sienten atraídas las cosas metálicas a un imán. Así que cuando Bunlap les había dicho que persiguieran a los elfos al bosque, habían ido. Y todavía estaban yendo, y probablemente
morirían
haciéndolo, concluyó Vhenlar con amargura.

Bunlap había insistido en que su tarea era importante, aunque él mismo había partido rumbo a la fortaleza para reunir y entrenar a más hombres para el siguiente asalto. El capitán se había marchado justo después de la emboscada fracasada porque se había dado cuenta de que era poco probable que pudiesen pillar a los emisarios de los elfos, y mucho menos llevarlos a un combate campal. La tarea de Vhenlar era seguir a aquellos elfos, matar a algunos si podía y recoger tantos arcos y tantas flechas negras como pudiese. Se suponía que sus hombres también tenían que recuperar los cuerpos de los elfos muertos en la lucha, así como de todos aquellos que pudiesen morir por efecto de sus heridas y fuesen abandonados, porque eso sería útil para poner todavía a más gente en contra de los elfos del bosque.

Y, sin embargo, los elfos parecían dispuestos a que Vhenlar no consiguiera ninguna de aquellas cosas. En apariencia, cargaban con sus muertos y sus heridos, y seguían usando flechas verdes que, aunque eran de cuidada elaboración, no servían para los planes de Bunlap. Si los mercenarios no hubiesen tenido sabuesos para seguir el rastro casi invisible de la sangre, los elfos los habrían esquivado. Había sido una jugada genial por parte de los elfos enviar un grupo de arqueros para atacar por detrás y asesinar a los perros. Hasta Vhenlar tenía que admitirlo. Sin embargo, era incapaz de saber qué más tenían en mente los elfos.

Un rugido distante envió un espasmo de frío terror por la espina dorsal del arquero zhentarim. Los dos exploradores titubearon y miraron atrás hacia Vhenlar en señal de protesta por la tarea que se les había asignado. Como respuesta, él rozó con la mano el arco elfo y entrecerró los ojos para que su mirada pareciese amenazadora.

—Voy a encender antorchas —comentó Justin en tono provocador—. Si no, no veremos por dónde vamos.

Vhenlar se encogió de hombros. Se contaban historias de las terribles represalias que los habitantes del bosque se tomaban con todo aquel que osaba llevar fuego al bosque, pero dudaba que aquellas sombras elfas asesinaran a los emisarios..., no habría sido muy inteligente, ¡hasta que los hubiesen conducido a su desconocido destino, no! Y Justin tenía razón: era
oscuro
, porque en las profundidades del bosque la débil luz de la luna y de las estrellas no podía penetrar aquella espesa capa de vegetación.

Así que contempló cómo el hombre cogía una antorcha de su mochila y rascaba pedernal contra acero. Un puñado de chispas estalló en la noche como sorprendidas luciérnagas y luego la llama prendió y fue cogiendo volumen. Vhenlar parpadeó ante el súbito estallido de luz; luego cerró un instante los ojos y, cuando los abrió, se quedó boquiabierto. ¡No había dos sino tres figuras de pie en el círculo de luz de la antorcha!

Un elfo salvaje, un joven macho de negras trenzas y ojos también negros de gran fiereza, levantó un pellejo de agua y se preparó para apagar la llama. O eso fue lo que supuso Vhenlar. Contempló, tan asombrado como los otros dos hombres, cómo el elfo vaciaba el contenido de la bota, pero no a la antorcha que sostenía Justin, sino a
Tacher
.

Y de repente había desaparecido, antes de que los mercenarios pudiesen desenvainar una espada o preparar una flecha.

Justin olfateó el aire y su rostro se transformó en una expresión de extremo desagrado mientras echaba una ojeada a su compañero.

—Hueles a algo que bebe mi madre en tazas pintadas —bufó.

La analogía era oportuna porque Tacher había sido duchado con una fuerte infusión de menta. Vhenlar, que era incapaz de ver un motivo para semejante acción, se volvió hacia uno de los guardabosques, un tipo alto y delgado procedente de las Tierras de los Valles. Antaño había sido un noble guardabosques, aunque los Nueve Infiernos debían de saber lo que aquello significaba; había luchado contra la horda de Tuigan y había visto cómo sus ilusiones sobre la humanidad se habían visto reducidas a ceniza en el infierno de la guerra. Desde entonces, se había dedicado a procurar para sí mismo y se había especializado en ello.

—Tú que conoces el bosque mejor que todos nosotros —le preguntó Vhenlar—. ¿Por qué ha hecho eso el elfo? Podría haber matado a Tacher, y también a Justin, fácilmente.

El guarda sacudió la cabeza con impaciencia y alzó una mano para procurarse silencio. Los demás se quedaron inmóviles y a la escucha, pero sus oídos no eran tan finos como los del habitante de los Valles. En opinión de Vhenlar, sólo se oía el zumbido y el rumor constante de los insectos, aparte del ocasional chillido de un ave de presa, y el susurro de la brisa nocturna a través de la espesura del bosque; un susurro que parecía ir incrementando su intensidad.

De repente, los ojos del guarda se abrieron de par en par.

—¡Menta! —susurró, y salió huyendo a la carrera.

Los demás lo contemplaron, divertidos, mientras el guarda corría sin hacerles caso rumbo hacia el sur. Antes de que pudieran seguirle los pasos, un rugido retumbó en el bosque..., un sonido atemorizador que era a la vez chillido y estrépito, un grito de rabia que pocos de los presentes habían oído con anterioridad. Y, sin embargo, no había ninguno entre ellos que no supiera instintivamente lo que significaba:

Un dragón.

Vhenlar había oído hablar a ciertos hombres del temor de dragón, un terror paralizante que acomete cuando se mira a los ojos a un gran wyrm, pero ahora sabía que el simple grito de un dragón era capaz de hacer que un hombre echara raíces en el suelo y convertir en piedra sus piernas.

El temor de dragón duró un instante, pero fue suficiente. Con la velocidad de un brujo, el paso del dragón a través de bosque pasó de ser un murmullo de hojas a un fragor ensordecedor. El dragón apareció como una ola gigantesca. Vhenlar no había visto nunca algo tan grande que se moviera a una velocidad tan increíble.

De repente, lo vio de reojo a través de los árboles, a más de sesenta metros de distancia, pero aproximándose con rapidez. Era blanco, y brillaba como si fuera un fantasma enorme con forma de reptil contra la oscuridad del bosque. La criatura se detuvo, se aposentó sobre sus ancas traseras y exhaló una bocanada de aire.

Los árboles se partieron en dos, las hojas se encogieron y cayeron a montones cuando la oleada de viento gélido barrió el bosque. En una proyección cada vez más ancha, la devastadora lengua se fue abriendo paso y alargó sus manos gélidas y envolventes hacia los mercenarios.

Con la claridad de mente que proporciona el terror, con un espanto atenazador que hacía que todo lo que lo rodeaba redujera su velocidad hasta asemejarse a la tenue caída de los copos, Vhenlar lo vio llegar.

El aliento del dragón alcanzó a los dos exploradores, con tanta rapidez que congeló la mueca burlona del rostro de Justin y pilló a Tacher en el acto de volverse ante el estruendoso sonido. Hizo desaparecer el color de sus rostros, y convirtió sus cabellos y sus ropas en una gruesa capa de hielo. A todos los efectos, los hombres se quedaron completamente helados como si se hubieran convertido en estatuas de hielo por efecto de alguna hechicera vengativa.

Luego, el frío golpeó a Vhenlar, amargo, punzante, pero no con fuerza suficiente para inmovilizarlo. Al contrario, fue como una bofetada en pleno rostro y pareció sacarlo de su estupor. Supuso que el aliento de dragón se había agotado en el acto de congelar a los desafortunados exploradores, pero aun así, no pretendía quedarse a ver si el monstruo era capaz de repetir el truco.

—¡Corred! —chilló, y puso en movimiento con toda la rapidez que fue capaz de reunir sus entumecidos miembros.

La autoridad de Bunlap no fue necesaria en esta ocasión. Los hombres siguieron las órdenes de Vhenlar sin pausa ni preguntas. Mientras avanzaban a la carrera por la fronda, sus zancadas hacían crujir el hielo bajo sus pies y en el aire flotaba un suave y mortífero aroma a menta.

10

Desde la empalizada de su fortaleza, Bunlap disfrutaba de una vista estupenda sobre Tethyr y su variopinto paisaje. Por el este, despuntaban los encumbrados picos de las montañas Espiral de las Estrellas, que incluso a principios de verano se veían cubiertos de nieve. Por el oeste, se desplegaban ondulantes colinas y justo por el norte, la súbita y densa línea de árboles que bordeaba el extremo meridional del bosque de Tethir.

Una repentina ráfaga de aire le sacudió el cabello negro y arremolinó la capa que llevaba. Bunlap se agarró los faldones que flotaban y se enrolló la tela alrededor del cuerpo; luego cruzó los brazos para mantener la capa sujeta. Las mañanas eran frías, incluso en esa época del año, porque los vientos soplaban por el oeste directamente desde la Espiral de las Estrellas, al igual que las frías aguas que discurrían por el río que había a sus pies... La mayoría lo llamaba el ramal norte, pero a Bunlap le gustaba pensar en él como en «su» río.

Situado como estaba en un risco desde el que se dominaba la llanura donde convergían en una sola corriente una docena o más de riachuelos, podía exigir un arancel de todos aquellos granjeros y tramperos que navegaban por los afluentes para llevar sus mercancías hasta el río Sulduskoon y, de allí, hasta Espolón de Zazes.

A Bunlap le divertía que sus exigencias nunca fueran discutidas. La gente de Tethyr estaba más que acostumbrada a pagar aranceles y tributos y cuantiosos sobornos continuamente, porque los nobles insignificantes crecían como conejos por aquellas tierras. Ni un solo viajante discutía el derecho de Bunlap de hacerles pagar por la carga porque el hombre mantenía aquella fortaleza y un ejército de mercenarios, y eso, a los ojos de los tethyrianos, le confería nobleza.

—Barón Bunlap —dijo en voz alta, y una maliciosa sonrisa le curvó los labios al pensar en la ironía de todo el asunto. No existía hombre en el mundo cuyo nacimiento fuera más bajo que el suyo, pero ¿qué importancia tenía eso en Tethyr? En los años sucesivos a su partida del Fuerte Tenebroso, el antiguo soldado zhentarim había amasado más tierra, riqueza y poder del que poseían la mayoría de los nobles cormytos. ¡Por la sangre de Bane, cómo adoraba aquel país!

—¡Una embarcación con doble vela aproximándose! —gritó uno de los hombres desde el puesto de vigía del sur.

La expresión de Bunlap se ensombreció de inmediato. Había oído hablar de que se aproximaba ese barco la noche anterior porque mantenía apostados hombres y jinetes a lo largo del río para tener noticias frescas del tráfico fluvial. Se trataba de una organización casi tan veloz y eficiente como la de los pregoneros de cualquier ciudad, y gracias a ella Bunlap estaba al corriente de los negocios de casi todas las personas que viajaban por la principal vía de agua de Tethyr.

Lo que no sabía era por qué ese barco en particular lo inquietaba tanto. De quilla estrecha, como los barcos de ataque del norte, con un solo mástil pero con foque y vela mayor, la embarcación había sido construida para avanzar a gran velocidad y con gran sigilo. Era lo suficientemente pequeña para pasar inadvertida ante cualquiera que no fuese muy observador o receloso; por su tamaño, podían manejarla dos o tres personas, pero en su interior había espacio suficiente para albergar una docena de hombres o un buen número de mercancías de contrabando. En definitiva, era el tipo de barco que causaba problemas y un ejemplo del tipo de nave para que cuya detección sus informadores habían sido entrenados y contratados.

Y aun así, su hombre de Puerto Cielo Estrellado, una de las pocas ciudades construidas en el tramo norte del río, había sido el primero en detectar su paso. Bunlap había estado ojeando los libros de la fortaleza la noche anterior, pero las entradas más recientes no nombraban ningún barco semejante de ruta por el Sulduskoon, ni por ninguno de los ramales del norte que confluían en el río principal. Era como si el barco hubiese caído del cielo.

O, más probablemente, habría sido transportado por tierra hasta un punto del norte y habría sido mantenido oculto hasta el momento, aunque esa posibilidad era la más inquietante de todas. ¿Quién y por qué iba a hacer una cosa así?

Bunlap conocía las dificultades y los elevados costes que suponía trasladar un barco por tierra, así que fuera quien fuese el que se había tomado la molestia de hacerlo debía de tener unos bolsillos bien forrados y un motivo importante. Bueno... vaciaría esos bolsillos y exigiría conocer el motivo.

—Levantad la cadena tras la embarcación, subidla y dejadla lo más tirante que podáis —ordenó mientras oteaba con unos prismáticos el avance del rápido velero—. Cuando yo lo diga...,
¡ahora!

Varios hombres se acercaron a una enorme manivela y empezaron a girarla con ritmo frenético. Una gruesa cadena, casi tan ancha como la cintura de un enano, empezó a enrollarse en una bobina. El otro extremo de la cadena estaba enroscado en la otra orilla, sujeto a una plataforma que estaba enclavada a la roca. En cuanto levantaran la cadena, ningún barco, ni siquiera aquel buque fantasma de quilla estrecha, podría escabullirse río abajo.

Según suponía Bunlap, el velero viraría de forma brusca y pondría rumbo a la orilla más occidental. Era la respuesta de la mayoría de los barcos, y también la más lógica: poner distancia entre la embarcación y la fortaleza de apariencia hostil... una maniobra muy razonable. No obstante, lo que la mayoría de los viajeros no percibía hasta que era demasiado tarde era que la subida de la cadena ponía en estado de alerta a los hombres que había apostados en la orilla oriental y en todos los afluentes. Esos hombres emergían de sus cuarteles ocultos y los de la costa este con las armas empuñadas mientras los del norte botaban barcas de reducido tamaño y gran velocidad para llegar hasta el barco sospechoso, rodearlo y escoltarlo junto con la tripulación hasta la fortaleza de Bunlap. Era una maniobra bien planeada que se ponía en práctica tan a menudo que había llegado a convertirse en rutina.

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