—¿Y el individuo que actúa por su cuenta, sí?
—Eso es.
—¿Y por eso piensa usted que el hombre de la cartera puede ser el asesino?
—Sí. El asesino o un cómplice. De todos modos, en el apartamento de Miss Austin tendríamos que encontrar más indicios. Me parece que es ahí delante, a la derecha.
El Imperial Arms era un edificio de apartamentos situado en una calle arbolada, a un kilómetro de Westwood Village. Sus vigas imitación Tudor necesitaban una mano de pintura, y todo el edificio tenía un aspecto descuidado. Pero ello no era raro en esta zona residencial de la clase media, habitada por recién licenciados y familias jóvenes. En realidad, el rasgo dominante del Imperial Arms parecía ser su vulgaridad; podías pasar por delante todos los días sin fijarte en él.
—Perfecto —dijo Connor mientras subíamos la escalera exterior—. Es precisamente lo que les gusta.
—¿Lo que gusta a quién?
Entramos en el vestíbulo, remozado según el más coquetón estilo californiano: sofás mullidos, lámparas de cerámica barata, mesita de centro cromada y, en la pared, papel floreado en tonos pastel. Lo único que lo distinguía de otros cien vestíbulos de edificios de apartamentos era el mostrador de seguridad, situado en un rincón, detrás del cual había un fornido portero japonés que levantó la mirada de una revista de historietas y preguntó con gesto hosco:
—¿Qué desean?
Connor le mostró la placa y preguntó por el apartamento de Cheryl Austin.
—Yo anunciar —dijo el portero, alargando la mano hacia el teléfono.
—No se moleste.
—No. Anunciar. Quizás ella no estar sola.
—Estoy seguro de que no es así —dijo Connor—.
Kore wa keisatsu no shigoto da.
—Dijo que íbamos para un asunto oficial.
El portero hizo una tensa reverencia.
—
Heya bango wa kyu desu.
—Dio una llave a Connor.
Cruzamos otra puerta vidriera y un corredor alfombrado. Había mesitas de laca a cada extremo del corredor. En su simplicidad, el interior tenía una elegancia sorprendente.
—Típicamente japonés —dijo Connor con una sonrisa.
Yo pensé: ¿japonés, un deteriorado edificio de apartamentos falso Tudor? A través de una puerta a mano izquierda se oía débilmente música rap: el último éxito de Hammer.
—Típicamente japonés porque en el exterior no da el menor indicio de lo que hay dentro —explicó Connor—. Es un principio fundamental de la filosofía japonesa. La fachada, impenetrable, tanto en arquitectura como en el rostro humano. Siempre ha sido así. Tú ves las viejas casas de los samuráis de Takayama o de Kyoto y, desde fuera, no aprecias nada.
—¿Es esto un edificio japonés?
—Naturalmente. ¿Cómo si no iban a tener un portero japonés que apenas habla inglés? Además, es un
yakuza
. Ya habrá visto el tatuaje.
La verdad era que no lo había visto. Los
yakuza
eran gángsteres japoneses. No sabía que hubiera
yakuza
en América y así lo dije.
—Debe usted comprender que existe un mundo en la sombra —dijo Connor—: aquí, en Los Ángeles, en Honolulu, en Nueva York. Casi nunca se hace notar. Nosotros vivimos en nuestro mundo americano y andamos por nuestras calles americanas, sin ver ese otro mundo paralelo. Muy discreto, muy reservado. Quizás, en Nueva York, veas a hombres de negocios japoneses entrar por una puerta sin ningún distintivo y vislumbres en el interior un club privado. Quizás oigas hablar de un pequeño bar de
sushi
en Los Ángeles que cobra el cubierto a mil doscientos dólares, precios de Tokyo. Pero estos sitios no aparecen en las guías. No forman parte de nuestro mundo americano. Están en el mundo en la sombra, accesible sólo a los japoneses.
—¿Y este sitio?
—Esto es un
bettaku
. Una residencia de amor, donde viven las queridas. Y éste es el apartamento de Miss Austin.
Connor abrió la puerta con la llave que le había dado el portero. Entrarnos.
Era un apartamento de dos dormitorios, decorado en rosa y verde manzana, con mobiliario de alquiler, caro y grande. Los óleos de las paredes también eran alquilados; uno de los marcos tenía en un lado una etiqueta de «Servicios de alquiler Breuner». En el mostrador de la cocina no había más que un bol de fruta. El frigorífico sólo contenía yogur y latas de Coke sin calorías. Los sofás de la sala estaban como si nadie se hubiera sentado en ellos. En la mesita de centro había un libro de fotografías de artistas de Hollywood y un jarro con flores secas. Ceniceros vacíos esparcidos por los muebles.
Uno de los dormitorios había sido convertido en cuarto de estar, con un sofá, un televisor y una bicicleta de gimnasia en un rincón. Todo era nuevo. El televisor aún tenía pegado en diagonal en un ángulo un adhesivo en el que se leía: SINTONIZADOR DIGITAL. El manillar de la bicicleta estaba envuelto en plástico.
En el dormitorio principal encontré por fin vestigios humanos. Una puerta-espejo del armario estaba abierta y había tres caros vestidos de fiesta encima de la cama. Evidentemente, ella había estado dudando cuál ponerse. En el tocador, botellas de perfume, un collar de brillantes, un «Rolex» de oro, fotos enmarcadas y un cenicero con colillas de cigarrillos mentolados «Mild Seven». El cajón de arriba del tocador, que estaba abierto, contenía ropa interior. Vi el pasaporte, metido en la vertical, a un lado y lo hojeé. Había un visado de Arabia Saudí, otro de Indonesia y tres sellos de entrada en el Japón.
El estéreo del rincón aún estaba conectado y, en la pletina, había una cinta sin rebobinar. Yo le di la vuelta y Jerry Lee Lewis rompió a cantar: «
You shake my nerves and you rattle my brain, too much love drives a man insane…»
. Música de Texas, muy antigua para una muchacha como aquélla. Aunque quizá le gustaran los clásicos.
Volví al tocador. Varias ampliaciones en color enmarcadas mostraban a Cheryl Austin sonriendo sobre fondos asiáticos: las puertas rojas de un templo, un cuidado jardín público, una calle de rascacielos grises, una estación de ferrocarril. En la mayoría Cheryl estaba sola, pero en alguna aparecía un japonés de mediana edad, con lentes y frente ancha. En la última, Cheryl estaba en lo que parecía el Oeste americano, junto a una polvorienta furgoneta, sonriendo al lado de una frágil anciana con lentes de sol. La anciana no sonreía y parecía incómoda.
Al lado del tocador había varios rollos de papel. Desenrollé uno. Era un póster de Cheryl en bikini sonriendo y mostrando una botella de cerveza Asahi. Todo el texto estaba en japonés.
Entré en el cuarto de baño.
Había unos jeans tirados en un rincón y un jersey blanco encima de la cómoda. Al lado de la ducha, colgada de un gancho, una toalla húmeda. En la cómoda, unos rulos eléctricos para el pelo. Clavadas en el marco del espejo, fotos de Cheryl en el rompeolas de Malibú, con otro japonés. Éste aparentaba unos treinta y tantos años y era atractivo. En una de las fotos, rodeaba con el brazo los hombros de la muchacha. Se veía claramente la cicatriz de la mano.
—Bingo —dije.
Connor entró en el baño.
—¿Ha encontrado algo?
—Al hombre de la cicatriz.
—Bien. —Connor examinó atentamente la foto. Yo volví a mirar el desordenado cuarto de baño, los objetos de la cómoda.
—Aquí hay algo que me intriga —dije.
—¿Qué es?
—Ya sé que hace poco que vive aquí. Y que todo es alquilado… Sin embargo… me da la impresión de que aquí hay algo artificial. Todavía no sé qué es.
—Muy bien, teniente —sonrió Connor—. Este sitio tiene un aire artificial, y con razón.
Me tendió una foto hecha con una «Polaroid». Aparecía el cuarto de baño, con los jeans tirados en el rincón, la toalla colgada, los rulos en la cómoda… Pero estaba tomada con una de esas cámaras de gran angular que todo lo deforman. A veces, los equipos del laboratorio de la Policía las utilizan para fotografiar las pruebas.
—¿De dónde la ha sacado?
—De la papelera del vestíbulo, al lado de los ascensores.
—Tienen que haberla tomado esta misma noche.
—Sí. ¿Observa alguna diferencia?
Examiné atentamente la foto.
—No; todo parece igual… un momento. Las fotos del espejo. En la «Polaroid» no están. ¿Las han puesto después?
—Exactamente. —Connor volvió al dormitorio. Cogió una de las fotografías del tocador—. Fíjese en esto. Miss Austin y un amigo japonés, en la estación Shinjuku de Tokyo. Probablemente, la llevaron a la sección de Kabuchiko… o quizá sólo fue de compras. Fíjese en el borde de la derecha de la foto. ¿Ve esa franja de color más claro?
—Sí. —Comprendí lo que significaba la franja: había habido otra foto encima. El borde de ésta sobresalía y estaba descolorido—. Han quitado la foto de encima.
—Sí —dijo Connor.
—El apartamento ha sido registrado.
—Sí. Un trabajo concienzudo. Han venido, hecho fotos, registrado las habitaciones y luego han vuelto a dejarlo todo tal como estaba. Pero es imposible hacer eso con exactitud. Los japoneses dicen que la naturalidad es el más difícil de los artes. Y no pueden remediarlo: son maniáticos del orden. Y colocan las fotos con excesiva simetría y los frascos de perfume, con un desorden demasiado cuidado. Todo está un poco forzado. Tus ojos lo ven, aunque el cerebro no llegue a percibirlo.
—Pero ¿por qué han tenido que registrar el apartamento? —dije—. ¿Qué fotos se llevaron? ¿Las de ella con el asesino?
—Eso no está claro —dijo Connor—. Evidentemente, su relación con el Japón y con los japoneses era perfectamente lícita. Pero había algo que ellos tenían que llevarse de aquí, y eso sólo puede ser…
Entonces, en la sala, sonó una voz interrogativa:
—¿Lynn? ¿Estás ahí, guapa?
Su figura se recortaba en la puerta, a contraluz. Descalza, con shorts y
top
con escote bañera. No podía verle bien la cara, pero al parecer era lo que Anderson, mi antiguo compañero, llamaba una encantadora de serpientes.
Connor le enseñó la placa. Ella dijo que se llamaba Julia Young. Tenía acento del Sur y arrastraba un poco las sílabas.
Connor encendió la luz y pudimos verla mejor. Era bonita. Entró en la habitación titubeando.
—Oí la música… ¿Está Cherylynn? Como tenía que ir a esa fiesta…
—Yo no he oído nada —dijo Connor lanzándome una mirada—. ¿Conoce a Cherylynn?
—Pues claro. Vivo al otro lado del pasillo, en el ocho. ¿Qué hace tanta gente en su casa?
—¿Tanta gente?
—Bueno, ustedes dos. Y los dos japoneses.
—¿Cuándo vinieron los japoneses?
—No sé, hará una media hora. ¿Le ha pasado algo a Cherylynn?
—¿Ha visto usted a esos hombres, Miss Young? —pregunté. Pensaba que tal vez hubiera arrimado el ojo a la mirilla.
—Pues claro. Les saludé.
—¿Y eso?
—A uno lo conozco bastante. Era Eddie.
—¿Eddie?
—Eddie Sakamura. Todas conocemos a Eddie. Eddie el granuja simpático.
—¿Podría describírmelo? —pregunté.
Ella me miró con extrañeza.
—Es el de la foto, el de la cicatriz en la mano. Creí que todo el mundo conocía a Eddie Sakamura. Sale mucho en los periódicos. Fiestas de caridad y cosas por el estilo. Va a casi todas las grandes fiestas.
—¿Tiene idea de dónde podría encontrarlo? —pregunté.
—Eddie Sakamura es copropietario de un restaurante polinesio de Beverly Hills llamado «Bora Bora» —dijo Connor—. Casi siempre está allí.
—Ése es —dijo Julia—. Y el restaurante es como su despacho. Yo no soporto aquello, por el ruido. Pero Eddie siempre está allí, persiguiendo a las chicas altas y rubias. Le gusta ir con mujeres más altas que él.
La muchacha se apoyó en una mesa y se apartó el pelo de la cara con ademán seductor. Me miró con un mohín.
—¿Ustedes dos son compañeros?
—Sí.
—Él me ha enseñado la placa. Pero tú, no.
Saqué la cartera. Ella la miró.
—Peter —leyó—. Mi primer novio se llamaba Peter. Pero no era tan atractivo. —Me sonreía.
Connor carraspeó y dijo:
—¿Había estado antes en el apartamento de Cherylynn?
—Pues claro. Vivo ahí enfrente. Aunque últimamente ella ha pasado mucho tiempo mera de la ciudad. Siempre está de viaje.
—¿Y a dónde va?
—A todas partes. Nueva York, Washington, Seattle, Chicago… a todas partes. Tiene un amigo que viaja mucho. Ella le acompaña. Bueno, cuando no va la mujer.
—¿El amigo está casado?
—Si no, algún impedimento debe de haber.
—¿Usted sabe quién es?
—No. Una vez ella me dijo que él no quería venir al apartamento. Es un hombre importante. Muy rico. Le manda el reactor y allá va ella. Quienquiera que sea, tiene furioso a Eddie. Porque Eddie es celoso, ¿comprende? Él quiere ser para todas el
iro otoko
, el amante más sexy.
—¿Son un secreto las relaciones de Cheryl con ese hombre? —preguntó Connor.
—No lo sé. No creí que lo fueran. Intensas sí, desde luego. Ella está loca por él.
—¿Loca por él?
—No se lo puede usted figurar. La he visto dejarlo todo para irse con él. Una noche pasó a mi casa y me dio dos entradas para el concierto de Springsteen. Estaba entusiasmada porque se iba a
Detroit
. Llevaba la bolsa de viaje en la mano y su vestido de niña bien. Él la había llamado diez minutos antes y le había dicho: «Ven». Estaba más alegre que unas pascuas, como una niña de cinco años. No me explico cómo no se daba cuenta.
—¿Cuenta de qué?
—De que ese hombre estaba aprovechándose de ella.
—¿Por qué lo dice?
—Cherylynn es muy bonita y tiene un aire muy sofisticado. Ha trabajado de modelo en todo el mundo, sobre todo en Asia. Pero, en el fondo, es bastante provinciana. Midland es una ciudad petrolífera y hay mucho dinero, pero no deja de ser un pueblo grande. Y Cherylynn quiere un anillo en el dedo y unos niños y un perro en el jardín. Y ese hombre no se lo dará. Pero ella no se da cuenta.
—Pero usted no conoce a ese hombre, ¿verdad? —dije.
—No, claro. —Asomó a su cara una expresión de malicia y echó los hombros hacia atrás sacando el pecho—. Ustedes no han venido a investigar a ese hombre, ¿verdad?
—No —dijo Connor.
Julia sonrió con picardía.
—Eddie, ¿eh?
—Humm —exclamó Connor.
—Lo sabía —dijo ella—. Sabía que, antes o después, se metería en un lío. Aquí, en el Arms, todas lo comentábamos. —Hizo un amplio ademán—. Y es que es mucho Eddie. No parece japonés. Tan juerguista.