Fernando hizo apagar las luces, se escondieron, y yo, a tropezones, empecé a buscarlos. Pronto, inocentemente sentado en su cama, reconocía al Bebe. Pero ya Fernando había establecido que debía encontrar y reconocer por lo menos a dos.
No había nadie más en aquella habitación. Me quedaban por explorar la otra y la leñera. Con cuidado, tropezando aquí y allá, recorrí el cuarto de Fernando, hasta que me pareció oír, en medio del silencio, la respiración de uno de los dos restantes. Rogué a Dios que no fuera Fernando, pues, no sé por qué, encontrarlo así en la oscuridad me parecía abominable. Con cautela, con oído tenso, seguí avanzando en la dirección en que parecía provenir aquel apagado rumor. Me llevé por delante una silla. Con los brazos tendidos hacia adelante siempre tanteando a izquierda y derecha, llegué a una de las paredes: húmeda, polvorienta, con el papel despegado. Tocando la pared, me desplacé hacia mi derecha, del lado de donde me parecía venir el apagado eco de una respiración. Mis manos tropezaron primero con un armario, luego mis rodillas se llevaron por adelante la cama de Fernando. Me agaché y palpando verifiqué si alguien estaba acostado o sentado, pero no encontré a nadie. Siguiendo ahora el borde de la cama, siempre hacia la derecha encontré primero la mesita de luz y de nuevo la pared desconchada. Ahora estaba seguro: la respiración se hacía más nítida, se convertía en un jadeo levísimo pero nervioso, seguramente como consecuencia de mi acercamiento. Una absurda emoción agitaba mi corazón como si estuviera al borde de un secreto temible. Mi avance se fue haciendo casi insensible, muy lento. Hasta que de pronto mi mano derecha tocó el borde de un cuerpo. La
retiré
como si hubiera tocado un hierro al rojo, pues comprendí instantáneamente que era el cuerpo de Georgina.
—Fernando —dije en voz baja, mintiendo como por vergüenza.
Pero no me respondió.
Mi mano volvió, temerosa pero anhelosamente hacia ella, pero levantándola a la altura de su cara. Encontré su mejilla y luego su boca, que sentí apretada y temblorosa.
—Fernando —volví a mentir, sintiendo que me enrojecía, como si pudieran verme.
No tuve respuesta y todavía hoy me pregunto por qué. Pero en aquel momento me pareció que era como autorizándome a proseguir la investigación, porque, de proceder de acuerdo con las reglas estipuladas por Fernando, debía haber declarado ya mi equivocación. Era como estar cometiendo un robo, pero un robo autorizado por la víctima, lo que todavía me asombra.
Mi mano, lentamente, con trémula vacilación, se detuvo sobre su mejilla, recorrió sus labios y sus ojos, como en una señal de reconocimiento, como vergonzante caricia (¿le dije ya que en esos dos años Georgina había dado un salto y que aquella adolescente empezaba a recordar a Ana María?). Su respiración se volvió intensísima, como si estuviera realizando un gran esfuerzo, agitada. Por un instante casi grito “¡Georgina!”, para luego salir corriendo, desesperado. Pero me contuve y seguí con mi mano sobre su rostro, sin que ella hiciese nada para apartarse, en una actitud que acaso determinó mi descabellada esperanza a lo largo de tantos años, hasta hoy mismo.
—Georgina —dije al fin, roncamente, con voz apenas inteligible.
Y entonces ella, a punto de romper en llanto, exclamó en voz baja:
—¡Basta! ¡Déjame!
Y huyó hacia la puerta.
Yo salí tras ella con lenta torpeza, sintiendo que algo muy turbio y contradictorio había sucedido, pero sin saber cómo interpretarlo. Mis piernas vacilaban como si hubiese estado en un gran peligro. Cuando entré a la otra pieza, ya iluminada, sólo estaba el Bebe: Georgina había desaparecido. Casi en seguida llegó Fernando, que me escrutó con mirada sombría, como si aquel fuego perverso que ardía en su interior ahora llamease en medio de tinieblas.
—Ganaste —comentó con voz dominante y seca—. Como premio, mañana podrás hacer una prueba más importante.
Comprendí que debía irme y que Georgina no reaparecería. El Bebe, con el clarinete en la mano, con la boca entreabierta, me miraba con sus ojos extraviados y brillantes.
—Bueno —dije, saliendo.
—Mañana a la noche después de comer, a las once —me dijo.
Durante toda aquella noche cavilé sobre lo que me había pasado y sobre lo que podría suceder al día siguiente. Me aterraba la idea de que Fernando fuera más lejos por el mismo camino, aunque no veía claro por qué, aunque comprendía que de por medio estaba la figura de Georgina. ¿Por qué ella no había negado apenas yo dije el nombre de Fernando? ¿Por qué había seguido en silencio, como autorizando el gesto de mi mano? Al otro día, a las once de la noche en punto yo estaba en la pieza de Fernando. Ya estaban esperándome él y Georgina. Advertí en los ojos de Georgina una expresión de pavorosa expectativa, acentuada por la palidez marmórea de su cara. Como jefe que da instrucción a una patrulla, con fría precisión, Fernando me dijo:
—En el Mirador, ahí arriba, vive la vieja Escolástica. A estas horas ya duerme. Vos vas a entrar con esta linterna, vas a ir hasta una cómoda que hay del lado opuesto de la cama, vas abrir el segundo cajón a partir de arriba, vas a buscar una caja de sombreros que hay allí y la vas a traer.
Con voz fantasmal, mirando hacia el suelo, Georgina dijo:
—¡La cabeza no, Fernando! ¡Cualquier otra cosa, pero la
cabeza
no!
Fernando insinuó con un gesto de desprecio.
—Qué importancia tendría cualquier otra cosa. La
cabeza
.
Yo, a punto de desmayarme, recordé la historia que me había contado Georgina. No era posible, esas cosas no pasaban nunca en la realidad. Y además, ¿por qué habría de hacerlo? ¿Quién me obligaba?
—¿Por qué tengo que hacerlo? ¿Quién me obliga? —aduje con voz desfalleciente.
—¿Cómo por qué? ¿Por qué se sube al Aconcagua? No hay ninguna utilidad en subir al Aconcagua, Bruno. ¿O sos un cobarde?
Comprendí que no podía rehuir.
—Muy bien, dame la linterna y decíme cómo se sube.
Fernando me entregó la linterna y se dispuso a indicarme la forma de subir al Mirador.
—Un momento —dije—. ¿Y si la vieja se despierta? Puede despertarse, puede gritar, ¿qué debo hacer?
—La vieja casi no ve y casi no oye, y casi no puede moverse. No te preocupes. Lo peor que puede suceder es que tengas que bajar sin la cabeza, pero espero que tengas el valor suficiente para traerla.
Ya le expliqué que debajo del Mirador había un depósito de trastos desde donde se podía subir por una antigua escalera de madera. Fernando me llevó hasta aquel depósito, que ni siquiera tenía luz eléctrica, y me dijo:
—Al llegar arriba te vas a encontrar con una puerta que no tiene llave. La abrís y entras en el Mirador. Nosotros te esperamos en mi cuarto.
Se fue y yo quedé con la linterna en medio de aquel sombrío depósito, oyendo los golpes ansiosos de mi corazón. Después de unos momentos en que me pregunté una vez más qué clase de locura era aquélla y quién me obligaba a subir sino mi propio orgullo, puse mi pie en el primer escalón. Subí con temor creciente y con una lentitud que se me ocurrió vergonzosa. Pero subí.
Efectivamente, había al término de la escalera un pequeño rellano y en él una puerta que daba a la habitación de la anciana loca. Yo sabía que era casi una desvalida, pero de todos modos mi miedo era tal que sudaba copiosamente y temía descomponerme del estómago. Advertí, para colmo, que mi cuerpo o mi sudor tenía un insoportable y feísimo olor. Pero ya no podía retroceder y siendo así lo mejor era proceder cuanto antes.
Moví el picaporte con cuidado, tratando de no hacer el menor ruido, ya que, por supuesto, todo aquello resultaría menos horrible si la loca no se despertaba. La puerta se abrió con un chirrido que me pareció tremendo. La oscuridad del cuarto era completa. Por un instante vacilé entre iluminar con mi linterna la cama donde reposaba la vieja, para ver si dormía, y el temor de despertarla justamente con la luz. Pero, ¿cómo podía entrar en aquella
pieza
desconocida, con una loca encerrada allí, sin verificar, al menos, si la vieja estaba dormida o incorporada, observándome? Con una mezcla de repulsión y de pavor, levanté mi linterna y recorrí circularmente el cuarto, a la búsqueda de la cama.
Casi me desmayo: la anciana no estaba durmiendo sino de pie al lado de su cama, mirándome con los ojos abiertos y despavoridos. Era una viejecita casi momificada, muy pequeña, muy flaca, casi un esqueleto viviente apenas. De sus labios resecos salió algo que me pareció referirse a la Mazorca, pero no puedo asegurarlo, porque apenas vi su figura en las tinieblas huí hacia la salida y descendí corriendo la escalera. Al llegar a la
pieza
de Fernando me desmayé.
Cuando recobré el conocimiento, Georgina me tenía con sus brazos la cabeza y de sus ojos caían enormes lágrimas. Tardé un buen rato en recordar mi situación anterior y entonces experimenté una infinita vergüenza. Estaba solo, con Georgina. Fernando se habría retirado, diciendo alguna venenosa ironía sobre mi valor: estaba seguro.
—Estaba levantada —balbuceé.
Georgina no decía nada: se limitaba a llorar en silencio.
Aquellos primos empezaron a ser para mí un indescifrable arcano, que a la vez me atraía y me asustaba. Eran como dos oficiantes de un rito desconocido, del que yo no alcanzaba a comprender el significado y del que se podían esperar atrocidades. De pronto me imaginaba que Fernando se burlaba de mí, y de pronto temía que estuviera preparando una trampa siniestra. Aquellos dos primos vivían aislados del resto de la casa, solitarios, como un rey con un único súbdito, aunque más apropiado sería decir, como un sumo sacerdote con un único creyente, y como si a mi llegada yo me hubiese convertido en única víctima de aquel culto tenebroso. Fernando despreciaba el resto del mundo, o lo ignoraba orgullosamente, mientras que a mí me exigía
algo
que yo no podía discernir bien, y que pienso estaba relacionado a sentimientos turbios, a emociones sombrías y a voluptuosidades, a las que debían sentir los sacerdotes aztecas que en lo alto de las pirámides sagradas extraían el palpitante y caliente corazón de sus sacrificados. Y, lo que me resulta aún más inexplicable, yo me sometía también con cierta oscura sensualidad al sacrificio en que Georgina oficiaba como una aterrada hierofántida.
Porque aquellos episodios fueron apenas el comienzo. Muchas extrañas y perversas ritualidades se sucedieron hasta que huí, hasta que comprendí, con doloroso pavor, que aquella pobre criatura ejecutaba ciegamente, como hipnotizada, las órdenes de Fernando.
Ahora, después de treinta años, trato todavía de comprender la relación exacta que había entre ellos dos, y me es imposible. Eran como dos universos opuestos y, sin embargo, de algún modo estaban entrañablemente unidos por un vínculo ininteligible pero poderoso. Fernando la dominaba, pero no podría afirmar que fuese únicamente un pavor sagrado lo que a ella ataba a su primo: a veces me parece que en Georgina existía una especie de compasión. ¿Compasión por un monstruo como Fernando? Sí. Ella huía de pronto de sus actos demoníacos, y la he visto llorar horrorizada en algún oscuro rincón de la casa de Barracas. Pero también la recuerdo defendiéndolo con maternal energía cuando yo lo atacaba. “No imaginas cuánto sufre”, me decía. Ahora, considerando serenamente su personalidad y muchos de sus actos, admito que, en efecto, Fernando no tenía esa fría indiferencia que dicen caracteriza a los criminales natos; ya le dije antes que más bien se tenía la sensación de una caótica y desesperada lucha interior. Pero debo confesarle que no tengo la suficiente grandeza de alma para compadecer a seres como Fernando. Esa grandeza la tenía en cambio, Georgina.
¿Qué clase de sufrimientos?, me dirá usted. Muchos y de toda índole: físicos, mentales y hasta espirituales. Los físicos y mentales estaban a la vista. Sufría alucinaciones, tenía sueños enloquecedores, de pronto perdía la conciencia. Lo he visto, aun sin desmayarse, como si se volviera ausente, sin hablar ni oír ni ver a los que tenía delante, “Ya le pasará”, me decía entonces Georgina, que lo seguía con angustia. Otras veces (me contaba Georgina) le decía: “Te estoy viendo, sé que estoy aquí, a tu lado, pero también sé que estoy en otra parte, muy lejos, en un cuarto oscuro y cerrado. Me buscan para sacarme los ojos y matarme”. Caía de la exaltación más violenta a la pasividad y la melancolía más absolutas: entonces se convertía, según Georgina, en el ser más indefenso y desamparado del mundo, y como un niño pequeñito se acurrucaba sobre la falda de su prima.
Desde luego, nunca lo vi yo en ninguno de esos extremos humillantes, y creo que de haberlo visto Fernando habría sido
capaz
de asesinarme. Pero me lo dijo Georgina y nunca ella dijo ninguna mentira, y nunca ante ella creo que Fernando haya simulado, maestro, sin embargo, de la simulación, como realmente era.
Lo que yo vi de él siempre fue desagradable. Se consideraba por encima de la sociedad y de la ley. “La ley está hecha para los pobres diablos”, afirmaba. Por alguna
razón
que no alcanzo a comprender, le apasionaba el dinero, pero creo que veía en él algo más que el simple dinero de la gente normal. Veía algo mágico y demoníaco, y le gustaba referirse a él como al “oro”. Tal vez a esa extraña inclinación se debiese su pasión por la alquimia y por la magia. Pero su morbosidad era más patente en todo lo que directa o indirectamente tuviera referencia con los ciegos. La primera vez que lo verifiqué personalmente fue todavía en Capitán Olmos, cuando íbamos caminando por la calle Mitre hacia su casa y de pronto vimos avanzar hacia nosotros al ciego que tocaba el tambor en la banda del pueblo. Fernando casi se desvaneció y se vio obligado a tomarse de mi brazo, y entonces sentí que temblaba como un palúdico y que su cara se volvía blanca y rígida como la de un muerto. Tardó mucho tiempo en reponerse, debió sentarse en el borde de la vereda y luego tuvo un acceso de ira contra mí insultándome histéricamente, porque lo había sostenido del brazo para que no se cayera.
Un día de invierno de 1925 terminó aquel período alucinante de mi vida. Cuando entré en la pieza de Georgina, la encontré llorando en la cama. Me precipité a acariciarla, a preguntarle, pero ella sólo atinaba a repetirme “Quiero que te vayas, Bruno, y que no vengas más. ¡Por el amor de Dios!” Yo había conocido dos Georginas: una, dulce y femenina como su madre; y otra poseída por los poderes de Fernando. Ahora veía aquella Georgina deshecha e indefensa, aterrorizada y rota, que me pedía que huyese y que nunca más volviera. ¿Por qué? ¿Cuál era la espantosa verdad que me quería ocultar? Nunca me lo dijo, aunque después, con los años y la experiencia, lo sospeché y lo confirmé. Pero lo desconsolador de todo aquello no era ni el terror de Georgina ni la destrucción de un alma delicada y tierna por el espíritu satánico de Fernando: lo desconsolador era que ella lo amaba.