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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

Sol naciente (40 page)

BOOK: Sol naciente
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La pantalla se oscureció.

Morton se echó hacia atrás en el asiento.

—¿Cuándo se pasará?

—Empezaremos dentro de nueve semanas. Pase de prueba en Chicago y ciudades hermanadas, exhibición ante grupos seleccionados, modificaciones, si da lugar y luego, en julio, difusión a escala nacional.

—Mucho después de que la «MicroCon»…

—Oh, sí.

—Está bien. Adelante.

Woodson sacó la cinta y salió de la habitación. Morton se volvió hacia nosotros.

—Ustedes dirán.

Connor esperó a que se cerrara la puerta. Entonces dijo:

—Senador, hablemos de Cheryl Austin.

Hubo una pausa. Morton miró a cada uno de nosotros. Su cara se había quedado inexpresiva.

—¿Cheryl Austin?

—Sí, senador.

—No estoy seguro de saber quién…

—Sí, senador —dijo Connor. Y entregó a Morton un reloj. Era un «Rolex» de oro, de mujer.

—¿De dónde lo ha sacado? —dijo Morton. Ahora su voz era baja, helada.

Llamaron a la puerta.

—Seis minutos, senador —dijo una mujer volviendo a cerrar la puerta.

—¿De dónde lo ha sacado? —repitió.

—¿No lo sabe? —dijo Connor.

—Ni siquiera ha mirado el reverso. La inscripción.


¿De dónde lo ha sacado?

—Senador, nos gustaría hablar de ella con usted. —Sacó del bolsillo una bolsa transparente y la dejó encima de la mesa que había al lado de Morton. Contenía unas bragas negras.

—No tengo nada que decirles, señores —respondió Morton—. Nada en absoluto.

Connor sacó ahora del bolsillo una cinta de vídeo y la puso al lado del senador.

—Es la cinta de una de cinco cámaras que grabaron el incidente ocurrido en el piso cuarenta y seis. La cinta ha sido modificada, pero aun así se pudo extraer una imagen que muestra quién era la persona que estaba con Cheryl Austin.

—No tengo nada que decir —repitió Morton—. Las cintas pueden retocarse una y mil veces. No demuestran nada. Todo eso son mentiras y alegaciones sin base.

—Lo siento, senador —dijo Connor.

Morton se puso en pie y empezó a pasear.

—Señores, quiero que se den cuenta de la gravedad de los cargos que contemplan. Las cintas pueden modificarse. Estas cintas en particular han estado en poder de una compañía japonesa que, podría aducirse, desea ejercer influencia sobre mí. Yo les aseguro que lo que muestren las cintas no resistirá un análisis minucioso. El público verá en ello el intento de calumniar a uno de los pocos norteamericanos que no tiene empacho en denunciar la amenaza japonesa. Y, por lo que a mí respecta, ustedes no son sino peones en manos de potencias extranjeras. No miden las consecuencias de sus actos. Hacen imputaciones peligrosas sin pruebas. No tienen testigos de lo que supuestamente pudiera ocurrir. En realidad, yo diría incluso…

—Senador. —La voz de Connor era suave pero insistente—. Antes de que siga hablando y diga algo que pueda lamentar, ¿haría el favor de mirar al estudio? Hay una persona a la que debe usted ver.

—¿Qué significa esto?

—Sólo un momento, senador. Mire, por favor.

Resoplando airadamente, Morton se acercó a la ventana y miró al estudio. Yo miré también. Vi a los periodistas balanceándose en sus sillones giratorios, riendo y bromeando, mientras esperaban que llegara el momento de hacer sus preguntas. Vi al moderador ajustarse la corbata y prenderse el micro. Vi a un operario pasar un paño por el rótulo de PROTAGONISTAS DE LA NOTICIA. Y, en un rincón, en el lugar en que le habíamos dicho que estuviera, vi una figura familiar que estaba de pie, con las manos en los bolsillos, mirándonos.

Eddie Sakamura.

Desde luego, lo había organizado Connor. Cuando, al abrir la puerta de mi sala de estar, vio a mi hija sentada en el suelo jugando a las construcciones con Eddie Sakamura, ni parpadeó. Sólo dijo:

—Hola, Eddie. Me preguntaba cuánto tardarías en venir.

—Llevo aquí todo el día —dijo Eddie. Parecía enojado—. Hay que ver, ustedes. Todo el día sin aparecer. Y yo, espera y espera. Tomé un bocata de gelatina y manteca de cacao con Shelly. Tiene una hija preciosa, teniente. Muy lista.

—Eddie me hace reír —dijo mi hija—. Fuma, papá.

—Ya veo —dije. Me sentía torpe y estúpido. Todavía estaba tratando de comprender.

Mi hija se me acercó y levantó los brazos.

—Súbeme, papá.

Yo la subí.

—Muy lista —dijo Eddie—. Hemos hecho un molino, ¿ve? —Hacía girar las aspas del Tinkertoy—. Funciona.

—Creí que había muerto —dije.

—¿Yo, muerto? —rió—. No. Nada de muerto, Tanaka, muerto. Y mi coche, triturado. —Se encogió de hombros—. Tengo mala suerte con los «Ferrari».

—Tanaka, también —dijo Connor.

—¿Tanaka? —pregunté.


Papá
, ¿puedo ver
La Cenicienta
?

—Ahora, no —dije—. ¿Por qué iba Tanaka en el coche?

—Le entró miedo —dijo Eddie—, muy nervioso. Quizá también culpable. Debió de asustarse, no sé.

—¿Usted y Tanaka se llevaron las cintas?

—Sí. Desde luego. Inmediatamente. Ishigura dice a Tanaka: Saca las cintas. Y entonces Tanaka las saca. Desde luego. Pero yo conozco a Tanaka y voy con él. Tanaka las lleva a un laboratorio.

Connor asintió.

—¿Y quiénes fueron al Imperial Arms?

—Sé que Ishigura envió a varios hombres, a limpiar. No sé quiénes.

—¿Y tú te fuiste al restaurante?

—Desde luego, sí. Después, a la fiesta. A casa de Rod. Sin problemas.

—¿Y las cintas, Eddie?

—Ya se lo dije. Tanaka se las llevó. No sé a dónde. Se marchó. Él trabaja para Ishigura. Para «Nakamoto».

—Comprendo —dijo Connor—. Pero no se llevó todas las cintas, ¿verdad?

Eddie sonrió con la boca torcida.

—¡Eh!

—¿Tú te quedaste algunas?

—No. Sólo una. Por equivocación, ¿comprende? Se me quedó en el bolsillo. —Sonrió.

—¿Puedo ver el canal Disney, papá? —preguntó Michelle.

—Sí. —La puse en el suelo—. Elaine te lo pondrá.

Mi hija se fue. Connor siguió hablando con Eddie. Poco a poco, fue perfilándose la secuencia de los hechos. Tanaka se había llevado las cintas y, al parecer, durante la noche, se dio cuenta de que faltaba una. Adivinó lo ocurrido, dijo Eddie, y volvió a casa de Eddie en busca de la cinta que faltaba. Encontró a Eddie con las chicas. Exigió que le diera la cinta.

—Yo no lo sé de cierto, pero, después de hablar con usted, sospeché que me han tendido una trampa. Tuvimos una fuerte discusión.

—Y entonces llega la Policía. Llega Graham.

Eddie asintió lentamente.

—Tanaka-san se caga de miedo. ¡Eh! Es japonés desgraciado.

—Y entonces tú le obligaste a decírtelo todo…

—Oh, sí, capitán. Me lo cuenta de prisa.

—Y, en correspondencia, tú le dices dónde está la cinta que falta.

—Desde luego. En mi coche. Le doy las llaves. Para que pueda abrirlo. Él tiene las llaves.

Tanaka bajó al garaje a buscar la cinta. Los agentes que estaban abajo le dieron el alto. Él puso en marcha el coche y se fue.

—Yo lo vi marchar, John. Conducía fatal.

De modo que era Tanaka el que conducía cuando el coche se estrelló contra la pared de hormigón. Era Tanaka el que había muerto carbonizado. Eddie dijo que él se había escondido entre los arbustos detrás de la piscina hasta que todos se fueron.

—Hacía un frío del carajo.

—¿Usted lo sabía? —pregunté a Connor.

—Lo sospechaba. Las noticias del accidente decían que el cuerpo estaba calcinado y que hasta las gafas se habían derretido.

—¡Eh!, yo no llevo gafas —dijo Eddie.

—Exactamente —dijo Connor—. Para más seguridad, pedí a Graham que lo comprobara. No encontró gafas en casa de Eddie. Por lo tanto, el hombre del coche no podía ser Eddie. Al día siguiente, cuando fuimos a casa de Eddie, ordené a los agentes que comprobaran las matrículas de todos los coches aparcados en la calle. Efectivamente, había un sedán «Toyota» amarillo un poco más arriba de la casa, a nombre de Akira Tanaka.

—¡Eh!, bastante bueno —dijo Eddie—. Elegante.

—¿Y dónde ha estado hasta ahora? —pregunté.

—En casa de Jasmine. Muy bonita casa.

—¿Quién es Jasmine?

—Pelirroja. Muy simpática. Tiene jacuzzi.

—¿Y por qué ha venido aquí?

—Tenía que venir —dijo Connor—. Tiene usted su pasaporte.

—Exacto —dijo Eddie—. Y yo tengo su tarjeta. Usted me la dio. Domicilio particular y teléfono. Necesito el pasaporte, teniente, ahora tengo que marcharme. Conque vengo y me quedo esperando. Y entonces, mierda, empiezan a llegar periodistas. Cámaras. De todo. Así que me quedo agachado jugando con Shelly. —Encendió un cigarrillo y se volvió nerviosamente—. ¿Qué dice, teniente? ¿Me devuelve el pasaporte?
Netsutuku.
No he hecho nada malo. De todos modos, estoy muerto. ¿Sí?

—Todavía no —dijo Connor.

—Vamos, John.

—Eddie, antes tienes que hacer un trabajito.

—¡Eh! ¿Qué trabajito? Tengo que marcharme, capitán.

—Será poco rato, Eddie.

Morton aspiró profundamente y se volvió de espaldas a la ventana del estudio. No pude menos que admirar su sangre fría. Parecía completamente sereno.

—Por lo que se ve, en este momento, mis opciones están un tanto mermadas —dijo.

—Sí, senador —dijo Connor.

Morton suspiró.

—En realidad, fue un accidente. De verdad.

Connor asintió con aire comprensivo.

—Yo no sé qué tenía esa chica —dijo Morton—. Era bonita, desde luego, pero no era… no era eso. La conocí no hace mucho, cuatro o cinco meses, y me pareció encantadora. Una chica bien de Texas. Pero fue… una de esas cosas. No sé cómo ocurrió. Sin que te dieras cuenta, ella se te metía muy adentro. Una locura. Inesperado. Cuando quise recordar, estaba todo el día pensando en ella. Yo no podía… A veces, cuando me encontraba de viaje, ella me llamaba. No sé cómo, pero siempre se enteraba cuando yo estaba fuera. Y muy pronto ya no era capaz de decirle que se mantuviera apartada. No podía. Siempre tenía dinero, siempre tenía un pasaje de avión. Estaba loca. A veces, me desesperaba. Era como mi… No sé. Mi demonio. Cuando ella estaba a mi lado, todo cambiaba. Era demencial. Tenía que dejar de verla. Al final, me daba la impresión de que alguien la pagaba. De que estaba cobrando de alguien. Alguien lo sabía todo acerca de ella. Y de mí. Tenía que cortar. Bob me lo decía, todos los de la oficina me lo decían. Por fin corté. Terminamos. Pero cuando la vi en la recepción. Mierda. —Movió la cabeza—. No sé cómo pudo ocurrir. Qué desastre.

La mujer asomó la cabeza por la puerta.

—Dos minutos, senador. De abajo preguntan si está preparado.

—Me gustaría hacer esto antes —dijo Morton.

—No hay inconveniente —respondió Connor.

Su dominio de sí mismo era extraordinario. Durante media hora, el senador Morton mantuvo una entrevista televisada con tres periodistas sin dejar traslucir ni asomo de tensión o incomodidad. Sonreía y bromeaba con los reporteros. Como el que no tiene ninguna preocupación.

En un momento de la entrevista, dijo:

—Sí, es cierto que tanto los británicos como los holandeses tienen en Estados Unidos inversiones más cuantiosas que los japoneses. Pero no podemos cerrar los ojos a la realidad de que el Japón practica una estrategia de orientación sectorial y agresividad sistemática en la que empresas y Gobierno lanzan un ataque perfectamente coordinado contra una rama de la economía norteamericana. Ni los británicos ni los holandeses operan de este modo. Estos países no nos han hecho perder industrias básicas y el Japón, sí, y muchas. Ésta es la diferencia… y la causa de mi preocupación.

Más adelante, dijo:

—Y, desde luego, si queremos, podemos comprar una empresa holandesa o inglesa. Pero una empresa japonesa, no.

La entrevista proseguía, y, en vista de que nadie le preguntaba por la «MicroCon», él sacó el tema. En respuesta a una pregunta, dijo:

—Los norteamericanos deberían poder criticar al Japón sin que se les tachara de racistas ni de prepotentes. Todo país tiene diferencias con otros países. Es inevitable. Nuestras diferencias con el Japón deberían poder dirimirse libremente sin que mediaran estos feos epítetos. Se ha dicho que mi oposición a la venta de la «MicroCon» obedece a un sentimiento de racismo, y no es verdad.

Finalmente, uno de los periodistas le preguntó por la venta de la «MicroCon». Morton titubeó y se inclinó sobre la mesa.

—Como tú sabes, George, desde el primer momento, yo me opuse a la venta de la «MicroCon». Y sigo oponiéndome. Ya es hora de que los norteamericanos tomen medidas para preservar los bienes de esta nación. Sus bienes raíces, financieros e intelectuales. La venta de la «MicroCon» es una imprudencia. Mantengo mi oposición. Y, por consiguiente, me complace manifestar que acabo de enterarme de que la «Akai Ceramics» ha retirado su oferta de compra de la «MicroCon Corporation». Creo que es lo mejor para todos. Aplaudo a «Akai» la delicadeza mostrada en este asunto. La venta no se llevará a cabo. Ello me satisface.

—¿Cómo? ¿Retiraron la oferta? —pregunté.

—Si no la retiraron, imagino que no tendrán más remedio que retirarla ahora —dijo Connor.

Hacia el final de la entrevista, Morton tenía un aire jovial: —Ya que tantas veces he tenido que destacar por mis críticas, permítanme ahora hacer un elogio del Japón. Los japoneses poseen una maravillosa faceta festiva que se manifiesta en el momento más inesperado.

«Probablemente, ustedes sepan que los monjes zen suelen escribir una poesía cuando se sienten próximos a morir. Es una forma de arte muy tradicional, y los más famosos de estos poemas se citan todavía al cabo de los siglos. Por lo tanto, ya pueden imaginar la tensión del
roshi
zen que se sabe en vísperas de la muerte y es consciente de que todos esperan de él algo sublime. Durante meses, no piensa en otra cosa. Mi poesía favorita es la que escribió un monje, harto de tanta tensión».

Y entonces recitó esta poesía.

Así se nace,

así se muere.

¿A qué tanta manía

por una poesía?

Los periodistas se echaron a reír.

—De modo que no nos preocupemos excesivamente por todo este asunto del Japón —dijo Morton—. Es otra de las cosas que podemos aprender de los japoneses.

Terminada la entrevista, Morton estrechó la mano a los tres periodistas y se retiró del escenario. Vi que Ishigura había llegado al estudio, muy colorado. Sorbía el aire entre los dientes, a la manera de los japoneses.

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