En cuanto a Georgina, le contaré algo característico. El casamiento se produjo en el año 51. Por ese tiempo la encontré por la calle Maipú, cerca de la Avenida; cosa rarísima porque jamás ella venía por el centro. Hacía unos diez años que no la veía. A los cuarenta años, estaba apagada y envejecida, triste, más callada que nunca; y, aunque siempre fue reservada y de muy pocas palabras, en aquel momento su silencio era casi intolerable. Iba con un paquete. Como siempre, sentí una gran conmoción. ¿Dónde había estado encerrada en aquellos años? ¿En qué lugares absurdos vivía ocultamente su drama? ¿Qué había hecho en todo ese tiempo, qué había pensado y sufrido? Todo esto me habría gustado preguntarle, pero sabía que era inútil; y que si era arduo extraer de ella una conversación cualquiera, era totalmente imposible lograr respuesta a preguntas que afectaban su intimidad. Georgina me pareció siempre como esas casas que suele haber en algún barrio apartado, casi permanentemente cerradas y silenciosas, habitadas por personas grandes y enigmáticas; algún par de hermanos solterones, algún hombre solitario que ha sufrido una tragedia, algún artista frustrado o desconocido y misántropo con un canario y un gato; casas de las que no sabemos nada y que sólo se abren a cierta hora para dar entrada, en forma apenas notoria, a los comestibles; no a los vendedores o cadetes sino solamente a las cosas que traen y que, desde una puerta apenas entreabierta, son recogidas por un brazo del habitante solitario. Casas en las que de noche se enciende por lo general una sola luz, que quizá corresponda a una especie de cocina donde el hombre solitario también come y permanece; corriéndose luego la luz a otra pieza, donde presumiblemente duerme o lee o realiza algún trabajo disparatado como el de barcos en una botella. Luz solitaria que invariablemente me ha llevado a preguntarme, como ser curioso y que vive de conjeturas, ¿quién será ese hombre, o esa mujer, o ese par de solteronas? ¿Y de qué vivirá? ¿Tendrá una renta, habrá heredado? ¿Por qué no sale nunca? ¿Y por qué esa luz se mantiene hasta altas horas de la noche? ¿Acaso leerá? ¿O escribirá? ¿O será uno de esos seres solitarios y a la vez temerosos que sólo resisten la soledad con la ayuda de ese gran enemigo de los fantasmas, reales o imaginarios, que es la luz?
Necesité tomarla de un brazo, casi sacudirla, para que me reconociese. Parecía caminar medio dormida. Y era siempre asombroso verla viva en el tránsito caótico de Buenos Aires.
Una sonrisa se insinuó sobre su cara cansada, corno la suave iluminación de una vela que se enciende en una sala oscura, silenciosa y triste.
—Vení —le dije, llevándola hasta el
London
.
Nos sentamos y puse mi mano sobre una de ella. ¡Qué gastada la encontraba! No sabía, sin embargo, qué decirle ni qué preguntarle, ya que las cosas que de verdad me interesaban no se las podía preguntar, y las otras, ¿para qué preguntarlas? Me limitaba a contemplarla, como quien recorre en silencio viejos paisajes de otro tiempo, mirando con ternura y melancolía la obra de los años sobre su cara: árboles caídos, casas derruidas, molduras oxidadas, plantas desconocidas en el antiguo jardín, malezas y polvo sobre los restos de muebles.
Pero sin poder contenerme, con una abominable combinación de ironía y de pena, comenté:
—Así que Fernando se casó.
Fue de mi parte un acto repudiable, aunque inconsciente, del que me arrepentí en seguida.
De los ojos de Georgina empezaron a bajar dos lentísimas y apenas perceptibles lágrimas, como si de un hombre al borde de la muerte, por el hambre y la tortura, todavía se extrajese una última y pequeñísima confesión, apenas murmurada, mediante un último golpe brutal.
Es singular y habla muy mal de mí que en ese momento, en lugar de atenuar de algún modo mi desgraciado comentario anterior, dijera, con resentimiento:
—¡Y todavía lloras!
Por un segundo hubo en sus ojos un fulgor que se pareció al antiguo fulgor como un recuerdo a una realidad.
—¡Te prohíbo que juzgues a Fernando! —respondió.
Retiré mi mano.
Quedamos callados. Terminamos de tomar el café, en silencio. Luego dijo:
—Tengo que irme.
La antigua pena se apoderó de mí, esa pena que había quedado adormecida en tantos años de renunciamiento. Quién sabe cuándo la volvería a ver.
Nos despedimos en silencio. Pero cuando se había alejado unos pasos, se detuvo por un instante, se dio vuelta a medias, casi con timidez, y en su mirada me pareció advertir pena, ternura y desesperación. Pensé en correr hacia ella y en besar su cara ajada, sus ojos llorosos, su boca amargada; y en pedirle, en rogarle, que nos viéramos, que me permitiese estar cerca. Pero me contuve. Bien sabía que era utópico y que nuestros destinos tendrían que proseguir sin encontrarse, hasta la muerte.
A poco de aquel encuentro casual, ocurrió la separación de Fernando y su mujer. También supe que la casa de Martínez, el famoso regalo del señor Szenfeld, fue rematada y que Fernando se había ido a vivir en una casita de Villa Devoto.
Es probable que en ese intervalo hayan pasado muchas cosas y que esa operación haya sido la consecuencia de tumultuosas vicisitudes en la vida de Fernando; porque por ese tiempo sé que jugaba en la ruleta de Mar del Plata, perdiendo enormes sumas. También me dijeron que participó en un negocio o negociado de tierras, cerca del aeródromo de Ezeiza, aunque bien puede ser que eso sea una noticia apócrifa lanzada por alguno de los amigos de la familia Szenfeld. Pero lo cierto es que al final fue a parar a la modestísima casita de Villa Devoto donde, por otra parte, fue encontrado oculto el
Informe sobre ciegos
.
Ya le dije que Szenfeld lo ayudó. Ahora creo que mejor sería decir que “lo premió”, en ocasión de su increíble casamiento. Cayó enredado, como muchos otros, en la red de Fernando, hasta el punto de ayudarlo luego en sus especulaciones y de sacarlo de apuros en el período del juego. Con todo, por motivos que ignoro, la paradojal amistad con el señor Szenfeld terminó o debió de terminar, pues de otro modo no se explica el mísero final.
La última vez que lo encontré por la calle (no me refiero al encuentro por el barrio de Constitución, en que simuló no conocerme, o quizá no me vio, abstraído como iba, ya en el último período de su locura con los ciegos) iba acompañado con un individuo muy alto, rubio y de rostro durísimo y despiadado. Como casi me fui sobre Fernando, no pudo rehuirme y conversó algunas palabras conmigo, mientras el otro sujeto se apartaba y miraba hacia la calle, después que me lo presentó con un nombre alemán, que ahora no recuerdo. Pocos meses más tarde me encontré con su fotografía en la página policial de
La Razón
; su rostro despiadado, de labios filosos y apretados, era imposible de olvidar. Figuraba al lado de otros individuos buscados por la policía, como presuntos asaltantes del Banco de Galicia, sucursal Flores. Asalto perfecto y que según la hipótesis había sido realizado por comandos de la guerra. El sujeto éste era polaco y había actuado como comando en el ejército de Anders. Su apellido no era el que me había pronunciado Fernando.
Esta doblez me afirmó en la idea de que la policía no andaba equivocada. Algo grave preparaba aquel individuo en la época del encuentro fortuito. ¿Estaba Fernando vinculado a esa empresa? Es muy probable. De joven había dirigido aquella banda de asaltantes de Avellaneda, y, por otra parte, en su mala situación económica era más que probable que hubiese vuelto a su vieja pasión: el asalto de un banco. Método que siempre le pareció ideal para lograr de golpe una gran suma de dinero, al mismo tiempo que tenía para él un valor simbólico.
—El Banco —me dijo más de una vez, cuando éramos muchachos— así, con mayúscula, es el templo del espíritu burgués.
Sea como sea, su nombre no figuraba en aquella búsqueda policial.
Luego no lo vi durante los últimos dos años, en que parece haber estado sumido, a juzgar por los extraños papeles, en esa desatinada exploración del mundo subterráneo.
Desde que recuerdo vivió obsesionado por los ciegos y la ceguera.
Un poco antes de la muerte de su madre, cuando todavía vivíamos en Capitán Olmos, recuerdo un hecho característico. Había apresado un gorrión, lo llevó a aquella pieza que tenía arriba, a la que llamaba su fortín, y con una aguja le pinchó los ojos. Luego lo largó, y el pájaro, enloquecido de dolor y de miedo, se lanzaba frenéticamente contra las paredes, sin acertar a salir por la ventana. Yo, que traté de detenerlo en aquella mutilación, me sentí mareado. Creí que mientras bajaba la escalera me desmayaría, y hube de agarrarme durante un buen tiempo de la baranda hasta reponerme; mientras oía que Fernando, allá arriba, se reía de mí.
Y aunque muchas veces me había dicho que les sacaba los ojos a pájaros y otros animales, era la primera vez que lo vi haciéndolo. Y también la última. Nunca podré ya olvidar la espantosa sensación de aquella mañana.
A raíz de ese episodio no volví más a su casa ni a la estancia, privándome de lo que para mí era lo más importante: ver y oír a su madre. Pero, ahora lo pienso, precisamente por eso, porque no resistía saberla madre de un chico como Fernando. Y la mujer de un hombre como Juan Carlos Vidal, personaje que aún hoy recuerdo con repugnancia.
Fernando odiaba a su padre. Por aquel tiempo tenía doce años, y era moreno y duro como él. Y aunque lo odiaba, manifestaba muchos rasgos semejantes con él, no sólo rasgos físicos sino de temperamento. Su cara tenía algunos de los atributos que eran característicos de los Olmos: sus ojos verdes, sus pómulos pronunciados. Todo lo demás era de su padre. Con los años fue repudiando crecientemente aquella semejanza, y pienso que esa semejanza era una de las principales causas del rencor que de pronto estallaba contra sí mismo. Su misma violencia, su sensualidad cruel, todo aquello provenía del lado paterno.
Yo le tenía miedo. Era callado y de pronto tenía estallidos de cólera ciega. Su risa era dura. Tal vez como reacción contra su padre, que era mujeriego y borracho, durante muchos años de su juventud no probó el alcohol y muchas veces lo vi entregarse a un sorprendente ascetismo, como si quisiera mortificarse. Períodos que rompía entregándose a una lujuria sádica, en los que utilizaba las mujeres para una especie de infernal satisfacción, despreciándolas al mismo tiempo y rechazándolas luego con irónica violencia, acaso como culpables de su imperfección. A pesar de sus simulaciones y payasadas era solitario y estoico, no tenía amigos ni los quería o podía tener. Creo que únicamente quiso a su madre, aunque me resulta arduo imaginar que aquel muchacho pudiera querer a nadie, si por esa palabra intentamos expresar alguna forma del afecto, del cariño o del amor. Quizá sólo sintiera por su madre una pasión enfermiza e histérica. Recuerdo un hecho: yo había pintado una acuarela de un alazán llamado Fritz que Ana María montaba a menudo y quería mucho; ella se entusiasmó con el retrato y me besó con pasión; entonces Fernando se vino contra mí y me agredió; como ella nos separara y retara a su hijo, Fernando desapareció y cuando lo encontré, al lado del arroyo donde solía bañarse, traté de reconciliarme con él; me escuchó en silencio mordiéndose las uñas, como era común en él cuando estaba atormentado, y de pronto saltó sobre mí con un cortaplumas abierto. Luché con desesperación, sin entender aquella furia, y como me fue posible arrancarle el cortaplumas y arrojarlo lejos, él se separó de mí, recogió el arma y, ante mi gran sorpresa, ya que imaginé que volvería a atacarme, se lo clavó en su propia mano.
Deberían pasar años para que yo comprendiera qué orgullo explicaba aquel suceso.
Al poco tiempo después sucedió lo del gorrión, y no lo volví
a
ver más, ni volví nunca por su casa ni por la estancia. Teníamos doce años, y en invierno, a los pocos meses, murió Ana María: según algunos a disgustos; según otros, con píldoras para el sueño. En mí, los sentimientos de tristeza de aquel día aciago resurgen unidos a la derrota de Firpo con Dempsey (no se hablaba de otra cosa) y la música del shimmy
La danza de las libélulas
, que tocaba con serrucho José Bohr en un disco del fonógrafo de los Iturrioz, al lado de mi casa.
Pasaron tres años hasta volverlo a encontrar. Solo, con mis cómicos quince años, en la pensión de Buenos Aires, durante los largos domingos mi pensamiento volvía insistentemente a Capitán Olmos. Creo haberle dicho que casi no he reconocido a mi madre, que murió cuando yo tenía dos años. ¿Cómo puede extrañar que para mí Capitán Olmos fuese en buena medida el recuerdo de Ana María? La veía en aquellos atardeceres de la estancia, en verano, recitando aquellos versos en francés que yo no comprendía, pero me producían, en la voz grave de Ana María, una sutil voluptuosidad. “Están allí”, pensaba, “están allí”. Y en aquel verbo en plural, en un candoroso autoengaño con la conjugación, en el fondo de mi alma y de mi voluntad la incluía: como si en aquella vieja casa de Barracas que yo conocía casi como si la hubiese visto (tanto Ana María me había hablado de ella), su alma sobreviviese de alguna manera; como si en su hijo, en su repugnante hijo, en Georgina, en el padre y en las hermanas, prefigurada o desfigurada, pudiese rastrearse la huella de Ana María. Y yo rondaba por el caserón, sin animarme nunca a llamar. Hasta que un día vi a Fernando que venía hacia la casa, y no quise o no pude huir.
—¿Vos? —me preguntó con una sonrisa despectiva.
Volví a experimentar ante él la incomprensible sensación de culpa de siempre.
¿Qué andaba haciendo por ahí? Sus ojos penetrantes y malignos me impedían mentir. Por lo demás, era inútil: bien adivinaba que yo andaba rondando la casa. Y yo me sentí como un delincuente primerizo y torpe, tan incapaz de hablarle de mis sentimientos, de mi nostalgia, como de escribir un poema de amor romántico entre los cadáveres de una sala de disección. Y vergonzantemente callado, admití que Fernando me llevase como por limosna, porque de todos modos vería aquella casa. Y mientras atravesábamos el parque en el atardecer, me llegó el intenso perfume del jazmín del país, que para mí siempre sería “del páis”, con acento en la a, y que para siempre significaría:
lejos, madre, ternura, nunca más
. En el Mirador me pareció ver el rostro de una vieja, una especie de fantasma en la penumbra, que sigilosamente se retiró. El cuerpo principal de la casa se une al pequeño bloque en que está el Mirador por una galería cubierta, formando así una especie de península. Ese pequeño bloque está formado por dos piezas, que seguramente en otro tiempo fueron ocupadas por parte de la servidumbre, por la planta baja del Mirador (que, como vi después, en la prueba a que me sometió Fernando, era un depósito de trastos que se comunicaba con la planta superior mediante una escalera de madera) y una escalera metálica de caracol, que subía por la parte externa hasta la
terraza
, que daba al Mirador. Esa
terraza
cubría las dos grandes piezas a que me refiero y estaba rodeada, como era habitual en muchas construcciones de aquel tiempo, por una balaustrada, en ese momento ya semiderruida. Sin pronunciar palabra, Fernando marchó por aquel corredor y entró en una de las dos piezas. Prendió la luz y comprendí que debía de ser su habitación: tenía una cama, una antigua mesa de comedor que le servía de escritorio, una cómoda y una serie de muebles derrengados y al parecer inútiles, pero que se guardarían allí por no tener donde ponerlos, ya que la casa había sufrido una serie de reducciones. Acabábamos de llegar y por una puerta, que comunicaba con la segunda habitación apareció un chico que me produjo un instintivo rechazo. Sin saludar, sin explicaciones, preguntó: “¿Lo trajiste?” y Fernando, secamente, dijo “no”. Lo miré con asombro: de unos catorce años, tenía una enorme cabeza alargada como pelota de rugby, una piel como el marfil, unos pelos lacios y finos, una mandíbula prognática, una nariz afilada y unos ojos afiebrados que me produjeron un rechazo instintivo: el rechazo que acaso podríamos sentir por un ser de otro planeta, casi idéntico a nosotros, pero con diferencias oscuramente temibles.