—Sí —dijo Connor moviendo la cabeza.
—Estábamos empezando a trabajar cuando viene un japonés de la «Nakamoto» con traje azul marino de mil dólares y nos hace saber que no piensa renunciar a su derecho a hablar con el oficial de enlace del Departamento de Policía de Los Ángeles antes de autorizarnos hacer algo en su jodido edificio. Y nos suelta que, probablemente, no habrá caso.
»Yo me digo qué cuernos pasa aquí. Esto es un homicidio. Este tío tiene que largarse. Pero el japonés habla un inglés perfecto y parece saber mucho de leyes. Y entonces todos los del Departamento ponen cara de circunstancias. Bueno, no tiene objeto forzar las cosas e iniciar una investigación contra todo procedimiento, digo yo, ¿no? Y el muy cabrito, duro con que no podemos hacer nada antes de que llegue el oficial de enlace. Yo no le veo la necesidad, con lo bien que él se explica. Yo creía que el oficial de enlace sólo intervenía cuando la gente no sabía el idioma, y aquel tío parecía haber estudiado leyes en Stanford. En fin… —suspiró en conclusión.
—… que me llamaste —dije.
—Sí.
—¿Quién es el hombre de «Nakamoto»?
—Mierda. —Graham miró sus notas con el ceño fruncido—. Isihara. Ishiguri. Algo por el estilo.
—¿Tienes su tarjeta? Te habrá dado una tarjeta.
—Sí. Se la pasé a Merino.
—¿Algún otro japonés?
—¿Bromeas? —rió Graham—. Los hay a montones. Ahí arriba han montado una jodida Disneylandia.
—Me refiero a la escena del crimen.
—Y yo también —dijo Graham—. No podemos echarlos. Dicen que el edificio es suyo y que tienen derecho a estar allí. Y no hay quien los mueva.
—¿Dónde es la fiesta?
—Un piso más abajo, en el cuarenta y cinco. Es todo un espectáculo. Hay por lo menos ochocientas personas. Estrellas de cine, senadores, diputados, lo que quieras. Está Madonna, creo, y Tom Cruise. El senador Hammond. El senador Kennedy. Elton John. El senador Morton. El alcalde Thomas. Wyland, el fiscal del distrito. Oye, a lo mejor está tu ex esposa, Pete. Todavía trabaja para Wyland, ¿no?
—Según mis últimas noticias.
—Debe de ser fabuloso joder a una abogada en lugar de ser jodido. Un cambio muy agradable.
Yo no deseaba hablar de mi ex mujer.
—Últimamente no nos vemos mucho —dije.
Sonó una campanilla y el ascensor dijo:
—
Yonjusan.
Graham miró los números luminosos de encima de la puerta.
—¿Tú te lo puedes creer?
—
Yonjushi
—dijo el ascensor—.
Mosugu de gozaimasu.
—¿Qué ha dicho?
—Casi hemos llegado.
—Joder —dijo Graham—. Si un ascensor tiene que hablar, por lo menos debería hablar en inglés. Todavía estamos en América.
—Apenas —dijo Connor contemplando el panorama.
—
Yonjugo
—dijo el ascensor.
La puerta se abrió.
Tenía razón Graham: era una fiesta por todo lo alto. Toda la planta se había convertido en una réplica de una sala de baile de los años cuarenta. Hombres con traje oscuro. Mujeres con vestido de cóctel. La orquesta tocaba música de Glenn Miller. Cerca del ascensor había un hombre de pelo gris y cara bronceada que me resultó vagamente familiar. Tenía hombros atléticos. Entró en el ascensor y me miró.
—Planta baja, por favor. —Olía a whisky.
Al momento, a su lado apareció un joven de traje oscuro.
—Este ascensor sube, senador.
—¿Cómo? —El hombre del pelo gris miró a su asistente.
—Este ascensor va para arriba.
—Bueno, pues yo quiero ir para
abajo.
—El hombre hablaba con la estudiada precisión del borracho.
—Sí, señor. Ya lo sé, señor —respondió el ayudante con jovialidad—. Tomaremos el ascensor de al lado, senador. —Con mano firme, agarró del codo al hombre del pelo gris y lo sacó del ascensor.
Las puertas se cerraron. El ascensor siguió subiendo.
—Ya ves para lo que sirven los dólares de tus impuestos —dijo Graham—. ¿Lo reconociste? El senador Stephen Rowe. Es una alegría encontrarlo divirtiéndose en la fiesta, si tomamos en consideración que forma parte del Comité de Finanzas del Senado que dicta las disposiciones que rigen para las importaciones del Japón. Además, este Rowe, al igual que su colega, el senador Kennedy, es un tenorio.
—Oh, ¿sí?
—Y también dicen que bebe cantidad.
—Ya me he dado cuenta.
—Por eso le acompaña el chico. Para que no se meta en líos.
El ascensor se paró en el piso cuarenta y seis. Se oyó un leve «ping» electrónico.
—
Yonjuroku. Domo arigato gozaimasu.
—Por fin —dijo Graham—. A ver si ahora podemos empezar a trabajar.
Se abrieron las puertas. Nos encontramos delante de una muralla de trajes azul marino, vueltos de espaldas a nosotros. Delante del ascensor debía de haber por lo menos veinte hombres. El aire estaba cargado de humo de tabaco.
—Abran paso, abran paso —dijo Graham, repartiendo empujones a derecha e izquierda. Yo le seguí. Detrás de mí iba Connor, en silencio y procurando no llamar la atención.
El piso cuarenta y seis estaba diseñado para albergar las oficinas de dirección de «Industrias Nakamoto» y era impresionante. Desde la alfombrada zona de recepción, delante de los ascensores, se veía toda la planta: era un gigantesco espacio diáfano. Medía unos sesenta metros por cuarenta; aproximadamente, la mitad de un campo de fútbol. Todo contribuía a transmitir una sensación de grandiosidad y elegancia: el alto techo, cubierto de madera, el regio mobiliario, las tapicerías en negro y gris y la mullida alfombra. Los sonidos quedaban amortiguados y las suaves luces acentuaban el efecto de sobria suntuosidad. Parecía más un Banco que una oficina comercial.
El Banco más lujoso que hayan visto.
Te daban ganas de pararte a mirar. Yo me quedé junto a la cinta amarilla que cerraba el acceso a la planta, contemplando lo que me rodeaba. Delante había un atrio, una especie de pequeña plaza de toros para secretarias y empleados de menor categoría. Los grupos de escritorios, se alternaban con las plantas de interior que dividían el espacio. En el centro del atrio, se exhibía una gran maqueta de la torre Nakamoto con el complejo de edificios adyacentes todavía en construcción. Un foco iluminaba la maqueta, pero el resto del atrio estaba en penumbra, sólo con el alumbrado nocturno.
Alrededor del atrio estaban los despachos de los jefes. Los tabiques que daban al atrio eran de vidrio, lo mismo que los muros exteriores, de manera que desde donde me encontraba veía los rascacielos de alrededor. Tenías la impresión de estar flotando en el espacio.
Había dos salas de juntas, una a la derecha y otra a la izquierda, separadas del atrio por tabiques de vidrio. La sala de la derecha era más pequeña y en ella estaba el cadáver de la muchacha, tendido sobre una larga mesa negra. Llevaba vestido negro. Una pierna le colgaba por el borde de la mesa. No vi sangre. Aunque me encontraba bastante lejos, quizás a unos sesenta metros. Era difícil distinguir detalles a aquella distancia.
Oí el chisporroteo de las radios de la Policía y la voz de Graham que decía:
—Aquí tienen a su enlace, caballeros. A ver si ahora podemos empezar la investigación. ¿Peter?
Me volví hacia los japoneses que estaban al lado del ascensor. No sabía a cuál tenía que dirigirme; hubo un momento de desconcierto, hasta que uno de ellos se adelantó. Tenía unos treinta y cinco años y llevaba traje caro. El hombre hizo una pequeña inclinación, sólo una insinuación, doblando el cuello. Yo correspondí moviendo la cabeza a mi vez. Luego, él habló.
—
Konbanwa Hajimenashite Sunisu-san. Ishigura desuo. Dozo yoroshiku.
—Un saludo formal pero parco. Sin perder tiempo. Se llamaba Ishigura. Ya conocía mi nombre. Yo contesté:
—
Hajimemashite. Watashi wa Sumisu desu. Dozo yoroshiku.
—¿Cómo está usted? Encantado de conocerle. Lo normal.
—
Watashi no meishi desu. Dozo.
—Me dio su tarjeta profesional. Tenía movimientos rápidos, bruscos.
—
Domo arigato gozaimasu.
—Tomé su tarjeta con las dos manos, aunque no era necesario, pero, siguiendo el consejo de Connor, quería obrar con toda la ceremonia. Luego, yo le di mi tarjeta. El ritual exigía que cada uno de nosotros mirase la tarjeta del otro e hiciera un pequeño comentario o una pregunta, por ejemplo: «¿Es este el número de teléfono de su despacho?».
Ishigura tomó mi tarjeta con una sola mano y dijo:
—¿Es éste el número de teléfono de su casa, detective? —Quedé sorprendido. Hablaba ese inglés sin acento que sólo se aprende viviendo aquí mucho tiempo y de joven. Debía de haber estudiado aquí. Uno de los miles de japoneses que estudiaban en América en los setenta, en la época en que ellos enviaban a América a ciento cincuenta mil estudiantes al año y nosotros, al Japón, a doscientos.
—Sí, ese de abajo es mi número —dije.
Ishigura se guardó mi tarjeta en el bolsillo de la camisa. Yo empecé a hacer un comentario cortés acerca de su tarjeta, pero él me interrumpió.
—Detective, creo que podemos prescindir de formalidades. Si esta noche tenemos aquí un problema es sólo porque su colega se muestra poco razonable.
—¿Mi colega?
Ishigura movió secamente la cabeza.
—El gordo. Graham. Sus exigencias son disparatadas, y nos oponemos a que esta noche se haga una investigación.
—¿Por qué, Mr. Ishigura? —pregunté.
—No existe causa justificada.
—¿Por qué lo dice?
Ishigura resopló.
—Imaginaba que eso sería evidente incluso para usted.
Yo conservé la calma. Cinco años de detective y uno en el Departamento de Prensa me habían entrenado en no dejarme provocar.
—No, señor; lamento decirle que no es evidente.
Él me miró con desdén.
—Es un hecho, teniente, que no tienen ustedes razón para relacionar la muerte de esta muchacha con la fiesta que celebramos en el piso de abajo.
—Ella parece llevar traje de fiesta…
Él me interrumpió con rudeza:
—Supongo que, probablemente, descubrirán que ha muerto de una sobredosis accidental. Y, por lo tanto, su muerte nada tiene que ver con nuestra fiesta. ¿No está de acuerdo?
Yo aspiré profundamente.
—No, señor; no estoy de acuerdo. No sin hacer una investigación. —Volví a suspirar—. Mr. Ishigura, yo comprendo su preocupación, pero…
—No creo que la comprenda —dijo Ishigura volviendo a interrumpirme—. Insisto en que tome en consideración la situación de la «Nakamoto» esta noche. Es una noche muy importante para nosotros, una noche muy
pública.
Naturalmente, nos causa consternación la idea de que el acto pueda quedar deslucido por alegaciones infundadas sobre la muerte de una mujer, especialmente, de una mujer sin importancia.
—¿Una mujer sin importancia?
Ishigura agitó la mano con displicencia. Parecía harto de hablar conmigo.
—Está bien claro. No hay más que mirarla. Es una vulgar prostituta. No sé ni cómo ha podido entrar en el edificio. Y en consecuencia protesto enérgicamente por la intención del detective Graham de interrogar a los invitados a la recepción. Está fuera de toda razón. Tenemos entre nuestros invitados a muchos senadores, congresistas y altos funcionarios de Los Ángeles. Comprenderá que personas tan preeminentes han de encontrar extraño…
—Un momento —dije—. ¿El detective Graham le dijo que iba a interrogar a todos los asistentes a la recepción?
—Eso dijo, sí.
Ahora, por fin, empezaba a comprender por qué me habían llamado. A Graham no le gustaban los japoneses y les había amenazado con estropearles la fiesta. Desde luego, no podía hacerlo. Graham no podía interrogar a senadores de Estados Unidos, y no digamos al fiscal general o al alcalde. No, si quería ir a trabajar al día siguiente. Pero los japoneses le reventaban y decidió incordiarlos.
—Podríamos colocar un registro de salida abajo para que sus invitados firmaran a medida que van saliendo.
—Lo siento, pero eso sería muy difícil —empezó Ishigura—. Sin duda usted reconocerá…
—Mr. Ishigura, eso es lo que vamos a hacer.
—Pero lo que usted pide es muy difícil…
—Mr. Ishigura.
—Esto va a causarnos…
—Mr. Ishigura, lo siento. Acabo de decirle el procedimiento que va a seguir la Policía.
Él se puso rígido. Hubo una pausa. Se enjugó el sudor del labio superior y dijo:
—Me defrauda, teniente, no encontrar en usted más colaboración.
—¿Colaboración? —Aquí empecé a mosquearme—. Mr. Ishigura, ahí dentro tiene a una mujer muerta, y nuestro trabajo consiste en investigar qué ocurrió a…
—Pero debe reconocer las especiales circunstancias en que nosotros…
Entonces oí decir a Graham:
—¡Ay, mierda, pero
qué es eso!
Miré por encima del hombre y vi a un japonés bajo, con aspecto de intelectual, unos veinte metros más allá de la cinta amarilla. Estaba haciendo fotografías del escenario del crimen. La cámara era tan pequeña que casi quedaba disimulada dentro de la mano. Pero lo que no quedaba disimulado era que aquel hombre había cruzado la barrera para hacer fotografías. Vi que retrocedía lentamente hacia nosotros, que levantaba las manos un momento para hacer una fotografía y que parpadeaba detrás de sus gafas de montura metálica, buscando otro motivo. Se movía pausadamente.
Graham se acercó a la cinta y dijo:
—¡Por los clavos de Cristo, salga de ahí, hombre! Esto es el escenario de un crimen. No puede usted hacer fotografías. —El hombre no respondió y siguió andando de espaldas. Graham se volvió—: ¿Quién es ese hombre?
—Es Mr. Tanaka, empleado nuestro. Trabaja para el departamento de Seguridad de «Nakamoto».
Yo no daba crédito a mis ojos. Los japoneses tenían a un empleado paseándose por dentro del espacio acotado con las cintas amarillas, contaminando el escenario del crimen. Era indignante.
—Sáquelo de ahí —dije.
—Está haciendo fotografías.
—No puede hacer fotografías.
—Son para uso de la empresa —dijo Ishigura.
—Eso no me importa, Mr. Ishigura —contesté—. No se puede pasar de la cinta amarilla, ni se pueden hacer fotografías. Sáquelo de ahí. Y deme la película, por favor.
—Muy bien. —Ishigura dijo unas rápidas palabras en japonés. Yo me volví a tiempo de ver a Tanaka deslizarse por debajo de la cinta amarilla y desaparecer tras la barrera de hombres de traje azul marino. Por encima de sus cabezas, vi abrirse y cerrarse las puertas del ascensor.