Fernando no contestó, mientras el otro, mirándolo con sus ojos afiebrados dirigía a su boca la embocadura de una flauta o clarinete y empezaba a tocar una especie de proyecto de frase. Fernando revolvía en una pila polvorienta de
Tit-bits
que había en un rincón del suelo, pareciendo buscar algo especial, tan ajeno a mi presencia como si yo fuera uno de los habitantes normales de la casa. Por fin separó un número que tenía en la tapa al héroe de
Justicia alada
. Cuando vi que se disponía a salir y que al parecer hacía caso omiso de mi persona, me sentí molestísimo: no podía salir con él, como si fuera su amigo, pues él no me había pedido que entrara y tampoco ahora me invitaba a acompañarlo; tampoco me podía quedar en aquella habitación y mucho menos con el extraño muchacho del clarinete. Por un instante me sentí el ser más desdichado y ridículo del mundo. Por otra parte, ahora comprendo que en aquel momento Fernando hacía todo eso con deliberación, por pura perversidad.
De modo que, cuando hizo su aparición la chica pelirroja y me sonrió, experimenté un enorme alivio. Sin saludarme, sonriendo irónicamente, Fernando se fue con su revista y yo me quedé mirando a Georgina: había cambiado bastante; ya no era la chica flaquita que yo había conocido en Capitán Olmos cuando la muerte de Ana María; ahora tenía catorce o quince años y empezaba a acercarse a su retrato definitivo como el burdo y rápido boceto de un pintor a la obra final. Quizá por ver que sus pechos empezaban a marcarse debajo de su tricota, me sonrojé y miré hacia el suelo.
—No lo trajo —dijo el Bebe, con el clarinete en la mano.
—Bueno, ya lo
traerá
—contestó ella, con el tono de una madre que engaña a su chico.
—¿Cuándo? —insistió el Bebe.
—Pronto.
—Sí, ¿pero cuándo?
—Le digo que pronto, ya va a ver. Ahora se sienta ahí y toca el clarinete, ¿eh?
Lo llevó suavemente de un brazo a la otra pieza, al mismo tiempo que me decía: “Vení, Bruno”. Los seguí y entré: era probablemente la habitación en que dormían los dos hermanos, y se diferenciaba completamente del cuarto de Fernando, a pesar de que los muebles eran tan viejos y derrengados como los otros; pero había algo, una tonalidad delicada y femenina.
Lo llevó hasta una silla, lo hizo sentar y le dijo:
—Ahora se queda ahí y toca, ¿eh?
Luego, como una dueña de casa que se dispone a atender sus visitas después de tomar algunas disposiciones hogareñas, me mostró sus cosas: un bastidor donde estaba bordando un pañuelo para su padre, una gran muñeca negra que se llamaba Elvira, a quien de noche acostaba consigo, y una colección de fotografías de actores y actrices de cine, pegadas con chinches en la pared: Valentino vestido de sheik, Pola Negri, Gloria Swanson en Los
diez mandamientos
, William Duncan, Perla White. Discutimos los méritos y los defectos de cada uno y de los filme en que trabajan, mientras el Bebe repetía aquella misma frase con el clarinete. Ella prefería por encima de todos a Rodolfo Valentino; yo me inclinaba más bien por Eddie Polo, aunque admitía que Valentino era grandioso. En cuanto a cintas, me pronuncié con calor por
El rastro del octopus
, pero Georgina dijo, y yo le encontré razón, que era demasiado terrible y que ella, en los momentos peores, tenía que mirar hacia otra parte.
El Bebe dejó de tocar y nos miraba, con sus ojos afiebrados.
—Toque, Bebe —dijo ella mecánicamente, mientras empezaba a bordar en su bastidor.
Pero el Bebe seguía mirándome en silencio.
—Bueno, entonces muéstrele a Bruno su colección de figuritas —admitió.
El Bebe se iluminó y dejando el clarinete, entusiasmado, sacó desde abajo de su cama una caja de zapatos.
—Muéstrele, Bebe —repitió ella, seriamente, sin dejar de mirar su bastidor, en esa forma mecánica que usan las madres para dar indicaciones a sus hijos mientras están absortas en tareas importantes del hogar.
El Bebe se puso a mi lado y me mostró su tesoro.
—¿Lo tenés a Onzari? —le pregunté.
Se daban hasta seis o siete Bidoglio por un Onzari.
—Claro que sí —me dijo, y lo buscó.
Después de mostrármelo, me admiró poniendo en el suelo equipos completos muy difíciles, como el de los escoceses.
De pronto tuvo un acceso de tos. Georgina dejó su bastidor, fue hasta un armario y sacó un frasco de alquitrán Guyot. Congestionado y con los ojos lagrimeando, el Bebe hizo un gesto negativo con la mano, pero con suave firmeza Georgina le hizo tragar una cucharada grande.
—Si no se cura, tonto, no podrá tocar el clarinete —le dijo.
Así fue mi primer encuentro con Georgina en su casa: habría de asombrarme de los dos o tres encuentros posteriores, en que ella, en presencia de Fernando se convertía en un ser indefenso. Lo curioso es que nunca pasé de aquellas dos habitaciones casi suburbanas de la casa (fuera de la experiencia terrorífica del Mirador, que ya le contaré) y del contacto con aquellos tres muchachos, de aquellos tres seres tan disímiles y tan extraños: una exquisita niña llena de delicadeza y feminidad, pero subyugada por un ser infernal, un retardado mental o algo por el estilo y un demonio. De los otros habitantes de la casa tuve noticias inciertas y esporádicas, pero en las pocas veces que estuve allá no me fue posible ver nada de lo que transcurría entre las paredes de la casa principal, y mi timidez de aquel tiempo me impidió inquirir a Georgina (a la única que podía haberle preguntado) cómo eran y cómo vivían sus padres, su tía María Teresa y su abuelo Pancho. Al parecer, aquellos chicos vivían con independencia en las dos piezas del fondo, bajo el dominio de Fernando.
Años más tarde, hacia 1930, conocí al resto de los que habitaban aquella casa y ahora comprendo que con tales personajes cualquier cosa que sucediera o dejara de suceder en la casa de la calle Río Cuarto era perfectamente esperable. Creo haberle dicho que todos los Olmos (con excepción, claro está, de Fernando y su hija, y por los motivos que ya mencioné) padecían una suerte de irrealismo, daban la impresión de no participar de la brutal realidad del mundo que los rodeaba: cada vez más pobres, sin atinar a nada sensato para ganar dinero o por lo menos para mantener los restos de su patrimonio, sin sentido de las proporciones ni de la política, viviendo en un lugar que era ocasión de comentarios irónicos y malévolos de sus parientes lejanos; cada día más alejados de su clase, los Olmos daban la impresión de constituir el final de una antigua familia en medio del furioso caos de una ciudad cosmopolita y mercantilizada, dura e implacable. Y mantenían, y desde luego sin advertirlo, las viejas virtudes criollas que las otras familias habían arrojado como un lastre para no hundirse: eran hospitalarios, generosos, sencillamente patriarcales, modestamente aristocráticos. Y quizá el resentimiento de sus parientes lejanos y ricos se debía en parte a que ellos, en cambio, no habían sabido guardar esas virtudes y habían entrado en el proceso de mercantilización y de materialismo que el país empezó a sufrir desde fines de siglo. Y, del mismo modo que ciertas personas culpables cobran odio a los inocentes, así los pobres Olmos, candorosa y hasta cómicamente aislados en la antigua quinta de Barracas, eran el destinatario del resentimiento de sus parientes: por seguir viviendo en un barrio ahora plebeyo en lugar de haber emigrado al Barrio Norte o a San Isidro; por seguir tomando mate en lugar de té; por ser pobres y no tener dónde caerse muertos; y por alternar con gente modesta y sin tradición. Si agregamos que nada de todo esto era deliberado en los Olmos, y que todas esas virtudes, que a los tres se les ocurrían indignantes defectos, eran practicadas con inocente sencillez, es fácil comprender que aquella familia constituyó para mí, como para otras personas, un conmovedor y melancólico símbolo de algo que se iba del país para no volver nunca más.
Al salir aquella noche de la casa, cuando ya estaba a punto de transponer la puerta de la verja, mis ojos se volvieron, no sé por qué, hacia el Mirador. La ventana estaba débilmente iluminada, y me pareció entrever la figura de una mujer que espiaba.
Vacilé mucho en volver: la presencia de Fernando me detenía, pero la de Georgina me hacía soñar y ansiaba verla de nuevo. Entre las dos fuerzas contrarias, mi espíritu parecía disputado y no me decidía a retornar. Hasta que por fin fue más fuerte mi deseo de ver nuevamente a Georgina. En todo aquel intervalo había reflexionado y volvía dispuesto a averiguar cosas, y si era posible, a conocer a los padres de ella. “Puede ser”, me decía para animarme, “que Fernando no esté”. Suponía que tendría amigos o conocidos, pues recordaba aquella búsqueda del número de
Tit-bits
y su salida, que no podía atribuirse sino a un encuentro con otros muchachos; y aunque lo conocía lo suficiente ya a Fernando para intuir, aun a mi edad, que no podía tener amigos, no era imposible, en cambio, que mantuviese algún otro género de vinculación con otros muchachos: más tarde confirmaría esa presunción y, aunque con reticencias, Georgina me confesaría que su primo dirigía una banda de muchachos inspirada en algunas películas de episodios como Los
misterios de Nueva York
y
La moneda rota
, banda que tenía sus juramentos secretos, sus puños de hierros y oscuros propósitos. Visto ahora a distancia, aquella organización me parece algo así como el ensayo general de la que tuvo más tarde hacia 1930, cuando organizó la banda de pistoleros.
Me instalé en la esquina de Río Cuarto e Isabel la Católica desde el mediodía. Pensé: después del almuerzo puede o no salir; si sale, aunque sea tarde, yo entraré.
Puede usted imaginarse mi interés por ver nuevamente a Georgina si le digo que esperé en aquella esquina desde la una hasta las siete. A esa hora vi que salía Fernando y entonces corrí por Isabel la Católica hasta casi la otra esquina, a una distancia suficientemente grande como para que pudiera escurrir mi cuerpo en caso de tomar él por la misma calle, o de poder volver hasta la casa si veía que él seguía de largo por Río Cuarto. Así fue: pasó de largo. Entonces me precipité hacia la casa.
Tengo la
certeza
de que Georgina se alegró de verme. Por otro lado, había insistido para que volviera.
Le pregunté sobre su familia. Me habló de su madre y de su padre. También de su tía María Teresa, que vivía siempre anunciando enfermedades y catástrofes. Y de su abuelo Pancho.
—El que vive allí arriba —dije yo, mintiendo, porque intuía que “allí arriba” se escondía un secreto.
Georgina me miró con un gesto de sorpresa.
—¿Allí arriba?
—Sí, en el Mirador.
—No, el abuelo no vive allí —respondió evasivamente. —Pero vive alguien —le dije. Me pareció que le molestaba contestar. —Me parece haber visto a alguien, la otra noche. —Vive Escolástica —respondió, por fin, de mala gana. —¿Escolástica? —pregunté asombrado. —Sí, antes ponían nombres así. —Pero no baja nunca. —No.
—¿Por qué?
Se encogió de hombros. La miré con cuidado. —Me parece haber oído a Fernando algo. —¿Algo? ¿Algo de qué? ¿Cuándo? —De una loca. Allá, en Capitán Olmos. Enrojeció y bajó la
cabeza
.
—¿Te dijo eso? ¿Te dijo que Escolástica era loca? —No, dijo algo de una loca. ¿Es ella? —No sé si es loca. Yo nunca hablé con ella. —¿Nunca hablaste con ella? —pregunté con extrañeza. —No, nunca. —¿Y por qué?
—¿No te dije que no baja nunca? —Pero, ¿y vos nunca subiste? —No. Nunca. Me quedé mirándola. —¿Qué edad tiene? —Ochenta y cuatro años. —¿Es abuela tuya? —No.
—¿Bisabuela? —No.
—¿Qué es, entonces?
—Es tía segunda de mi abuelo. La hija del Comandante Acevedo.
—¿Y desde cuándo vive arriba?
Georgina me miró: sabía que no lo creería.
—Desde 1853.
—¿Sin bajar nunca?
—Sin bajar.
—¿Por qué?
Volvió a encogerse de hombros.
—Creo que por la cabeza.
—¿La cabeza? ¿Qué cabeza?
—La del padre, la cabeza del Comandante Acevedo. La echaron por la ventana.
—¿Por la ventana? ¿Quiénes?
—La Mazorca. Entonces corrió con la cabeza.
—¿Corrió con la cabeza? ¿Para dónde?
—Para allá, para el Mirador. Y no bajó nunca más.
—¿Y por eso está loca?
—Yo no lo sé. Yo no sé si está loca. Nunca subí.
—¿Y Fernando tampoco subió?
—Fernando, sí.
En ese momento vi, con temor y desaliento, que volvía Fernando. Evidentemente no había salido sino para hacer alguna cosa muy rápida.
—¡Ah, volviste! —se limitó a decirme escrutándome con sus ojos penetrantes, como si tratara de averiguar cuáles podían haber sido los móviles de mi nueva visita.
Desde el momento en que entró su primo, Georgina se transformó. Quizá la vez anterior mi nerviosidad me había impedido advertir la influencia que ejercía sobre su manera de ser la presencia de Fernando. Se volvía muy tímida, no hablaba, sus movimientos se hacían más torpes, y cuando se veía obligada a decir algo que yo le preguntaba respondía mirando de reojo hacia su primo. Fernando, por otra parte, se había instalado en su cama y desde allí, acostado, mordiéndose las uñas con encarnizamiento, nos miraba. La situación se volvió muy incómoda, hasta que de pronto él sugirió que ya que estaba inventásemos algún juego, pues, según dijo, estaba muy aburrido. Pero su mirada no demostraba aburrimiento, sino algo que yo no alcanzaba a discernir.
Georgina lo miró con temor, pero luego bajó la cabeza, como esperando su veredicto.
Fernando se sentó en la cama y parecía cavilar, siempre mirándonos y mordiéndose las uñas.
—¿Dónde está el Bebe? —preguntó, al fin.
—Está con mamá.
—Traélo.
Georgina fue a cumplir la orden. Nos quedamos en silencio hasta que llegaron, el Bebe con su clarinete.
Fernando explicó la cosa: ellos tres se esconderían en diferentes lugares de las dos piezas, de la leñera o del jardín (era ya de noche). Yo debería buscarlos y reconocerlos, sin hablar ni preguntar nada, mediante el tacto de la cara.
—¿Para qué? —pregunté estupefacto.
—Ya te explicaré después. Si acertás tendrás un premio —dijo con una risita seca.
Yo temía que estuviese burlándose de mí, como en otro tiempo en Capitán Olmos. Pero también temía negarme, porque en esos casos él siempre aducía que me negaba por pura cobardía, ya que sabía que sus juegos encerraban invariablemente algo terrible. Pero yo me preguntaba ¿qué podía encerrar de terrible en este caso? Parecía más bien una broma estúpida, algo para hacerme quedar groseramente en ridículo. Miré a Georgina como buscando en su rostro algún indicio, algún consejo. Pero Georgina ya no era la de antes: su rostro lívido y sus ojos muy abiertos demostraban una especie de fascinación o de miedo o de las dos cosas a la vez.