—¿De dónde diablos ha salido esto? —gritó Punch, esforzándose por hacerse oír entre el rugido del viento.
—Lo capearemos.
—Quizá deberíamos esperar.
—No. ¿Tienes la radio? Llama a Ghost. Dile que encienda todos los reflectores de la refinería y haga sonar la sirena cada veinte segundos. Esto nos guiará para que lleguemos sanos y salvos.
Se pusieron en camino en medio de la tormenta. Bajaron por los peldaños de hormigón y empezaron a andar, de cara al vendaval, sobre el mar helado. La nieve los envolvía como humo espeso. No podían ver los reflectores de la plataforma, pero cada veinte segundos percibían la sirena, una penetrante vibración sorda que latía entre el incesante rugido del viento.
Jane se giró hacia Punch y se levantó el pasamontañas.
—Vamos avanzando —le dijo para tranquilizarlo—. En cualquier momento veremos los reflectores.
Un pasajero infectado, un hombre con un chándal azul, apareció tambaleándose entre la ventisca. Jane disparó el lanzallamas a corta distancia. El hombre salió despedido como si lo hubiera alcanzado el chorro de una manguera de incendios. Su cuerpo en llamas flageladas por el viento fue resbalando por el hielo. Cuando trató de erguirse, una segunda descarga acabó con él para siempre.
De repente, un fuerte golpe en la espalda derribó a Jane y la mandó de cara al suelo, sobre el hombre en llamas. El brazo de Jane se encendió, pero consiguió apagar las llamas a manotazos y se levantó rápidamente. Punch no estaba; su escopeta y su mochila yacían en el hielo.
Jane gritó entre la borrasca.
—¿Punch?
Disparó el lanzallamas hacia el cielo. La luz de la llama parpadeó en el aire. Jane miró a su alrededor.
—¿Punch? ¿Dónde estás?
Le pareció oír que Punch la llamaba. Corrió precipitadamente entre la ventisca, hacia la voz, pero solo encontró nieve torrencial y oscuridad. Quería seguir buscando, pero empezaba a desfallecer de hipotermia.
Jane puso rumbo a Rampart; era una figura solitaria debatiéndose en la tormenta.
En el despacho de Rawlins, cada veinte segundos Sian hacía sonar la sirena. Desde todas las esquinas de la plataforma, enormes conos de altavoz emitían una nota retumbante y quejumbrosa. Los conos estaban cercados por barreras de seguridad y advertencias de peligro. Un estruendo sordo resonaba por toda la superestructura, como un temblor de tierra.
Jane montó en el elevador. Llevaba a rastras la mochila de Punch. Pulsó SUBIR, se desplomó contra la barandilla y cayó de rodillas. Por el rabillo del ojo percibió movimiento. Un hombre infectado vestido de esmoquin se había agarrado al montacargas que subía y se estaba izando por encima de la barandilla.
Jane dirigió hacia él el lanzallamas y apretó el gatillo. Salió un chorrito de combustible pero no fuego. El viento era demasiado fuerte. La llama de ignición no se encendía.
Apuntó con la escopeta de Punch. El percutor hizo click en una recámara vacía.
Jane se levantó como pudo y retrocedió, con la escopeta cogida por el cañón y blandiéndola como un garrote, ante el hombre que avanzaba hacia ella.
Desde la cúpula de observación, Ghost contemplaba la tormenta y escuchaba a Mahler.
—¡Eh, Ghost!
Era la voz de Sian.
—¿Sí?
—Están subiendo en el elevador de la plataforma
.
Ghost esperó en la esclusa de aire de la pata sur. La esclusa era una cámara acolchada, con armarios y ropa térmica. A través de una portilla de la compuerta, podía ver la parte inferior de la refinería, las vigas y las tuberías azotadas por el temporal. Los reflectores sujetos bajo la plataforma brillaban entre la tormenta como una hilera de débiles soles.
El destello amarillo de advertencia de una luz estroboscópica empezó a girar sobre la puerta de la esclusa, acompañado de un insistente pitido de aviso. El montacargas de la plataforma estaba en marcha. Ghost vio por la portilla cómo la caja del elevador subía y se alineaba con la puerta. Había dos figuras cubiertas de escarcha. Una de ellas llevaba un esmoquin y tenía la cara derretida. Ghost cogió una bota de nieve del suelo de la esclusa y pulsó ABRIR. La súbita ráfaga de viento hizo que se tambaleara. El desgarbado mutante extendió los brazos hacia Jane, exhausta e indefensa en el suelo. Ghost metió la mano en la bota de nieve y, como con un guante de boxeo, golpeó al infectado en la cara. Con un golpe tras otro fue empujando al hombre hasta el borde de la plataforma y lo hizo caer por encima de la barandilla. Luego lanzó al vacío la bota salpicada de sangre.
Llevó a Jane a rastras al interior y pulsó CERRAR. La puerta se deslizó hasta cerrarse y el rugido de la tormenta dejó de oírse.
Tras desprenderse del lanzallamas, Jane se dejó caer de rodillas. Ghost le echó atrás la capucha y le apartó el pasamontañas. Jane tenía la piel azul y los párpados semicerrados, como si estuviera medio dormida.
—Vamos, Jane —gritó Ghost, dándole con cuidado unas palmadas a ambos lados de la cara—. Venga, chica, ¡ánimo!
Jane tosió y se reavivó un poco.
—Ve a por la mochila —dijo Jane—. Está ahí fuera, en el montacargas.
Una segunda ráfaga de viento huracanado azotó a Ghost al ir a recuperar la mochila. Vació el contenido, explosivos y detonadores, en el suelo de la esclusa. Examinó los tirantes de la mochila: una hoja afilada los había segado.
A Jane se le había caído la escopeta al suelo. La culata estaba carbonizada y el metal, chamuscado. Tras una rápida inspección se vio que el arma ya no servía. Examinó la recámara. No había cartuchos. Olfateó el arma y reconoció el olor acre de la cordita. Había sido disparada recientemente.
Jane parpadeaba como si se esforzara en mantenerse despierta.
—¿Jane? ¿Me oyes? ¿Dónde cojones está Punch?
Ghost ayudó a Jane a llegar a su habitación. La ayudó a desnudarse y se metió con ella bajo la ducha hasta que Jane revivió. Esta se quedó bajo el chorro de agua caliente, gozando del calor.
Al rato salió, se secó con una toalla y se vistió.
—Entonces quedamos tres —dijo Ghost.
—No pude hacer nada —explicó Jane—. Nada en absoluto.
—¿Fue Nail?
—Ha convertido el búnker en un puto matadero.
—Ojalá aparezca por aquí, de verdad que lo espero. Va a tener una muerte lenta, haré que dure días.
Jane se llevó una taza de café a la cúpula de observación.
Sian contemplaba cómo la tormenta peinaba los depósitos y las torres de la refinería. Estaba llorando.
Jane le puso una mano en el hombro.
—Sería mejor que nos muriéramos todos —dijo Sian—. Sería mejor que esto. Un momento de miedo, un momento de dolor, luego nada. Esto es peor. Es una tortura lenta.
—Es cierto.
—Toda la gente que conozco ha muerto. Mi familia. Mis amigos. Pero me quedaba Punch. Me conformaba con tener a Punch.
—Lo entiendo.
—Ya no me queda nada. Nada en absoluto. Poco a poco, lo he ido perdiendo todo —dijo, señalando la tormenta de nieve—. Este lugar es un infierno. Yermo, estéril. Es como si el universo se hubiera quitado la máscara para que veamos su verdadero rostro.
—¿Quieres que abra una botella de vino? —preguntó Jane, pero lamentó inmediatamente tan pobre propuesta, indigna de una reverenda, indigna de una amiga. Era absurdo pensar que podía ofrecer consuelo a tan absoluta desesperación, como si una combinación de palabras pudiera arreglarlo todo.
Se sentó en silencio junto a Sian.
Unas noches antes, ella y Ghost, tendidos en la cama, planeaban el futuro de la raza humana.
—Si tenemos hijos —había dicho Ghost—, ¿les hablarás de Jesús?
—No —había respondido Jane—. Me alegro de ser la última cristiana viva. Si se encuentran una Biblia les diré que es un cuento de hadas, una sarta de disparates.
Jane rodeó a Sian con el brazo. Se quedaron ambas en la oscuridad, mientras la tormenta polar rugía a su alrededor.
Jane fue a la oficina de Rawlins y hojeó los expedientes de la plantilla. Gary Punch. Recortó su fotografía de la primera página de la ficha.
Se llevó la foto a la capilla improvisada en uno de los dormitorios y la pegó en la pared de las conmemoraciones.
Se quedó sentada, contemplando los retratos.
Miembros de la tripulación que partieron en el buque de abastecimiento
Spirit of Endeavour
:
Rosie Smith.
Pete Baxter.
Ricki Coulby.
Edgar Bardock.
Frank Rawlins, el primero en sucumbir a la infección.
Doctora Rye. Desaparecida. Presunto suicidio.
Ivan y Yakov. Despedazados en el
Hyperion
.
Mal. Asesinado.
Gus. Asesinado y devorado.
La foto de Nail yacía en una silla. Jane no quería añadirlo a la pared conmemorativa. No se lo merecía. Nadie rezaría por él.
La cocina de la cantina.
Sentada en un taburete, Sian observaba con aire taciturno cómo Ghost engrasaba la escopeta estropeada. Ensambló el arma y accionó la corredera. El mecanismo se atascó.
—Está jodida. Y Punch se llevó toda la munición.
Ghost arrojó el arma sobre la encimera y sacó de un cajón un cuchillo de carnicero.
—¿Me acompañas a patrullar?
Recorrieron el perímetro de la plataforma. Ghost llevaba con él la escopeta estropeada. La volteó por encima de la cabeza y la lanzó tan lejos como pudo. Observaron cómo caía al hielo, a doscientos metros por debajo de ellos.
Luego se quedaron mirando la isla.
—Nail no puede quedarse allí para siempre —dijo Ghost—. En el búnker no hay nada. Nosotros tenemos comida, calefacción y todo lo que a él le hace falta. Tarde o temprano tratará de subir a bordo. Imagino que intentará trepar por uno de los cables de anclaje. Dudo que lo consiga, pero lo intentará.
—¿Y Punch? —preguntó Sian.
Jane no le había contado lo de los restos devorados que encontraron en el búnker.
—No creo que vuelva.
Ghost decidió asignarle una tarea a Sian para mantenerla ocupada en algo.
—Hazme un favor. Desactiva el montacargas de la plataforma. Quítale un fusible o lo que sea.
Sian fue a la esclusa de aire, abrió la puerta exterior y salió a la plataforma. Vio a los pasajeros infectados que deambulaban por el hielo, muy por debajo de ella. Alargó la mano hacia los mandos de la plataforma, vaciló un momento, luego pulsó BAJAR.
El montacargas empezó a descender por la pata sur de la refinería.
Los pasajeros y la tripulación del
Hyperion
levantaron la mirada. Vieron que Sian bajaba y se pusieron en movimiento, con los brazos extendidos hacia ella.
Sian abrió la puerta de la barandilla y cerró los ojos, dispuesta a que la hicieran pedazos.
La plataforma se paró con una sacudida. Sian se cayó de rodillas. El elevador ascendió. Sian miró hacia arriba y vio a Ghost, muy por encima de ella, asomando por la compuerta de la esclusa.
Ghost arrastró a Sian al interior de la plataforma y la ayudó a ponerse de pie.
—Haremos como si esto no hubiera ocurrido, ¿entendido?
En la cantina, Jane y Ghost vaciaron la mochila sobre la mesa y se quedaron contemplando los explosivos y los detonadores apilados delante de ellos. En el papel que envolvía los ladrillos de C4 se leía: CARGAS DE DEMOLICIÓN M112 CON IDENTIFICADOR.
—Es muy probable que Sian tenga razón —dijo Jane—. Nos estamos engañando. No hemos avanzado un solo centímetro, no saldremos nunca de aquí. Este lugar será nuestra tumba.
—No estoy tan seguro de eso.
—La partida se está acabando. Nadie va a venir a salvarnos. No tenemos forma de ir a casa. Si los cables no se sueltan, estamos acabados.
—Mi padre murió de cáncer de estómago —dijo Ghost—. Tenía un coche, un Jaguar E-Type. Lo estaba restaurando en su garaje, y trabajaba duro en aquel coche, aun sabiendo que nunca llegaría a conducirlo. Le pregunté por qué se molestaba en repararlo. Me contestó: «Nunca dejes un trabajo a medias».
—Estoy agotada.
—Tenemos un plan. Nos quedan cosas por probar, jugadas por hacer. Aún queda mucha batalla.
—Sí —dijo Jane con un suspiro—. Supongo que sí. Y este es el problema. Puedo aguantar la desesperación; es la esperanza la que no para de joderme.
Ghost se levantó y empezó a agrupar los explosivos en tres pilas separadas.
—Vamos —dijo—. Terminemos el trabajo.
Ghost recargó el lanzallamas. Usó un compresor de buceo para bombear gasoil en los depósitos y darles presión con nitrógeno.
Luego fueron al exterior y descongelaron los enganches. Jane disparó un chorro de llama contra cada uno de los gigantescos pernos. El hielo se licuó en vapor y dejó al descubierto el metal.
Jane sostenía la linterna y Ghost colocaba los explosivos. Ghost se quitó los guantes, desenvolvió el C4 y fue pegando al gigantesco enganche porciones de explosivo, que moldeaba con el puño hasta hacer una masa compacta. Entonces señaló con el dedo un muro cercano.
—Esto nos irá bien. Estamos encajonados en un espacio estrecho que concentrará el impacto. Será una sacudida del carajo, cuando estalle.
Incrustó con el pulgar las cápsulas detonadoras en la masilla antes de que el frío endureciera demasiado el explosivo. Con bolsas de basura impermeabilizaron todas las cargas.
—¿Qué piensas usar como cable detonador? —preguntó Jane.
—Desmontaré cables de alargador. No tiene ningún secreto. Solo necesitamos suficiente extensión de hilo de cobre capaz de conducir seis voltios de tensión: click, ¡bum!
Volvieron a la cantina y empezaron a empalmar cables que sacaban de calefactores, deshumidificadores, ordenadores. Abrían los armazones haciendo palanca con un destornillador.
Rollos y más rollos de cable pelado se iban amontonando sobre un tablero de formica.
—Necesitamos unos doscientos cincuenta metros de cable para cada una de las cargas. Haremos llegar todos los cables a un solo punto. Las tres cargas tienen que estallar al mismo tiempo. Si los cables saltan uno a uno, el último cabo aguantará todo el peso de la plataforma, y con tanta tensión será imposible soltar el pasador.
—Entendido.
—No podemos cagarla. No puede haber un solo cable mal conectado. Solo tenemos una oportunidad. No habrá segundo intento.
La tormenta amainó. Ghost y Jane se cargaron rollos de cable al hombro y salieron al exterior.