Hollywood Babilonia es el libro de cotilleos más famoso de la historia del cine. Anger lo cuenta todo con pelos y señales: orgías, heroína, borracheras, demencias, asesinatos… Y cómo todos los escándalos de las estrellas del celuloide eran tapados convenientemente por las productoras o la propia policía. ¿Ejemplos? A montones: Charles Chaplin y su cuestionable amor por las jovencitas; la muerte no resuelta de Thelma ‘Hot’ Todd; las películas ‘porno’ rodadas por Joan Crawford; las relaciones homosexuales de Cary Grant; y un largo listado de actrices de segunda fila que acabaron muertas o en el manicomio, enterradas para siempre en el olvido.
Hollywood Babilonia es morbo en estado puro. Anger utiliza la ironía para arremeter contra la hipocresía del cine y ridiculizar a quienes se creían intocables por el mero hecho de tener millones de fans. El libro fue censurado en Estados Unidos desde 1959 hasta 1974, pero ya circulaban copias pirata por todo el país desde que se publicara en Europa en los años sesenta.
Kenneth Anger
Hollywood Babilonia
ePUB v1.0
minicaja27.07.12
Título original:
Hollywood Babylon
Kenneth Anger, 1959.
Traducción: Jorge Fiestas
Diseño/retoque portada: minicaja
Editor original: minicaja (v1.0)
ePub base v2.0
HOLLYWOOD
Hollywood, Hollywood…
Fabuloso Hollywood…
Babilonia de celuloide,
gloriosa, fascinante…
ciudad delirante,
frívola, seria,
audaz y ambiciosa,
viciosa y glamorosa.
Ciudad llena de dramas,
miserable y trágica…
inútil, genial
y pretenciosa,
tremendo amasijo…
Relumbrona, terrible,
absurda, estupenda;
falsa y barata,
asombrosamente espléndida…
¡¡HOLLYWOOD!!
DON BLANDING
(Recitado en 1935 por Leo Carrillo en el musical de la Metro Goldwyn Mayer
Noche de estrellas en Cocoanut Grove
)
ELEFANTES BLANCOS —el Dios de Hollywood quería
Elefantes blancos
, y los tuvo— ocho gigantescos elefantes de yeso y escayola plantados sobre efímeros pedestales, dominando la colosal Corte de Belshazzar, una Babilonia de cartón piedra construida al lado del polvoriento y serpenteante sendero conocido como Sunset Boulevard.
Griffith —director de cine erigido en Dios— reinaba, allá en lo alto, tan arriba como jamás volvería a estar, sobre la ciudad de la ilusión, encaramado en la torre de cien metros de altura, donde se hallaba la cámara, y provisto de un gigantesco megáfono para gritar a los millares de individuos que se encontraban abajo las órdenes de ¡CÁMARA - AAACCIÓN! y convertir todo aquello en realidad…
Bajo azules cielos egipcios, el Festín de Belshazzar se desplegaba al sol resplandeciente de la mañana californiana: más de cuatro mil figurantes reclutados en Los Ángeles y remunerados con la hasta entonces impensable cifra de dos dólares diarios, más una bolsa de comida y transporte gratis, para dar vida a hombres de las milicias medas y asirias, danzarines de Babilonia, etíopes, indios del Este, númidas, eunucos, damas de honor para la Amada Princesa, doncellas de los templos babilónicos, sumos sacerdotes de Bel, Nergel, Marduk e Ishtar, esclavos, nobles y ciudadanos en general.
¡Babilonia vista por Griffith!
Una falsa montaña de armazones, andamios, jardines colgantes, rampas por las que se deslizarían las cuadrigas y elefantes que tocaban el cielo, en una increíble Mesopotamia surgida en medio de una baraúnda de adormecidos bungalows coloniales, flanqueados por bosquecillos de naranjos, que presagiaban, en 1919, los futuros portentos de Hollywood.
Había nacido la Época Púrpura.
Y allí permanecería durante años, encallada como un sueño gargantuano, junto a Sunset Boulevard. Mucho después del gran salto de Griffith hacia el olvido y del fracaso de su epopeya,
Intolerancia
, cuando en la corte de Belshazzar ya habían germinado toda clase de malas hierbas y los muros del decorado se habían deformado, después de que el Departamento de Bomberos de Los Ángeles señalara aquel lugar como propicio para los incendios, la Babilonia de Griffith aún se mantenía allí como un reproche o un reto a la floreciente ciudad del cine.
La sombra de Babilonia se cernía sobre Hollywood, serpenteando en clave cuneiforme; el escándalo estaba al acecho, lejos del alcance de la cámara de Billy Bitzer.
Hollywood, colonia del cine, había cobrado vida gracias a un reducido grupo de comerciantes judíos de la Costa Este, quienes pensaron que había futuro en el
nickelodeon
y marcharon al Oeste atraídos por la fábula de una California de tierras a precios irrisorios y trescientos sesenta y cinco días de sol al año.
El soñoliento lugar de Los Ángeles, rodeado de naranjales, que escogieron para sentar sus raíces, pronto se vio inundado por unos no muy sólidos estudios al aire libre, trampas soleadas para películas convencionales y faltas de imaginación. Tras unos años de fabricar remuneradores productos de dos rollos, filmados con cámaras piratas —siempre a la espera de ser denunciados por los vengativos creadores de la fórmula original de Edison—, los antiguos traficantes de chatarra y vendedores de saldos se encontraron con que una operación, concebida por casualidad, se convertía en fortuna emanada del celuloide.
Cuando se enteraron de que las masas de todo el país se agolpaban ante los
nickelodeons
para ver las películas en las que intervenían sus intérpretes favoritos, conocidos entonces como "La pequeña Mary", "El chico de la Biograph" o "La Muchacha de la Vitagraph", los menospreciados actores, hasta entonces sólo considerados personal de trabajo, súbitamente adquirieron conciencia de que, gracias a ellos, se vendían las entradas. Entonces esos rostros famosos adoptaron nombres y sus salarios comenzaron a elevarse: el
star system
, una problemática bendición, acababa de nacer. Para bien o para mal. De allí en adelante, Hollywood tendría que apoyarse en esa quimera fatal: LA ESTRELLA.
De la noche a la mañana, los oscuros y en ocasiones desacreditados intérpretes de películas se vieron empujados a la adulación, la fama y la fortuna.
Ellos eran la nueva realeza, el círculo dorado. Algunos se las arreglaron para sobresalir tirando fuerte de las riendas; otros no lo consiguieron.
Los años diez fueron para Hollywood un período de paz y tranquilidad. Una nueva forma de arte se iba pergeñando día a día; la Séptima Musa, a medida que daba sus primeros pasos, se iba fabricando a sí misma, pasándolo bien, y al mismo tiempo ganando dinero. Y, si los nuevos ricos del cine se sentían cansados por la tensión de su oficio, siempre podían recurrir al "polvo de la alegría", como en aquellos liberales tiempos se llamaba la cocaína, un remedio seguro para levantar los ánimos. De hecho, fue así cómo surgió ese nuevo estilo de comedietas locas y efervescentes, cuya flor y nata eran las desenfrenadas cintas de "Triangle-Keystone"; así
El misterio del pez salteador
con Douglas Fairbanks en el papel del chiflado detective Coke Ennyday.
[1]
En 1916, la droga podía ser la base argumental de un film. El año de
El misterio del pez salteador
, un especialista británico en narcóticos, Aleister Crowley, pasó por Hollywood calificando a sus habitantes de "cocainómanos y maniáticos sexuales".
Ya existía el chismorreo, como en cualquier otra comunidad de gente del espectáculo, pero sin traspasar los umbrales del periodismo: Louella O. Parsons no había montado aún su tenderete. Hasta en la intimidad, la diminuta colonia fílmica se guardaba muy bien de especular sobre el Dios de Hollywood, Griffith, y su obsesión por las adolescentes dentro y fuera de la pantalla. ¿Eran realmente tan virginales esas esforzadas mujeres-niñas descubiertas por Griffith? ¿Sería posible? Y, pensando lo impensable,
¿era Lillian Gish la amante de Dorothy?
Pero no había mala intención cuando, al hablar de Richard Barthelmess, se afirmaba que había posado para "postales a la francesa" como un medio para ascender, o se mentaba, con más fundamento, el sofá que jugaba una baza importante para llegar a formar parte de las "Bellezas Acuáticas" de Mack Sennett —tan sólo el modelo primitivo de una larga serie. Si algunos pensaban que la "Escuela de Sirenas" era el sucedáneo de un harén a la carta, ornado de pimpollos como Gloria Swanson y Carole Lombard, eso, al Gran Mack, le tenía sin cuidado. Para hacer un buen chiste siempre podía echarse mano de Theda Bara. Los iniciados sabían que la primera vampiresa, arrojada a los consumidores como un demonio franco-arábigo de Perversidad nacido a los pies de la Esfinge, sólo era, en realidad, Theodosia Goodman, hija de un sastre judío de Chillicothe, Ohio, y una pazguata criaturita sin malicia.
No pasarían muchos años sin que los predicadores de toda Norteamérica maldijeran a la colonia fílmica y sus derivados: Hollywood, California, se convertiría en sinónimo de Pecado. Los bienhechores de profesión marcarían con fuego la nueva Babilonia, cuya maléfica influencia rivalizaría con la legendaria depravación de la antigua; titulares acusadores y pontificadores editoriales condenarían por igual el Sexo, las Drogas y las Estrellas de Cine. Sin embargo, mientras los fanáticos organizadores exigían sangre y boicot, las masas, imperturbables, se agolpaban ante las taquillas en número día a día creciente.
Los años veinte se consideran en general "La Época Dorada del Cine", y dorada era en verdad la exuberante creatividad fílmica que redundaba en fabulosos ingresos. Se describe a la gente de cine de dicho período como individuos a los que sólo les importaba, fuera de la pantalla, regocijarse en placeres sin fin. No obstante, la leyenda pasaba por alto un hecho:
el miedo
. Ese temor siempre presente de que la base de sus dorados sueños se derrumbase en cualquier momento.
En la década del "maravilloso sin sentido", los escándalos explotaban como bombas de relojería, mientras, una tras otra, eran destruidas carreras cinematográficas. Cada estrella se preguntaba a cuál le llegaría el turno de convertirse en el nuevo chivo expiatorio. Porque, en Hollywood, la fabulosa "Era Dorada" significaba algo más que un deslumbrante picnic al borde de un precipicio móvil; el camino hacia la gloria se hallaba sembrado de astutos cepos.
Y, sin embargo, para su amplia audiencia, HO-LLY-WOOD se componía de tres mágicas sílabas que evocaban el Irreal Universo de la Ilusión. Para los creyentes, era algo más que una fábrica de sueños donde uno entre un millón podía llegar a obtener una oportunidad. Era el
País del Nunca Jamás
, Algo Diferente, el Hogar de los Cuerpos Celestiales, la Galaxia del Glamour,
¡Hollywood!
Los "fans" adoraban, pero también podían tornarse volubles y, si sus deidades demostraban tener pies de arcilla, las destruían sin compasión. Fuera de la pantalla siempre había una nueva estrella dispuesta a efectuar su entrada.