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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

Sol naciente (12 page)

BOOK: Sol naciente
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—Daniel Okimoto, experto en política industrial japonesa. Arnold, con María. Y, detrás, Steve Martin con Arato Isozaki, el arquitecto que diseñó el museo…

—Un momento —dijo Connor.

Ella oprimió el botón de la consola. La imagen se congeló. Jenny parecía sorprendida.

—¿Le interesa Isozaki?

—No. Retroceda, por favor.

La cinta retrocedió y los fotogramas parpadearon, borrosos. Después de enfocar a Steve Martin, la cámara tomó una vista panorámica y pasó a grabar el coche siguiente. Pero, durante la panorámica, apareció un grupo de personas que ya se habían apeado de sus limusinas y avanzaban por la alfombrada acera.

—Ahí —exclamó Connor.

La imagen se congeló. Yo vi la figura ligeramente borrosa de una muchacha alta y rubia con vestido de cóctel negro que avanzaba al lado de un hombre atractivo con traje oscuro.

—Aja —hizo Jenny—. ¿Le interesa él o ella?

—Ella.

—Déjeme pensar —dijo Jenny, frunciendo el entrecejo—. Se la ve en fiestas con la gente de Washington desde hará unos nueve meses. Es la rubia de moda. La modelo atlética. Pero también sofisticada. Una especie de doble de Tatiana. Se llama… Austin. Cindy Austin, Carrie Austin… Cheryl, eso es, Cheryl Austin.

—¿Sabe algo más de ella? —pregunté.

Jenny movió la cabeza.

—Mire, yo creo que con que se sepa el nombre ya es mucho. No hacen más que salir chicas como ella. Aparece una nueva y la ves en todas partes durante seis meses o un año. Después, se esfuman. Sabe Dios a dónde van. ¿Quién va a poder seguirles la pista?

—¿Y el que la acompaña?

—Richard Levitt. Cirujano plástico. Tiene entre sus clientes a muchas grandes estrellas.

—¿Qué hace aquí?

Ella se encogió de hombros.

—Dejarse ver y estar a la que salta. Como tantos otros, es la pareja de las estrellas en un momento de apuro. Si su paciente está en trámite de divorcio, él la acompaña a las fiestas. Cuando no saca a una cliente, sale con modelos como ella. Desde luego, hacen buena pareja.

En el monitor, Cheryl y su acompañante caminaban hacia nosotros con movimientos intermitentes, un fotograma cada treinta segundos. Máxima lentitud. Observé que no se miraban en ningún momento. Ella parecía tensa, expectante.

—Bien: cirujano plástico y modelo, ¿qué tienen de particular esos dos? Porque, en una velada como ésta, no son más que comparsas.

—A ella la mataron esta noche —dijo Connor.

—Oh, ¿es ella? Muy interesante.

—¿Usted ya lo sabía? —pregunté.

—Desde luego.

—¿Salió en el telediario?

—No; no hubo tiempo de incluirlo en el de las once —dijo Jenny—. Y probablemente, tampoco salga mañana. No lo creo. En realidad, no es noticia.

—¿Y por qué no? —pregunté mirando a Connor.

—Vamos a ver, ¿qué relevancia puede tener?

—No acabo de entenderla.

—«Nakamoto» diría que sólo es noticia porque ocurrió en su fiesta, que dar la noticia es echarle un baldón. Y tendría razón, en cierto modo. Quiero decir que si a la chica la matan en la autopista no sale en el telediario. Si la matan en un atraco a una tienda abierta por la noche, no es noticia. Por lo tanto, si la matan en una fiesta…, ¿a quién le importa? Sigue sin ser noticia. Es joven y bonita pero no fuera de lo corriente. No es como si actuara en una serie o algo por el estilo.

Connor miró su reloj.

—¿Podemos ver las otras cintas?

—¿La grabación de la fiesta? Desde luego. ¿Buscan a esta chica en particular?

—Desde luego.

—Bien, allá vamos. —Jenny insertó la tercera cinta. Vimos… escenas de la fiesta del piso cuarenta y cinco: la orquesta de swing, parejas que bailaban bajo adornos colgantes. Mientras escudriñábamos la multitud, tratando de descubrir a la muchacha, Jenny dijo:

—En el Japón, no tendríamos que buscar a ojo. Los japoneses tienen ahora unos programas informáticos de identificación por vídeo muy sofisticados. Hay un programa con el que tú señalas una imagen, por ejemplo, una cara, y él, automáticamente, te muestra todas las tomas en las que aparece esa cara. Te la encuentra en una multitud o donde sea. Con una sola vista de un objeto tridimensional, te lo reconoce en todas las otras tomas. Es fantástico, aunque un poco lento, desde luego.

—Es extraño que esta cadena no lo tenga.

—Oh, aquí no está a la venta. En este país no existe el equipo japonés de vídeo más avanzado. Nos mantienen entre tres y cinco años por detrás. Y es privilegio suyo. Al fin y al cabo, es su tecnología y pueden hacer con ella lo que quieran. Pero sería útil en un caso como éste.

Las borrosas imágenes de la fiesta desfilaban a ritmo frenético.

De pronto, ella detuvo la imagen.

—Ahí. Al fondo, a la izquierda. La joven Austin hablando con Eddie Sakamura. Desde luego, él tenía que conocerla. Sakamura conoce a todas las modelos. ¿Velocidad normal?

—Sí, por favor —dijo Connor.

La cámara se paseó lentamente por la sala. Cheryl Austin permaneció en pantalla durante casi toda la toma. Hablaba con Eddie Sakamura, se reía echando atrás la cabeza y apoyando la mano en el brazo de él, satisfecha de estar a su lado. Eddie hacía visajes, deseoso de divertirla. Pero ella, de vez en cuando, miraba rápidamente alrededor. Como si esperase que ocurriera algo. O que llegara alguien.

Cuando Sakamura observó que no monopolizaba su atención, la asió del brazo y la atrajo con brusquedad. Ella volvió la cara hacia otro lado. Él se inclinó y dijo unas palabras, furioso. Entonces, un calvo se puso delante de la cámara. El potente foco le dio en la cara difuminándole las facciones y su cabeza nos tapó a Eddie y a la muchacha. Luego la cámara giró hacia la izquierda y los perdimos.

—Maldita sea.

—¿Otra vez? —preguntó Jenny, y volvió a pasar la escena.

—Es evidente que Eddie no está contento.

—Desde luego.

—Es difícil sacar conclusiones por lo que vemos —dijo Connor frunciendo la frente—. ¿Tiene sonido de esta escena?

—Desde luego —dijo Jenny—; pero probablemente será sólo bla bla. —La mujer pulsó botones y volvió a pasar la imagen. La banda sonora era un murmullo continuo. Sólo captamos una frase aislada.

De pronto, Cheryl Austin miró a Eddie Sakamura y dijo:

—… mala suerte si es importante para ti que me… La respuesta de él estaba distorsionada, pero poco después se le oía decir claramente:

—No comprendo… todo lo de la reunión del sábado.

Y, durante los últimos segundos de la toma, cuando la atrajo hacia sí, gruñó unas palabras que sonaban como:

—… seas estúpida… barata…

—¿Ha dicho «barata»? —pregunté.

—Algo por el estilo —dijo Connor.

—¿La paso otra vez? —preguntó Jenny.

—No —dijo Connor—. De ahí no podemos sacar nada más. Sigamos.

—Está bien —dijo Jenny.

La imagen se aceleró, los invitados se movían frenéticamente, reían y levantaban la copa con movimientos rápidos. Y entonces yo dije:

—Un momento.

De nuevo a velocidad normal. Una mujer rubia con un traje de chaqueta de seda de «Armani» daba la mano al calvo que había aparecido antes.

—¿Quién es? —preguntó Jenny mirándome.

—Su mujer —dijo Connor.

La mujer se inclinó y dio un leve beso en los labios al calvo.

Luego se apartó e hizo un comentario acerca del traje del hombre.

—Es abogada y trabaja en la oficina del fiscal del distrito —dijo Jenny—. Lauren Davis. Le ha ayudado en un par de casos importantes. El estrangulador de Sunset y el tiroteo Kellerman. Es muy ambiciosa. Lista y bien relacionada. Dicen que, si continúa en la profesión, tiene futuro. Y debe de ser verdad, porque Wyland no la deja abrir boca ante la Prensa. Como pueden ver, sabe presentarse, pero él la mantiene alejada de los micrófonos. El calvo es John McKenna, de «Regis McKenna» de San Francisco, la empresa que hace la publicidad de la mayoría de empresas de tecnología avanzada.

—Podemos seguir —dije.

Jenny oprimió el botón.

—¿De verdad es su esposa, o su compañero bromeaba?

—No; de verdad es mi esposa. Lo era.

—¿Están divorciados?

—No.

Jenny me miró y fue a decir algo. Luego pareció pensarlo mejor y volvió a mirar a la pantalla. En el monitor, la fiesta seguía desarrollándose a gran velocidad.

Yo me puse a pensar en Lauren. Cuando la conocí, era inteligente y ambiciosa, pero no sabía mucho de la vida. Se había criado en un ambiente privilegiado, había ido a escuelas privadas y tenía la profunda convicción de todos los privilegiados, de que lo que ella pensaba, probablemente, era verdad. O, por lo menos, era lo bastante válido como para regirse por ello. No había que contrastar nada con la realidad.

Era muy joven, eso también influía. Todavía estaba descubriendo el mundo, aprendiendo cómo funcionaba. Era entusiasta y podía apasionarse cuando defendía sus creencias. Pero, desde luego, sus creencias cambiaban constantemente, según quién fuera la última persona con la que había hablado. Era muy impresionable. Ella probaba las ideas del mismo modo en que algunas personas se prueban los sombreros. Siempre estaba informada de la última tendencia. A mí aquello me parecía refrescante y simpático, hasta que empezó a cansarme.

Porque no tenía personalidad, no tenía esencia. Era como un televisor: se limitaba a poner el último programa. Cualquiera que fuese. Nunca lo cuestionaba.

En el fondo, el mayor talento de Lauren era la adaptación. Era una experta en analizar la televisión, el periódico, lo que decía el jefe, todo lo que ella considerara una autoridad y deducir de dónde soplaba el viento. Y situarse donde ella creía que debía estar. No me sorprendió la noticia de que estuviera haciendo carrera. Sus valores, lo mismo que sus vestidos, eran siempre elegantes y actuales.

—… a usted, teniente, pero se hace tarde… ¿Teniente? Yo parpadeé y volví a la realidad del momento. Jenny me hablaba. Señalaba la pantalla en la que una imagen congelada mostraba a Cheryl Austin con su vestido negro entre dos hombres de mediana edad.

Miré a Connor, pero él estaba de espaldas, hablando por teléfono.

—¿Teniente? ¿Le interesa esto?

—Sí, desde luego. ¿Quiénes son?

Jenny accionó la cinta, pasándola a velocidad normal.

—El senador John Morton y el senador Stephen Rowe. Los dos están en la comisión de Finanzas. La que investiga lo relacionado con esa venta de la «MicroCon».

En la pantalla, Cheryl reía y movía la cabeza. En movimiento, era muy bonita, con una interesante mezcla de inocencia y sensualidad. Había momentos en los que su expresión era astuta, casi dura. Parecía conocer a los dos hombres, pero no muy bien. No se acercaba ni los tocaba, salvo para estrecharles la mano. Los senadores, a su vez, parecían conscientes de la cámara y mantenían una actitud afable pero formal.

—El país se va al garete y un jueves por la noche, los senadores de los Estados Unidos anclan de jarana, charlando con modelos —dijo Jenny—. No es de extrañar que tengamos problemas. Y ésos son gente importante. Se habla de Morton como candidato a la presidencia en las próximas elecciones.

—¿Qué sabe de ellos en el aspecto personal? —dije.

—Los dos están casados. Bien, Rowe está semiseparado. Su mujer vive en Virginia. Él alterna. Parece que le gusta beber.

Miré a Rowe en el monitor. Era el hombre que había entrado en el ascensor aquella noche, casi tambaleándose. Pero ahora no estaba borracho.

—¿Y qué hay de Morton?

—Al parecer es un hombre intachable. Un ex atleta. Tiene la manía de la forma física. Come de macrobiótico. Un hombre de familia. Su especialidad es la ciencia, y la tecnología. El medio ambiente. La competitividad norteamericana, los valores norteamericanos. Todas esas cosas. Pero no puede ser tan intachable. Al parecer, tiene una amiguita.

—¿Seguro?

Ella se encogió de hombros.

—Se dice que su equipo trata de hacerle romper. Pero quién sabe la verdad en estos casos.

La cinta fue expulsada y Jenny introdujo la siguiente.

—La última, señores.

Connor colgó y dijo:

—Olvídese de la cinta. —Se puso en pie—. Tenemos que marcharnos,
kohai
.

—¿Por qué?

—Estaba hablando con la Compañía Telefónica acerca de las llamadas hechas desde el teléfono público del vestíbulo del edificio «Nakamoto» entre las ocho y las diez.

—¿Y?

—Durante ese tiempo no se hizo ninguna llamada.

Yo sabía que Connor pensaba que alguien había salido del puesto de seguridad para hablar por el teléfono público; Colé o uno de los japoneses. Ahora había perdido toda esperanza de hallar una pista prometedora localizando la llamada.

—Lástima —dije.

—¿Lástima? —repitió Connor, sorprendido—. Eso está muy bien. Reduce considerablemente el campo de acción. Miss Gonzales, ¿hay cintas de la salida de la fiesta?

—¿De la salida? No. Una vez llegaron todos los invitados, los equipos subieron a grabar la fiesta y nos trajeron las cintas sin esperar a que terminara, para llegar antes del cierre de la edición.

—Muy bien. Entonces creo que hemos terminado. Muchas gracias por su ayuda. La felicito por lo bien informada que está.
Kohai
, vámonos.

Otra vez en el coche. Ahora, camino de Beverly Hills. Ya era más de la una y yo estaba cansado.

—¿Por qué es tan importante lo del teléfono del vestíbulo?

—Porque todo nuestro planteamiento del caso se basa en si alguien hizo o no hizo una llamada desde ese teléfono. Ahora lo importante es saber qué empresa japonesa está en pugna con la «Nakamoto».

—¿Qué empresa japonesa?

—Sí —dijo Connor—. Evidentemente, se trata de una compañía que pertenece a una
keiretsu
diferente.

—¿Una
keiretsu
?

—Los japoneses estructuran sus negocios en grandes organizaciones que ellos llaman
keiretsu
. Hay seis grandes organizaciones de éstas en el Japón y son enormes. Por ejemplo, la
keiretsu
de la «Mitsubishi» engloba a setecientas compañías que trabajan juntas, tienen financiación interrelacionada o convenios de índole diversa. En Norteamérica no existen estas grandes estructuras, porque violarían nuestra legislación antimonopolio. En el Japón, por el contrario, son la norma. Nosotros solemos pensar en corporaciones aisladas. Para situarnos en el contexto japonés, tendríamos que imaginar, por ejemplo, una asociación entre «IBM», «Citibank», «Ford» y «Exxon», mediante convenios secretos de cooperar o compartir financiación o investigación. Esto significa que una empresa japonesa nunca está sola sino que siempre actúa en asociación con cientos de empresas. Y en competencia con las compañías de otras
keiretsu
.

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