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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Sólo tú (38 page)

BOOK: Sólo tú
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—Ya lo veo. ¿Y por qué?

—Descubrí algo importante. —Bajó todavía más la voz—. Mi planeta es fantástico, pero chica... nada como la Tierra. Aquí se vive mucho mejor.

—¿En serio?

—Oh, sí. —Movió la cabeza de arriba abajo—. Me entró una nostalgia, un no-sé-qué, y un buen día cogí mi nave y regresé. Menos mal que la relación espacio-tiempo no ha alterado demasiado el pasado y el futuro. Prácticamente he vuelto a donde estábamos, ¿verdad?

—Yo diría que sí.

—Ahora debo ir con mucho cuidado.

—¿Por qué?

—Tengo tras de mí a la CIA, el FBI, el MI5, la NASA, el CESID... Todos quieren echarme el guante, abrirme en canal e inspeccionarme el cerebro.

—Son cosas que pasan.

—¿Tienes un euro? —Le tendió la mano sin más.

—No. Acabo de regresar de vacaciones y estoy seca.

—Lástima.

—¿Por qué pides dinero ahora?

—Quiero fundar una sociedad de pensamiento cósmico universal —manifestó muy serio—. Un puente cultural con las estrellas. Necesitamos refundarnos como especies vivas.

Seguía siendo un personaje interesante.

La prueba de que la vida volvía a su cauce después del paréntesis estival.

—Nos veremos por el parque —se despidió Beatriz.

—No puedo entrar ahí. —Hizo un gesto de fastidio con su rostro.

—¿No te dejan?

—Es el primer lugar donde van a buscarme. De todas formas sí, nos veremos. Tú eres una de mis fuentes de inspiración.

—¿Yo?

—Eres especial. Basta con ver tu aura.

—¿Ves mi aura?

—Sí. Tan roja... Un faro de amor.

Lo expresó con admiración.

¿Quién dijo una vez que los locos eran seres capaces de ver lo que otros no podían? En algunas partes, en la antigüedad e incluso en el presente, se les respetaba y veneraba.

Un faro de amor.

—Suerte con tu sociedad —le deseó.

Los dos levantaron la mano en la despedida.

Beatriz se internó por el parque.

No lo había hecho desde aquellos días, antes de las vacaciones de verano.

 

 

Había incorporado al blog lo escrito en el pueblo, sin cortar nada, sin cambiar nada. Textos, poemas, pensamientos... Un reencuentro cálido, sin importarle que apenas hubiera mensajes, porque de lo que se trataba era de mantener su ventana abierta sobre el mundo, no de que el mundo se colara por su ventana. Por lo menos, un entusiasta le preguntaba la causa de su silencio.

Si creía que tendría algún correo electrónico de Rogelio, también se equivocó.

Silencio.

De no ser por Gonzalo, no sabría nada de él.

Y según su amigo, era feliz, se le veía animado, dispuesto a empezar aquella nueva vida con todas sus energías. Convertirse en mánager y producir un disco tenía que ser... excitante.

Aunque eso le impedía a ella formar parte del futuro de Gonzalo.

Miró la pantalla y comenzó a teclear copiando una serie de frases que había apuntado horas antes, leyendo en una revista una entrevista a Woody Allen. En un recuadro se enmarcaban algunas de las más geniales. Ella se quedó con las relativas al amor y el sexo:

 

El sexo sin culpabilidad es malo, porque casi se convierte en placer.

¿Es sucio el sexo? Sólo cuando se hace bien.

Hoy en día la fidelidad sólo se ve en los equipos de sonido.

La inactividad sexual es peligrosa: produce cuernos.

La única manera de ser feliz es que te guste sufrir.

Si no te equivocas de vez en cuando es que no lo intentas.

 

Como colofón, y aparte, tecleó:

 

Mi favorita es ésta:

Me interesa el futuro, porque es el sitio en el que voy a pasar el resto de mi vida.

 

Pasó los siguientes cinco minutos quieta, con las manos inmóviles. A veces la pantalla le hablaba. A veces era ella la que vomitaba el magma que ascendía por su interior, hacia el volcán de su mente.

Se puso a escribir de nuevo.

 

Hoy quiero hablaros del amor.

Sí, ya sé, esa cosa.

Como diría Woody Allen, «esa sobrevalorada cosa».

¿Qué es el amor? ¿Un estado de ánimo? ¿Una situación individual que busca ser dual? ¿Una droga? ¿Un veneno? ¿Una insatisfacción que busca perpetuarse? ¿Una paja mental? ¿Una reacción ante el miedo de la vida? ¿Un grito frente a la desesperación de la muerte?

Mi abuela lee novelas de amor.

Dice que son como la vida misma, por exageradas o culebronas que resulten.

Un hombre y una mujer (o dos hombres, o dos mujeres), se conocen y sus feromonas interactúan. Sus flujos físicos y químicos entran en reacción. No hay nada más natural. Física y química, así como las matemáticas, crean la estructura de la vida, del mismo universo. Pero lo llamamos amor, para no ser fríos y decir que ha habido «una reacción». Una chica entra en un club; hay veinte tíos, el segundo de la derecha está buenísimo, pero ella se fija en el quinto de la izquierda. ¿Por qué? Nadie lo sabe. Sólo la física y la química de sus cuerpos. Un chico entra en una discoteca, hay veinte tías, la tercera de la izquierda está de muerte, pero él se fija en la novena de la derecha. ¿Por qué? Por lo mismo.

¿Y de qué se alimenta el amor?

Primero, por mucho que la vista sea elemental y se produzcan esas reacciones, por el olfato. Es el olfato el que nos abre el camino, el que hace que él se excite y tenga una erección o ella se moje y desee tenerlo entre sus brazos o entre sus piernas. Tras el olfato llega la voz, la seducción auditiva. Después, el tacto. Tocar una piel humana que deseas es como llegar al primer orgasmo de los sentidos. Por último nos queda el sabor. La primera vez que besas la boca que deseas te quedas con su gusto para siempre. Y esperas emborracharte de él.

Una vez completados los cinco sentidos, el amor se alimenta de sexo. No queramos disimularlo. El sexo es la bendición que lo funde todo, vista, oído, tacto, olfato y sabor. Por eso es pecado, porque es tan bueno. Por eso entraña tantos riesgos, porque es peligroso. Por eso gritamos en el instante supremo, porque nos invade el miedo de no saber cuándo volveremos a sentirlo.

Hay gente que está enamorada del amor.

Y es que tiene un sentido trágico.

Morir de amor y esas cosas.

Sufrir.

Al amor lo perseguimos como desesperados, lo deseamos hasta enloquecer, suspiramos por él. Y cuando lo tenemos nos duele, nos mata, nos impide vivir y al mismo tiempo nos impide morir. Si lo mantenemos sin alimentarlo, el tiempo lo convierte en rutina. Si lo perdemos, nos sentimos tan vacíos como aterrada se queda una mente al pensar en la muerte, en la eternidad sin uno. Hay personas capaces de olvidar un amor en unos días, y cambiar de pareja en mucho menos. Mirad las revistas del corazón. Hay personas que pasan toda su vida juntas. Mirad esos ancianos que pasean cogidos de la mano como enamorados. Hay personas que simplemente despiertan una mañana y sonríen. Mirad a los novios en los parques.

Creo que la mejor definición del amor la dio el que dijo: «Es un reflejo».

Comienza por quererte un poquito a ti mismo.

Perdónate.

Aunque no creas en nada, cree en la esperanza.

Sin ella sí que no hay futuro.

 

El director de la escuela dio por concluida la conversación y se puso en pie, con la mano extendida hacia ella. Era un hombre joven, de entre treinta y treinta y cinco años, afable, escaso cabello, gafas redondas.

—Bienvenida pues —le dijo.

—Gracias.

—Te gustará, ya lo verás. Dicen que los colegios se han vuelto territorio zulú, pero no es cierto. Todo depende de las circunstancias y de lo que nosotros pongamos de nuestra parte. Aquí las cosas van bien.

—Lo imagino.

—Te acompaño. —Rodeó su mesa para situarse a su lado.

Salieron juntos del despacho. Los pasillos estaban vacíos, a la espera de que comenzase el curso en un par de semanas. El lugar parecía un gigantesco mausoleo por la ausencia de gritos o cuerpos yendo de un lado para otro. Las aulas mostraban orden. Al pasar por delante del inmenso comedor, el hombre se detuvo.

—Ésta será tu zona laboral.

Ayudar, vigilar, cuidar, especialmente a los más pequeños.

Un trabajo como cualquier otro.

Quizá un poco diferente, porque trataría con niños.

Y lo más importante, con un horario que le permitiría estudiar por las tardes y por las noches.

Continuaron la marcha hacia la puerta principal. Dejaron atrás la biblioteca, el patio, la recepción... El director le tendió la mano por segunda vez.

—Beatriz...

—Hasta pronto.

Se la estrecharon con calor y eso fue todo. Una sonrisa final antes de que ella echase a andar por la calle. La puerta se cerró a su espalda. De todas formas, no caminó demasiado. A unos cincuenta metros aparecieron unos bancos, anclados en el suelo y llenos de pintadas. Se sentó en el primero, solitaria, y desplegó sobre sus rodillas el periódico que llevaba doblado bajo el brazo.

Mejor asegurarse antes, no fuera que luego encontrara una dirección justo en la zona que acababa de abandonar.

Los anuncios de pisos eran abundantes.

Los que compartían habitaciones, menos.

Primero le echaría un vistazo al periódico. Después pasaría por algunos lugares, la Escuela Massana, la universidad, sitios en los que cualquiera podía colgar un anuncio en el tablón correspondiente.

Mejor vivir sola, aunque fuera en un miniapartamento con una sola habitación. Pero se adaptaría a lo que fuera. Lo primero, el trabajo, ya lo tenía. Lo segundo, la puerta de su emancipación, lo buscaría sin precipitarse.

Lo último, hablar con su madre.

Ésa era otra historia.

Paseó sus ojos por los anuncios, uno tras otro, leyéndolos despacio, enmarcando con un bolígrafo los que le llamaban la atención, y con dos círculos los que le parecían interesantes.

En lo único que no quería pensar era en el concierto de Gonzalo.

Capítulo 26

FUTUROS

 

 

 

Por un lado, quería que llegara. Por el otro, no.

Que llegara por Gonzalo, porque se trataba del comienzo de su carrera, el inicio de algo hermoso y ganado a pulso. Y que no llegara porque esa noche quizá fuese también la más triste de su vida, o la segunda más triste, después de la última en que había visto a Rogelio.

Sentía el corazón dividido.

Pero no sabía si tenía más miedo que incertidumbre.

Pasaba de una euforia desmedida, extraña, a una tristeza absoluta y demoledora. De un clima de expectación a otro de sumisión. Los altibajos propios de las depresiones, o de los estados esquizofrénicos. Pensaba que se hundiría de un momento a otro, y sin embargo sus gestos eran firmes, decididos. Quizá se estuviese forzando, obligándose a sí misma, para no caer en el abismo.

Y no podía aferrarse a nada, salvo a su eterna esperanza.

Siempre ella.

Por primera vez en mucho tiempo quiso estar guapa.

Cuidarse.

El cabello lavado, suelto y salvaje. Un poco de maquillaje, muy poco, sólo para resaltar la dimensión de sus ojos y la línea sensual de sus labios. Un sujetador que elevara su pecho, una camiseta ajustada. Y falda. Por extraño que pareciera, falda.

Quería, necesitaba estar muy femenina.

Mientras se ponía el colgante regalado por su padre, se miró al espejo y se gustó. Por alguna extraña razón, se sentía la mujer que siempre había querido ser.

Aunque esa noche, probablemente, acabase de rompérsele el corazón.

Claro que lo vería. Era inevitable. Era el mánager de Gonzalo, y su productor. Por mucho trabajo que tuviese atendiendo a los medios de comunicación en la hora de su primer lanzamiento, lo vería, estarían cara a cara. Entonces ¿qué? ¿Se darían la mano? ¿Dos besos en las mejillas? ¿Fingirían que no pasaba nada? ¿Serían cordiales el uno con el otro? ¿Estarían serios? ¿Rehuiría él su mirada? ¿Le diría algo?

¿Algo... como qué?

¿Un «lo siento, Beatriz» que ella no resistiría?

Creía estar preparada para el dolor, pero se dio cuenta de que nadie está preparado para el sufrimiento. Sólo para la felicidad.

Fuere como fuere, ya no habría dudas.

Nada más verle los ojos sabría si lo suyo había sido un sueño, el cuelgue del que hablaron.

Salió de casa y se dio el lujo de parar a un taxi.

Como si el metro o el autobús pudieran contaminarla.

Le dio al taxista la dirección de Razzmatazz, en la calle Almogávares, aunque el concierto se celebraba en una de las dos salas pequeñas, con capacidad para unas ochocientas personas y con entrada por la calle Pamplona. El hombre puso el coche en marcha y la observó un par de veces por el espejito retrovisor interior. Era un tipo de unos casi cuarenta años, como Rogelio, pero en las antípodas de él. Bajo, fondón, calvito, cara redonda. A la tercera mirada, Beatriz se sintió incómoda.

—¿Hay concierto esta noche? —le preguntó.

Odiaba las conversaciones con taxistas.

—No lo sé —mintió—. Voy a ver.

Su tono fue conminatorio.

El taxista ya no volvió a decirle nada y ella se entretuvo oteando el panorama mientras su mente entraba y salía de su tormenta interior.

 

 

Gonzalo le había dicho que daría su nombre a los encargados de seguridad de la puerta de invitados. Cuando el taxi la dejó en la calle, en la esquina de Almogávares con Pamplona, se dirigió directamente al único acceso de las salas pequeñas. De hecho no había puerta de invitados, sólo un control. Elisabet y Damián iban a ir por su cuenta, así que no tenía que esperarlos. Pese a que la actuación tendría lugar en una de las salas pequeñas, había ya mucha más gente de la que pensaba teniendo en cuenta que se trataba de un artista nuevo al que nadie conocía porque ni siquiera tenía un disco a la venta. Rogelio hacía aquello mucho más para buscar compañía que para promocionarlo ya entre el público.

Le tocó el turno.

—Beatriz Blasco.

—¿En qué lista estás?

—En la de Gonzalo Vergés.

Su nombre era el primero.

—Pasa. —Le franqueó el acceso el de seguridad.

Cruzó el umbral y accedió a la sala.

Faltaban quince minutos para la hora fijada como inicio del concierto. Eso suponiendo que fueran puntuales. Quince minutos en los que no podía ni quería esconderse, pero tampoco quedarse allí, en medio de ninguna parte, bajo la mirada de unos y otros.

Tuvo suerte.

Primero habló con la familia de Gonzalo.

Después aparecieron Elisabet y su Damián.

«Su» Damián.

Se alegró de que estuvieran solos, es decir, de que no hubieran ido los tres, ella, él y su gemelo. Damián era simpático, pero en modo alguno su tipo. Y Dimas, lo mismo. Damián y Dimas. A veces, los padres podían llegar a ser muy crueles sin darse cuenta. En el fondo eran como un chiste.

Se dio cuenta de que hablaba con Elisabet pero no la escuchaba.

Ni siquiera sabía lo que ella misma decía.

Oía su voz al margen de sus pensamientos.

El miedo empezó a avanzar.

¿Cómo estaría Gonzalo? ¿Nervioso? No, por teléfono le había parecido muy calmado. La nerviosa era ella. Cada minuto era una carrera, un obstáculo salvado. En otras circunstancias no estaría allí, como una más, sino en el
backstage
, con su amigo, apoyándolo.

En otras malditas circunstancias.

¿Acaso nunca más podría ver a Gonzalo?

Eso no sería justo.

Pero si Rogelio estaba con él, siempre...

Se pasó una mano por los ojos.

—¿Estás bien? —quiso saber Elisabet.

—Sí, tranquila.

Y continuó la espera.

La sala ya estaba llena, la mayoría amigos o conocidos de Gonzalo. Los desconocidos tal vez fueran los cazatalentos, directores de promoción y otros especímenes del mundo del disco. En el fondo, aquello parecía una subasta. Cuando todas aquellas personas descubrieran lo bueno que era Gonzalo, se pelearían, se matarían por él, seguro. Rogelio era un lince.

Miró el escenario.

La hora.

Y el peso de toda aquella soledad empezó a superarla.

 

 

Se apagaron las luces y la sala quedó a oscuras. Hubo algunos gritos de apoyo, algunas voces, y finalmente los primeros aplausos cuando surgió una luz cenital en mitad del escenario y bajo ella, sentado, los espectadores pudieron ver a Gonzalo.

De inmediato sus manos iniciaron el rasgueo de la guitarra que sostenía en su regazo, con el cuerpo doblado sobre ella, como un amante solícito.

La Ovation diseminó la pureza de su sonido por el lugar.

Beatriz sintió los ojos llenos de lágrimas.

Por primera vez se olvidó de Rogelio.

Allí estaba su amigo, su mejor amigo, de la misma forma que Elisabet era su mejor amiga. Allí, encima del escenario, culminaban años de sueños. O comenzaban.

La digitación era perfecta. Se dio cuenta de la serenidad con la que tocaba. Serenidad no exenta de pasión, devoción, entrega... Sus manos volaban, extraían toda la armonía y la belleza contenida en aquellas cuerdas.

—Dios... —gimió Beatriz arrebolada por aquella magia.

Cuando Gonzalo empezó a cantar, las dos lágrimas detenidas en sus párpados se desbordaron y cayeron por sus mejillas.

 

Te quiero en silencio.

Te deseo en silencio.

Te busco en silencio.

Te intuyo en silencio.

Te veo en silencio.

Y en silencio te hablo.

En silencio te escucho.

En silencio me muero.

En silencio.

 

Había oído sus canciones muchas veces, y allí sonaban distintas, eran distintas, procedían de otra dimensión.

El gran salto.

Se abrazó a sí misma para envolverse con aquel sonido y aquella voz.

Acabó el primer tema, envuelto en una dulzura catárquica, y bajo el torrente de aplausos, Gonzalo inició el segundo. Una canción que había escrito un año antes, con ella.

Una canción que al final decía:

 

Sé siempre fuerte, pero cede.

Sé siempre grande, pero aprende a empequeñecer.

Sé siempre dulce, pero déjate un punto amargo.

Sé siempre hermosa, pero sobre todo por dentro.

 

El amor es un fantasma transparente.

Envuélvete en él y escúpele al odio.

Perdona siempre a quien hayas amado.

Y no olvides que un día fue tuyo.

 

Enciende tus pasiones cada día.

Descubre quién eres cada noche.

Amanece como si fuera la última vez.

Acuéstate libre de odios.

 

Ámame cuando estemos juntos.

Olvídame cuando me vaya.

Siénteme cuando hagamos el amor.

Mátame cuando me muera.

 

 

Gonzalo las cantaba todas. Sus «grandes éxitos». Quizá fuese la única que las conocía de memoria. Beatriz las susurraba una y otra vez. A su lado aparecieron dos chicas jovencitas, de unos quince o dieciséis años. Se fijó en sus ojos. Lo miraban embobadas. No era lo mismo ver a alguien en un escenario, bañado por los focos, que en mitad de una calle, como cualquiera. Hasta el más raro de los seres humanos brillaba con luz propia si cambiaban sus circunstancias.

Las primeras fans.

Una volvió la cabeza en su dirección al sentirse observada.

Su rostro estaba orlado por un aura de felicidad.

—Es monísimo, ¿verdad? —suspiró.

Beatriz le devolvió la sonrisa.

—Un dulce —suspiró la fan remachando su comentario inicial.

Eso fue todo.

Cuando acabó la siguiente canción, ella y su amiga aplaudieron, gritaron y dieron brincos.

Fue la última del
set
acústico. Gonzalo se levantó de la silla y saludó. Pareció buscar algo entre los asistentes sin encontrarlo. Beatriz se empequeñeció un poco. La iluminación del escenario aumentó y entonces salieron del
backstage
cuatro músicos más y se repartieron por los instrumentos diseminados en torno al micrófono central. Había un bajo, un batería y un teclista.

Otra dimensión.

Cuando el cuarteto inició el siguiente tema, también conocido por Beatriz, se quedó alucinada.

Rogelio estaba haciendo un buen trabajo.

Aquello era sencillamente grandioso.

Se esforzó por no volver a llorar.

La audiencia, ya entregada, se puso a dar saltos ante la inusitada fuerza del nuevo tema.

 

 

Beatriz ya no buscaba.

No había ni rastro de Rogelio. El
backstage
estaba limpio, tanto el que envolvía el escenario como el de la parte de abajo. Sólo reconoció a Carlos, el compañero de Gonzalo. La fuerza del concierto actuaba como revulsivo. Nada parecía más importante.

Vivía un éxtasis absoluto.

Quizá sí, camino de la fama, Gonzalo la necesitase a su lado, como amiga, secretaria, consejera... lo que fuese.

Le gustaría.

Le gustaría acompañarlo, viajar, compartir lo mismo que habían compartido aquellos años...

Regresó el vértigo.

Y más en aquel punto.

Gonzalo dejó que la guitarra colgara de su mano, se acercó al borde del escenario y, tras esperar a que el público acabara de aplaudirlo, comenzó a hablar, despacio. Llevaba el micrófono inalámbrico sujeto a su cabeza, con el extremo frente a su boca. Se lo ajustó por enésima vez, a modo de tic.

—Esta canción —comenzó a decir—, está dedicada a mi mejor amiga...

Beatriz se quedó sin aliento.

—Ya, sí, «su mejor amiga» —comentó la chica que seguía a su lado.

—Ya está pillado —lamentó la otra.

—Las hay... —concluyó la primera.

Beatriz suplicó que, desde el escenario, Gonzalo no la señalara.

No lo hizo.

—Sin ella no estaría aquí —acabó de anunciar el nuevo artista.

No hizo falta decir el título.

La primera palabra era «Beatriz».

 

 

Beatriz...

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