—De acuerdo —dijo Morton.
—Recuerde: el gesto
masculino
, el gesto
enérgico
, el gesto
dominador
.
—¿No podríamos grabarlo? —dijo Morton.
—Lynn hará que acabe por enfadarse —dijo Woodson.
—De acuerdo —dijo Lynn—. Graben el ensayo. Adelante.
El senador Morton caminaba hacia la cámara.
—Quizá, lo mismo que yo —dijo—, ustedes estén preocupados por la erosión que viene sufriendo desde hace unos años nuestra situación nacional. Estados Unidos sigue siendo la primera potencia militar, pero nuestra seguridad depende de nuestra capacidad para defendernos tanto en lo militar como en lo económico. Y en lo económico nos estamos quedando atrás. ¿En qué medida? Durante las dos últimas administraciones, Estados Unidos ha pasado de ser el mayor acreedor a ser el mayor deudor que ha conocido el mundo. Nuestras industrias han quedado rezagadas respecto a las del resto del mundo. Nuestros trabajadores están menos capacitados que los de otros países. Nuestros inversores exigen beneficios a corto plazo e impiden a nuestras industrias hacer planes para el futuro. En consecuencia, nuestro nivel de vida está bajando rápidamente. Las perspectivas para nuestros hijos son sombrías.
—Por fin alguien lo dice en voz alta —murmuró Connor.
—Y, en estos momentos de crisis nacional —prosiguió Morton—, muchos norteamericanos tienen, además, otra preocupación. La merma de nuestro poderío económico nos hace vulnerables a otro tipo de invasión. Muchos norteamericanos temen que nos convirtamos en una colonia económica del Japón o de Europa. Pero, sobre todo, del Japón. Muchos norteamericanos perciben que los japoneses están apoderándose de nuestras industrias, nuestros lugares de esparcimiento y hasta de nuestras ciudades. —Señaló con un ademán el campo de golf y los rascacielos del fondo.
»Y muchos temen que, de este modo, el Japón haya adquirido el poder de forjar y decidir el futuro de Norteamérica.
Morton hizo una pausa debajo del árbol, como si reflexionara.
—¿En qué medida están justificados estos temores por el futuro de Estados Unidos? ¿En qué medida debemos preocuparnos? Hay quienes dicen que las inversiones extranjeras son una bendición, que ayudan a nuestro país. Otros opinan todo lo contrario y piensan que estamos vendiendo nuestro patrimonio. ¿Qué actitud es la correcta? ¿Cuál tiene que…, cuál debería…? ¡Oh,
mierda!
¿Qué viene ahora?
—Corten, corten —aulló Edgar Lynn—. Toma cinco todo el mundo. Quiero pulir unas cuantas cosas y luego grabamos en serio. Muy bien, senador. Me ha gustado.
La «script» dijo:
—«¿Cuál debemos asumir por el futuro de Norteamérica?», senador.
Él repitió:
—¿Cuál debemos asumir por el futuro de…? —Sacudió la cabeza—. No es de extrañar que no consiga acordarme. Hay que cambiar la frase. Margie, vamos a rectificar, por favor. No, déjelo, tráigame el texto, yo lo rectificaré.
La nube de personal de maquillaje y vestuario lo envolvió otra vez, estirando y atusando.
—Esperen aquí —dijo Woodson—. A ver si consigo traérselo unos minutos.
Estábamos al lado de un remolque que zumbaba ligeramente y del que salían cables eléctricos. Cuando Morton venía hacia nosotros, se le acercaron corriendo dos ayudantes que blandían gruesos listados.
—John, tienes que ver esto.
—John, será mejor que consideres esto.
—¿Qué es? —preguntó Morton.
—La última encuesta «Gallup and Fielding».
—John, esto es un sondeo contrastado por grupos de edad.
—¿Y…?
—Estamos abajo, John. El Presidente
tiene razón
.
—No me digas eso. Yo soy el contrincante del Presidente.
—Pero está en lo cierto sobre esa palabra. No puedes pronunciarla en tu anuncio de la televisión.
—¿Que no puedo decir «economizar»?
—No puedes, John.
—Es mortal, John.
—Las cifras cantan.
—¿Quieres que repasemos las cifras, John?
—No —dijo Morton. No nos miró—. En seguida termino —dijo con una sonrisa.
—Pero escucha, John…
—Está bien claro, John. «Economizar» sugiere el nivel de vida. La gente ya experimenta ahora la disminución del nivel de vida. No quieren oír hablar de eso.
—¡Pero si no es eso! —dijo Morton—. Nada de eso.
—John, es lo que
piensan
los electores.
—Pues se equivocan.
—John, lo que tú pretendes es educar a los electores, ni más ni menos.
—Sí, yo quiero educarlos. «Economizar» no significa reducir el nivel de vida. Significa tener más riqueza, poder y libertad. La idea no es conformarse con menos. La idea es hacer todo lo que uno hace ahora, caldear la casa, conducir el coche, etcétera, gastando menos combustible. Pongamos sistemas de calefacción más eficaces en nuestras casas y coches más eficaces en nuestras calles. Tengamos un aire más limpio y saludable. Puede hacerse. Otros países lo han hecho. El Japón lo ha hecho.
—John, piénsalo.
—El Japón, no.
—Durante los últimos veinte años, el Japón ha reducido los costes de energía en los productos manufacturados en un sesenta por ciento. Estados Unidos no ha hecho nada. Ahora el Japón puede fabricar sus artículos con menor coste porque ha fomentado la inversión en la tecnología de bajo consumo energético. Economizar es ser competitivos. Y nosotros no somos competitivos.
—Muy bien, John: economías y estadísticas. Una
pesadez
.
—Eso a nadie le importa.
—Le importa al pueblo norteamericano —dijo Morton.
—John, no les importa en absoluto.
—Ni te escucharán. Mira, John, aquí tenemos análisis de opinión por grupos de edad, con especial atención a los de más de cincuenta y cinco años que es el bloque electoral más sólido. En esto no pueden ser más claros: no quieren recortes. Nada de economizar. La gente mayor está en contra.
—Pero la gente mayor tiene hijos, y nietos. Tienen que preocuparse por el futuro.
—Les importa un pimiento. John, está aquí, en blanco y negro. Ellos piensan que sus hijos no se preocupan por ellos, y tienen razón. Por lo tanto, ellos tampoco se preocupan por sus hijos. Así de sencillo.
—Pero los niños…
—Los niños no votan, John.
—Por favor, John, haznos caso.
—Nada de economizar, John. Competitividad, sí. Visión de futuro, sí. Afrontar nuestros problemas, sí. Un nuevo espíritu, sí. Pero no hables de economizar. No tienes más que mirar las cifras. No uses esa palabra.
—Por favor.
—Lo pensaré, chicos —dijo Morton.
Los dos ayudantes parecieron comprender que esto era lo más que iban a conseguir. Cerraron los listados con un golpe seco.
—¿Quieres que te enviemos a Margie para cambiar el texto?
—No; aún tengo que pensarlo.
—Quizá Margie pudiera hacer cuatro líneas en borrador.
—No.
—Está bien, John. Está bien.
—¿Saben? —dijo Morton cuando los dos hombres se iban—. Algún día, un político norteamericano hará lo que él crea justo, en lugar de lo que dicen los sondeos. Y va a resultar revolucionario.
Los dos ayudantes se volvieron al unísono.
—Vamos, John. Estás cansado.
—Ha sido un viaje muy largo. Es comprensible.
—John, confía en nosotros, tenemos las cifras. Nosotros te decimos lo que piensa la gente, con una aproximación del noventa y cinco por ciento.
—Yo sé muy bien lo que piensan. Se sienten frustrados. Y yo sé por qué. Hace quince años que carecen de
liderazgo
.
—John, no salgamos otra vez con eso. Estamos en el siglo veinte. Liderazgo es la facultad de decir lo que la gente quiere oír.
Los dos ayudantes se fueron.
Inmediatamente, vino Woodson con un teléfono portátil. Fue a decir algo pero Morton levantó la mano.
—Ahora no, Bob.
—Senador, creo que debería hablar…
—
Ahora no
.
Woodson retrocedió. Morlón miró su reloj.
—¿Ustedes son Mr. Connor y Mr. Smith?
—Sí —dijo Connor.
—Paseemos —dijo Morton. Echó a andar alejándose del equipo de filmación, en dirección a una colina que dominaba el campo de golf. Era viernes. No había mucha gente jugando. Nos detuvimos a unos cincuenta metros del equipo.
—Les pedí que vinieran porque tengo entendido que son ustedes los oficiales encargados del caso «Nakamoto».
Yo iba a puntualizar que eso no era exacto, que el oficial encargado del caso era Graham cuando Connor dijo:
—Efectivamente, somos nosotros.
—Me gustaría hacerles unas preguntas sobre el caso. Tengo entendido que ya está resuelto.
—Parece estarlo.
—¿La investigación ha terminado?
—A todos los efectos prácticos, sí —dijo Connor—. La investigación ha terminado.
Morton movió la cabeza afirmativamente.
—Tengo entendido que ustedes dos están especialmente bien informados acerca de la comunidad japonesa, ¿no es así? Uno de ustedes incluso ha vivido en el Japón.
Connor se inclinó ligeramente.
—¿Es usted el que esta mañana ha jugado al golf con Hanada y Asaka? —preguntó Morton.
—Está bien informado.
—Esta mañana hablé con Mr. Hanada. Hemos estado en contacto en varias ocasiones, en relación con otros asuntos. —Morton se volvió bruscamente y dijo—: Mi pregunta es la siguiente: ¿El asunto «Nakamoto» tiene relación con la «MicroCon»?
—¿Qué quiere decir? —preguntó Connor.
—La venta de la «MicroCon» a los japoneses ha sido sometida a la consideración del Comité de Finanzas del Senado, que yo presido. Nos han solicitado un informe los miembros del Comité de Ciencia y Tecnología que es el que en realidad debe autorizar la venta. Como ustedes ya sabrán, es un asunto polémico. Anteriormente, yo me había opuesto formalmente a ella. Por diversas razones. ¿Está usted al corriente del caso?
—Sí —dijo Connor.
—Es un asunto que me causa muchos quebraderos de cabeza —prosiguió Morton—. La alta tecnología de la «MicroCon» fue desarrollada, en parte, con el dinero de los contribuyentes norteamericanos. Me indigna que nuestros contribuyentes tengan que pagar una investigación que luego se vende a los japoneses, los cuales se servirán de ella para hacer la competencia a nuestras propias empresas. Yo estoy convencido de que debemos proteger el sector de la tecnología norteamericana. Debemos proteger nuestros recursos intelectuales. Debemos limitar las inversiones extranjeras en nuestras empresas y Universidades. Pero, por lo visto, estoy solo en esto. No encuentro apoyo ni en el Senado ni en la industria. El Departamento de Comercio no me ayuda. Les preocupa que el asunto pueda perjudicar las negociaciones sobre el arroz. El
arroz
. Hasta el Pentágono está contra mí en esto. Y se me ha ocurrido que, puesto que la «Nakamoto» es la empresa madre de «Akai Ceramics», tal vez los sucesos de esta noche tengan relación con la venta.
Hizo una pausa. Nos miraba fijamente. Casi daba la impresión de que esperaba que supiéramos algo.
—Que yo sepa, no existe ninguna relación —dijo Connor.
—¿La «Nakamoto» ha hecho algo poco ético o ilícito para forzar la venta?
—Nada que yo sepa.
—¿Y la investigación está oficialmente cerrada?
—Sí.
—Quería tener la seguridad. Porque, si retiro mi oposición a la venta, luego no quiero encontrarme con que he metido la mano en un nido de serpientes. Se podría decir que la fiesta de la «Nakamoto» fue una tentativa de desarmar a los contrarios a la venta. Y un cambio de actitud podría interpretarse torcidamente. Ya debe usted de saber que los del Congreso lo mismo te pillan por un sí como por un no, en un caso como éste.
—¿Abandona la oposición a la venta? —preguntó Connor.
Desde el otro lado del césped, un ayudante dijo:
—Senador, le esperan, señor.
—En fin —dijo Morton—, en este caso estoy arriesgando mucho. Nadie está de acuerdo conmigo por lo que se refiere a la «MicroCon». Personalmente creo que es otro caso Fairchild. Pero, si la batalla no puede ganarse, digo yo, ¿por qué luchar? De todos modos, no faltarán batallas que librar. —Irguió el cuerpo y se arregló la americana.
—¿Senador? Cuando quiera, señor —insistió el ayudante. Y agregó—: Les preocupa la luz.
—Les preocupa la luz —dijo Morton sacudiendo la cabeza.
—No le entretenemos más —dijo Connor.
—De todos modos, necesitaba su información. Quedamos en que lo de anoche no tiene nada que ver con la «MicroCon». Que las personas involucradas no tienen nada que ver con este asunto. No quiero leer en los periódicos dentro de un mes que alguien estaba moviendo los hilos entre bastidores, a favor o en contra de la venta. No hay nada de eso.
—Que yo sepa, nada —dijo Connor.
—Señores, gracias por haber venido —dijo. Nos estrechó la mano, dio media vuelta y se alejó unos pasos. Luego retrocedió—. Agradeceré que consideren lo dicho estrictamente confidencial. Porque hay que tener cuidado. Estamos en guerra con el Japón. —Sonrió con la boca torcida—. Las indiscreciones hunden barcos.
—Sí —dijo Connor—. Y recordad Pearl Harbour.
—Dios, eso también. —Sacudió la
cabeza
. Bajó la voz para agregar en el tono en que debía de bromear con los otros chicos del Senado—: Tengo colegas que dicen que antes o después vamos a tener que tirar otra bomba. Ellos creen que llegaremos a ese extremo. —Sonrió—. Desde luego, yo no pienso así. Habitualmente.
Sonriendo todavía, fue hacia donde estaba el equipo. Mientras caminaba, iba recogiendo gente, primero, una mujer con las modificaciones del texto, después, un empleado de vestuario, a continuación, un técnico de sonido que le ajustaba el micrófono y le colocaba la batería en la cintura, la maquilladora, hasta que, al fin, el senador desapareció y sólo se veía a un grupo de gente que avanzaba por el césped con dificultad.
—Me gusta —dije.
Volvíamos a Hollywood. El
smog
envolvía los edificios.
—¿Por qué no iba a gustarle? —dijo Connor—. Es un político. Su trabajo consiste en agradarle.
—Pues entonces es bueno en su trabajo.
—Yo diría que muy bueno.
Connor miraba por la ventanilla en silencio. Yo tenía la impresión de que algo le preocupaba.
—¿No le han gustado las cosas que decía en el anuncio? —pregunté—. Se parecían a las que dice usted.