Jane retrocedió ante el hedor de meadas y carne putrefacta. Una docena de rostros destrozados. Dos docenas de ojos negro azabache. Jane pensó que las fétidas criaturas la atacarían, pero se quedaron quietas, como si esperaran órdenes.
Las criaturas se replegaron y desaparecieron por oscuros portales, en clara invitación a que Jane siguiera adelante.
Nikki se acercó al panel de localización, un parpadeante mapa retroiluminado del hemisferio occidental. Había una figura pegada con filamentos metálicos al cristal.
—Ahí viene —murmuró Rye, levantando lentamente la cabeza.
Hebras metálicas le asomaban por las órbitas de los ojos. Estaba conectada a los muros, conectada a la conciencia colectiva, vigilando con extraños nuevos sentidos a los habitantes del búnker.
—Está ahí fuera, al otro lado de la puerta.
Nikki se giró hacia la entrada.
Jane recorrió con la mirada el centro de operaciones. Ghost, Punch y Nail estaban amarrados en unas sillas. Había cuerpos pegados a las paredes y al techo. Jane miró hacia arriba. Justo encima de ella había una anciana despatarrada en el techo. La mujer se movía con cautela, como si tratara de entender cómo había llegado allí.
Nikki, en el centro de todo, con las manos en los bolsillos, le dio la bienvenida con una sonrisa.
Jane miró a Ghost y a Punch, en busca de señales de infección.
—Me alegro de verte, Jane —dijo Ghost.
—¿Estáis bien, muchachos?
—Punch está bien, yo también, pero no creo que Nail vaya a volver a casa.
Nail sollozaba. Al hombretón le resbalaban las lágrimas y los mocos por la cara.
—Estoy encantada de tenerte aquí, Jane —dijo Nikki.
—Qué simpática.
Jane avanzó lentamente por la sala. Empuñaba la bengala como si se protegiera de un vampiro. La llama chisporroteaba en un púrpura incandescente. La cera resbalaba por su guante.
Jane metió la mano izquierda en el bolsillo y sacó su navaja. Abrió la hoja con el pulgar y se la dio a Ghost. Este se desató las muñecas y luego los tobillos. Estiró los brazos y las piernas un momento, para restablecer la circulación de la sangre.
—Quiero hablar contigo —dijo Nikki—. Solo hablar.
—Claro que sí —dijo Jane, completamente tranquila, para apaciguar a la demente que tenía delante—. Habla.
—Quiero que te quedes con nosotros. En Europa solo quedan cenizas radiactivas. Allí no encontraréis nada, solo muerte y ruinas. Pero aquí tenéis un lugar, un lugar donde sentiros a gusto. Llama a Sian. Ella se puede quedar también.
—Seguro que apreciará la invitación.
Ghost liberó a Punch y lo ayudó a ponerse en pie. Luego dejó caer el cuchillo en el regazo de Nail.
—Eh, Nail, hazte un favor. Rebánate el pescuezo, ahora que aún puedes hacerlo.
—Mira a tu alrededor, Nikki —dijo Jane—. Mira un momento y dime: ¿por qué querría alguien pasar ni un segundo en este puto matadero? Hay bidones de gasoil en la sala de maquinaria. En serio, pégale fuego a este sitio.
Nail cortó las sogas que lo ataban y fue hacia Nikki empuñando la navaja, como si fuera a apuñalarla en la barriga. Nikki retrocedió y dos putrefactos oficiales del
Hyperion
se interpusieron en el camino de Nail. Este huyó de la sala.
Jane, Ghost y Punch dieron unos pasos hacia la puerta.
—¿De qué tenéis miedo? —preguntó Nikki—. No tenéis nada que perder. Vuestro cuerpo se transformará, pero ¿y qué? No creo que ninguno de nosotros bailara en el Ballet Real. Tú has sido gorda toda la vida, Jane. Has adelgazado, pero te quedan las marcas de la obesidad. Caderas anchas, pies separados. ¿Qué tiene de maravilloso ser como eres? ¿Por qué te resistes? Trato de ayudarte, trato de hacerte el mayor favor de tu vida.
Nikki avanzó unos pasos, con los brazos extendidos, en un gesto de énfasis.
—Únete a nosotros. Únete a nosotros, Jane.
Jane sacó el martillo. Un objeto borroso dio vueltas por el aire. El martillo golpeó a Nikki en la frente y la derribó.
La cuadrilla de tripulantes del
Hyperion
empezó a moverse, como anticuerpos preparándose para repeler a un intruso.
Jane sacó del bolsillo el frasco de queroseno y lo rompió contra el suelo. Lanzó la bengala y se protegió la cara de la erupción de llamas.
Luego le lanzó la radio a Ghost y dijo:
—¡Huye! Yo te seguiré.
Ghost cogió un extintor de la pared, como si fuera a quedarse y pelear.
—No seas idiota —dijo Jane—. Llévate a Punch y sacadme ventaja. Vamos, corred.
Jane cogió una silla de oficina y la levantó, lista para rechazar el ataque.
Nikki se levantó con una mano en la frente ensangrentada. Tenía entre los ojos la marca del martillo.
Nikki miró la sangre en la palma de su mano y sonrió aturdida. Un muro de fuego se interponía entre las dos. Jane empezó a recular hacia la entrada.
—Te conozco mejor que nadie, Jane. Veo tu interior como una puta máquina de rayos X. Te desprecias, odias cada molécula de ti. Sé lo que se siente. Has estado sola tu vida entera, pidiendo siempre a gritos un poco de calidez, un poco de cariño. Pero no estás sola en ese desolador territorio psíquico. Yo estoy en ese mismo lugar. Soy tu alma gemela, Jane. Yin y yang. Tú y yo, nadie más.
—Ya nos veremos en la otra vida, Nikki.
—Espera. Escúchame. No hay nada de malo en querer ser parte de algo. Ni para ti ni para el resto de la raza humana. Todo el mundo está desesperado por escapar de los límites de su mente y se agolpa en salas de cine, en estadios de fútbol y en bancos de iglesia, anhelando algún tipo de experiencia colectiva. Es cadena perpetua, Jane, una vida en solitario, pero ya no tenemos que pasar frío ahí fuera. Esta es tu oportunidad. Podemos irnos a casa. Crees que en Europa está todo, que allí encontrarás bienestar, pero has pasado años viviendo así. Dime si me equivoco. La felicidad está en otro lado, más allá del horizonte. Pero estás en casa, Jane, tu hogar está justo aquí. Todo lo que queríamos, podemos finalmente conseguirlo.
—¿Sabes qué? —dijo Jane—. Te equivocas. Me gusta ser quien soy.
Dio media vuelta y echó a correr.
—¡Te quedarás sola! —gritó Nikki—. ¡Pasarás sola toda tu puta vida!
Punch trepó por la escalerilla. Iba dejando atrás la luz y la calidez del Nivel Cero y ascendía hacia la gélida penumbra de los túneles principales. Se agarraba con apuros a los estribos de la pared. Las muñecas y los tobillos le sangraban.
—¿Va todo bien? —gritó Ghost desde el borde del pozo.
—La hostia de bien, ¿tú qué crees?
Ghost sacó a Punch del pozo y lo ayudó a ponerse de pie.
—¿Puedes andar?
—Sí.
—¿Puedes correr?
—Lo intentaré.
Ghost encendió una bengala.
—Si no alcanzamos Rampart antes de que llegue al mar abierto, estamos muertos.
Punch pasó el brazo por la cintura de Ghost y echaron a andar apresuradamente por el túnel, una cuesta continua hasta la superficie.
Vieron a un pasajero del
Hyperion
en un hueco. Iba disfrazado. Traje de etiqueta y una careta de toro. La demacrada figura volvió lentamente la cabeza mientras pasaban, como una cámara de vigilancia registrando los movimientos de Ghost y Punch.
—¿Nos sigue? —preguntó Punch, avanzando cojeante.
Ghost miró por encima del hombro.
—No. Está quieto allí.
—Rediós. Qué ganas tengo de salir de este lugar. Quiero respirar aire fresco.
—Justamente.
Siguieron trotando por la cuesta.
—¿Sabes qué? —dijo Punch—. Si no…
Antes de que pudiera terminar la frase, Nail apareció entre las sombras, se lanzó contra ellos y los derribó. Se sentó en el pecho de Ghost y lo asió del cuello.
Nail tenía los labios amoratados e hinchados. Parecían pintados con barra de labios negra. Le clavó los dientes a Ghost en la mejilla y arrancó un trozo de carne. Ghost chilló de dolor y hundió la bengala en el ojo de Nail. Este aulló, rodó hacia un lado y huyó.
—¿Estás herido? —preguntó Punch.
—Me ha cazado —dijo Ghost, tratando de contener el flujo de sangre—. Ese hijo de puta me ha cazado bien.
—Te curarás.
—Me ha mordido. La he cagado.
—No lo sabes.
—No me toques. No te manches con mi sangre.
—Te llevaremos a Rampart y te curaremos.
Punch tiró del brazo de Ghost y este se levantó.
—Pásame el brazo por detrás del cuello.
Punch ayudó a Ghost a andar y siguieron avanzando a traspiés hacia la salida del búnker.
—Deberíamos esperar a Jane —dijo Ghost.
—Jane está ganando tiempo para nosotros. No lo desperdiciemos.
Llegaron a la boca del búnker. Ghost se derrumbó contra la pared. Punch apartó la lona de una de las motos de nieve. Montó en el asiento, encendió el motor y dio gas.
—¿Jane? —gritó Ghost hacia el interior del túnel—. Jane, ¿vienes?
—Jane cogerá la otra moto —dijo Punch—. Vamos, no le demos más problemas de los que ya tiene.
Ghost subió con apuros al asiento trasero del vehículo.
Fuera reinaba la oscuridad. No veían más allá del alcance de los faros de la moto, que aceleraba y zigzagueaba entre las rocas. Cruzaron la costa rocosa y buscaron el camino para llegar al hielo.
—Allí —dijo Ghost, señalando con el dedo.
Un sendero llevaba al mar helado. Punch hizo bajar la moto por la empinada rampa y la condujo hasta el hielo.
—Agárrate fuerte —gritó Punch.
Dio gas y la moto empezó a correr a toda velocidad hacia el sur.
Ghost dejó que el viento le helara la cara. La mordedura cesó de sangrar y poco después ya no le dolía.
—No veo la plataforma —gritó Punch por encima del hombro.
Ghost buscó a tientas la radio.
—Sian —gritó, tratando de hacerse oír entre el ruido del viento—. Enciende los reflectores.
Sian estaba en la oscura cabina. La noche había caído. Sabía que tenía que encender los reflectores de la refinería, pero demoró el momento de hacerlo. No quería ver el océano cada vez más cerca de ella. En menos de una hora, Rampart se separaría del campo de hielo y empezaría a flotar hacia el mar abierto. A partir de ese momento, Sian estaría irrevocablemente sola. Iría durante semanas, meses posiblemente, a la deriva, y si avistaba tierra, tendría que remar en un bote salvavidas hasta la costa y explorar las ruinas de Europa ella sola.
Su radio emitió un ruido. Una voz. Sian no distinguía las palabras. Oyó brevemente el ruido del viento. Jane, Ghost y Punch debían de estar intentando volver a la plataforma.
Salió corriendo hacia un cuarto de conmutadores en la cubierta. Movió interruptores y de repente los reflectores halógenos iluminaron con un blanco celestial la superestructura de Rampart.
Sian regresó a la cabina. Las lámparas de arco iluminaban el hielo que se extendía delante de la refinería. Más allá se veía el océano Ártico.
Una moto de nieve cruzó a toda velocidad la capa polar y se detuvo delante de la refinería. Sian limpió el vaho de la ventana y vio que dos figuras bajaban de la moto, las dos con abrigos azules de Rampart. Dos compañeros de Sian habían conseguido volver a la plataforma.
Le entró un sentimiento de culpa: si pudiera hacer un trato con el destino, no dudaría en canjear a Jane o a Ghost por tener a Punch de vuelta.
La refinería surcaba la corteza polar rugiendo como un trueno continuo. Las patas flotantes empujaban delante de ellas una montaña de cascotes de hielo.
Punch y Ghost aguardaban ante la avalancha que se les echaba encima a que Sian hiciera bajar el gancho de la grúa.
—Tendremos que agarrarnos a la cadena al mismo tiempo —dijo Punch, gritando para hacerse oír entre el estruendo del hielo despedazándose.
—No voy a subir contigo —dijo Ghost, reculando—. Ha sido un honor conocerte. Siempre me has gustado, Punch. Siempre pensé que eras uno de los mejores.
—¿Qué haces?
—Cuida de Sian. Disfrutad. Encontrad un buen sitio para vivir y empezad una nueva vida.
Ghost se giró y echó a correr.
Punch lo llamó a gritos.
—¡Ghost! ¡Vamos, Ghost! ¡Te necesitamos, tío!
Punch quiso correr tras Ghost, pero tenía la refinería casi encima. El gancho de la grúa descendió entre la cegadora luz de las lámparas de arco.
—¡Ghost! —gritó una vez más, pero sabía que no podía hacerse oír entre el rugido del hielo resquebrajándose.
La capa se desmenuzaba tan cerca de él, que tuvo que protegerse los ojos de la nieve y el agua que le azotaban la cara. Vio cómo la moto de nieve era aplastada por un bloque de hielo. Montó en el gigantesco gancho y se agarró a la cadena.
Punch hizo una señal con la mano. Fue ascendiendo lentamente, envuelto en la luz de los reflectores.
Ghost vio cómo Rampart pasaba y se iba alejando. Una ciudad de metal rumbo al sur.
Pensó en Punch y en Sian, a salvo en la plataforma.
Se dio cuenta de todo lo que iba a perder. No reiría, ni tomaría café nunca más, ni sentiría la lluvia en la cara.
Con un estremecimiento, tomó una gran bocanada de aire.
A todos nos llega la hora, se dijo.
Le dio la espalda al calor y la luz de la refinería y empezó a andar hacia el norte, por el mar helado. Se echó atrás la capucha, para poder ver las estrellas.
Jane corría por el interior del búnker. Encontró una bengala humeante tirada en el suelo del túnel. Ghost y Punch no debían de andar lejos.
Alcanzó la entrada del búnker. Faltaba una de las motos de nieve. Apartó la lona de la otra moto y se subió a ella. Al ir a encenderla halló una ranura vacía. Nikki o Nail debían de tener la llave. Voy a morir, pensó Jane, solo porque un idiota se ha guardado la llave en el bolsillo en vez de dejarla en el motor.
Salió del búnker y miró hacia el sur. A lo lejos vio un destello, como el brillo de una estrella. Las lámparas de arco de la refinería. Trató de calcular la distancia. Rampart debía de estar a más de quince kilómetros de camino.
Bajó al mar helado por la costa de rocas. Comprobó que los crampones estuvieran bien sujetos a las botas y arrojó la linterna al suelo.
—Venga —murmuró entre dientes—, tú puedes hacerlo.
Empezó a correr, primero al trote, luego a la carrera, en dirección a la lejana luz.
Jane corría en completa oscuridad, con los ojos fijos en los faros de la plataforma. Tómatelo como si fuera un circuito de
jogging
en la cubierta C, se dijo. Conserva la calma, controla la respiración, mantén un ritmo.