Era una deidad terrible y nocturna, un espectral demonio que debía de tener el poder supremo sobre la vida y la muerte.
La planicie mineral se iba poblando de mortales restos a medida que me acercaba al gran recinto de la diosa: un calcinado y estático museo del horror. Vi hidras que en un tiempo habían sido vivientes y que ahora estaban petrificadas, ídolos de ojos amarillos en silenciosas mansiones abandonadas, diosas de piel veteada como las cebras, imágenes de una taciturna idolatría con indescifrables inscripciones.
Era una comarca donde parecía celebrarse una sola y petrificada Ceremonia de la Muerte. Me sentí de pronto tan horrendamente solo que grité. Y mi grito, en aquel silencio mineral y fuera de la historia, resonó y pareció atravesar centurias y generaciones desaparecidas.
Luego volvió a imperar el silencio.
Entonces comprendí que debía llegar hasta el final: el ojo de la deidad refulgía y me llamaba inequívocamente, con siniestra majestad.
Las veintiuna torres eran los vértices de una muralla poligonal, hacia la que me acerqué en jornadas crecientemente agotadoras. Y a medida que la distancia disminuía su altura era más pasmosa. Cuando estuve a sus pies y dirigí la mirada hacia lo alto, calculé que aquella muralla, al parecer impenetrable, tenía la altura de una catedral gótica. Pero las torres eran probablemente cien veces más altas.
YO SABÍA que en el gigantesco perímetro debía existir una entrada para que yo pudiese entrar en el recinto. Y QUIZÁ SOLAMENTE PARA ESO. Ahora mi espíritu estaba como alucinado por la absoluta certeza de que todo aquello (las torres, la desolada comarca, el recinto de la deidad, el astro declinante) había estado esperando mi llegada y que sólo por esa espera no se había derrumbado hacia la nada. De modo que una vez que yo lograra penetrar en el Ojo todo se desvanecería como un simulacro milenario.
Esta convicción me daba fuerzas para consumar el largo peregrinaje en busca de la puerta.
Y así, después de marchar durante agotadoras jornadas por aquel perímetro colosal, di finalmente con ella.
En la puerta se iniciaba una escalinata de piedra que conducía hacia el Ojo Fosforescente. Miles de escalones debería subir. Temí que el vértigo y la fatiga pudieran vencerme. Pero el fanatismo y la desesperación me poseían salvajemente y empecé el ascenso.
Durante un tiempo que tampoco pude precisar (porque el astro permanecía siempre en el mismo lugar, iluminando aquel territorio sin tiempo), subí la innumerable escalinata, y mis pies destrozados y mi corazón oprimido midieron, en cambio, aquel esfuerzo inhumano, en medio del silencio de la planicie calcinada del paisaje de ídolos y árboles petrificados, teniendo a mis espaldas la gran Cordillera del Norte.
Nadie, pero nadie, me ayudaba con sus plegarias. Ni siquiera con su odio.
Era una lucha titánica que YO SOLO debía librar, en medio de la indiferencia pétrea de la nada.
El Ojo Fosforescente aumentaba su tamaño a medida que yo escalaba la inmortal escalera. Y cuando por fin llegué ante Él, el cansancio y el pavor me hicieron caer de rodillas.
Así permanecí un tiempo.
Entonces, una Voz que parecía salir de aquel Ojo, cavernoso e imperial, dijo:
—AHORA ENTRA. ÉSTE ES TU COMIENZO Y TU FIN.
Me incorporé y, ya enceguecido por el rojo resplandor, entré.
Un fulgor intenso pero equívoco, como es característico de la luz fosforescente, que diluye y hace vibrar los contornos, bañaba un largo y estrechísimo túnel ascendente, en que me fue preciso trepar reptando sobre mi vientre. Y aquel fulgor provenía de la boca terminal como de una misteriosa gruta submarina. Fulgor acaso producido por algas, luminosidad fantasmal pero poderosa, semejante a la que en las noches de los trópicos, navegando sobre el mar de los Sargazos, había entrevisto yo mirando con ahínco hacia las profundidades oceánicas. Combustión fluorescente de algas que en el silencio de las fosas submarinas alumbran regiones pobladas de monstruos; monstruos que no salen a la superficie sino a insólitas y temibles ocasiones, propagando la consternación entre los tripulantes de los barcos que tienen la fatalidad de pasar en sus cercanías; sucediendo que esas tripulaciones enloquecen y se arrojan al agua, de modo que las naves, abandonadas a su suerte, como mudos testigos de la calamidad, navegan luego durante años o décadas a la deriva, fantasmales y ambiguas, llevadas y traídas al azar por las corrientes marinas y por los vientos; hasta que las lluvias, los tifones de los mares orientales, el poderoso sol de los trópicos, los monzones del Mar índico y el tiempo (simplemente el Tiempo), pudre y desgarra sus cascos y sus mástiles, hasta que todo concluye carcomido por la sal y por el yodo, por los hongos y por los peces; y sus restos finales desaparecen en las profundidades oceánicas, muchas veces cerca del mismo monstruo que inició la catástrofe y que, atenta y perversamente, inexorable, vigiló durante años y años la desvaída y absurda peregrinación de aquella nave condenada.
¿Qué podía haber en aquella gruta que me recordaba los desgarrados años de búsqueda en aquel oscuro barco de carga, navegando bajo las estrellas del Caribe?
Algo me sucedió a medida que ascendía por aquel resbaladizo, crecientemente cálido y sofocante túnel: mi cuerpo se iba convirtiendo en el cuerpo de un pez. Mis extremidades se transformaban repugnantemente en aletas y
sentí
que mi piel se cubría de duras escamas.
El resplandor que había al cabo del pasadizo se hacía más intenso: me atraía y a la vez me aterraba. Y en el silencio sobrecogedor, me parecía percibir nuevamente aquel lejano quejido o llamado, algo que me recordaba, pero como en un sueño, hechos remotísimos que no podía precisar.
Mi cuerpo-pez apenas podía ya deslizarse por aquel agujero y ya no subía por mi propio esfuerzo, pues me era imposible siquiera mover mis aletas: poderosas contracciones de aquel angustioso túnel que ahora era como de caucho me apretaban pero también me llevaban, con incontenible fuerza de succión, hacia el extremo alucinante. Hasta que, de pronto, perdí el conocimiento-pez. Vastas regiones planetarias e inmensas cantidades de tiempo fueron con furia absorbidas. Pero en los pocos segundos que duró el ascenso hacia aquel Centro, pasaron ante mi conciencia una vertiginosa muchedumbre de rostros, catástrofes y países. Vi seres que parecían contemplarse aterrorizados, nítidamente vi escenas de mi infancia montañas de Asia y África de mi errabunda existencia, pájaros y animales vengativos e irónicos, atardeceres en el trópico, ratas en un granero de Capitán Olmos, sombríos prostíbulos, locos que gritaban palabras decisivas pero desdichadamente incomprensibles, mujeres que mostraban lúbricamente su sexo abierto, caranchos merodeando sobre hinchados cadáveres en la pampa, molinos de viento en la estancia de mis padres, borrachos que hurgaban en un tacho de basura y grandes pájaros negros que se lanzaban con sus picos filosos sobre mis ojos aterrados.
Todo aquello, supongo yo, pasó en segundos. Luego perdí el conocimiento y sentí que me asfixiaba. Pero entonces mi conciencia pareció ser reemplazada por una poderosa aunque oscura sensación: la sensación de haber entrado por fin en la gran caverna y de haberme hundido en sus aguas cálidas, gelatinosas y fosforescentes.
Ignoro el tiempo que permanecí sin sentido. Sólo sé que, cuando lo recobré, tuve la impresión de haber atravesado eras zoológicas y haber descendido hasta los abismos de algún océano profundísimo, arcaico y desconocido.
Al comienzo no comprendí dónde me hallaba, ni tampoco recordaba el largo peregrinaje hacia la Deidad, ni los episodios que lo habían precedido. De espaldas en una cama, mi cabeza pesaba como si estuviera rellena de hierro y mis ojos turbios apenas podían ver: sólo alcanzaba a advertir una rara fosforescencia que, poco a poco, fui comprendiendo era la misma que había en el cuarto de la Ciega antes de mi fuga. Pero una invencible pesadez en todos mis músculos me impedía moverme y hasta mover mi cabeza hacia los costados para reconocer el lugar en que me hallaba. Paulatinamente mi memoria parecía reorganizarse, como una central de comunicaciones después de un terremoto, y empezaron a reaparecer fragmentos de mi peripecia: Celestino Iglesias, la entrada en el departamento de Belgrano, los pasadizos, la aparición de la Ciega, el encierro en el cuarto, la fuga y, finalmente, el descenso hacia la Deidad. Recién entonces advertí que la fosforescencia que me parecía bañar aquella habitación en que ahora estaba era la misma de la gruta o vientre de la gran estatua y la misma que parecía haberse producido en el cuarto de la Ciega cuando su reaparición.
Entonces ese recuerdo, como lo que poco a poco mis ojos iban vislumbrando en aquel techo y en aquellas paredes, me hicieron sospechar que volvía a encontrarme en el mismo cuarto de la Ciega del que había o creía haber escapado. Mis sentidos parecieron volver a recobrar su intensidad y, aunque no me atrevía a volver mi cabeza hacia la puerta, ahora tenía la sensación de que en el vano de aquella puerta estaba nuevamente la Ciega. Sin atreverme a dar vuelta mi
cabeza
, intenté verificar de reojo aquella sensación y aunque sin poder verificar detalles, entreví la figura hierática de una mujer.
Estaba nuevamente en el cuarto de la Ciega. Y todo mi peregrinaje por los subterráneos y cloacas, mi marcha por la gran caverna y mi ascenso final hacia la Deidad habían sido, entonces, una fantasmagoría producida por las artes mágicas de la Ciega o de la Secta entera. Y, sin embargo, yo me resistía a admitirlo, pues aunque la gran planicie devastada y aquellas torres milenarias y aquella formidable estatua parecían más bien una pesadilla, en cambio mi descenso a las cloacas de Buenos Aires y mi marcha por los fangosos subterráneos habitados por monstruos tenían la fuerza y la precisión carnal de algo que yo sin duda había vivido: razón que me hacía pensar que también lo otro, el viaje hacia la Deidad, no había sido un sueño sino un hecho realmente vivido. En aquel momento no estaba ni con la lucidez suficiente ni con la necesaria calma para analizar el hecho, pero ahora pienso que de verdad yo viví todo aquello y que aun en el caso de que nunca saliera del cuarto de la Ciega, sus poderes me lo hicieron realizar sin moverme, tal como es habitual en todas las magias de las culturas primitivas: el cuerpo duerme o parece dormir, mientras el alma viaja por territorios remotos. ¿No era concebida el alma como un pájaro que puede volar hacia tierras lejanas? Escapada de su cárcel hecha de carne y tiempo, puede entonces salir al cielo intemporal, donde no hay ni antes ni después y donde los hechos que luego sucederán, o parecerán suceder a su propio cuerpo, están ahí, eternizados como estatuas de la Calamidad o el Infortunio. De manera que si todo sueño es un vagar del alma por esos territorios de la eternidad, todo sueño, para quien sepa interpretarlo, es un vaticinio o un informe de lo que vendrá. Y así en aquel viaje supe, como Edipo lo supo de labios de Tiresias, cuál era el fatal fin que me estaba reservado.
Sentí que aquella mujer se acercaba a mi cama. Más que sus pasos, que apenas se oían en aquel silencio, como si estuviera descalza, eran mis sentidos exacerbados que me lo anunciaban. Inmóvil, casi petrificado, mirando hacia el techo, percibía no obstante su perversa aproximación. Y cerrando los ojos, como si quisiera así evitar el acto que había de producirse, me decía: “ya está a tres pasos de mi cania”, “ya está a dos”, “ya está a mi lado”. Sentí entonces la presencia de aquel ser a los pies de mi cama. No quería abrir mis ojos, pero
sabía
que estaba allí, observándome, en una espera que se hizo intolerable.
Hecho curioso: tenía la sensación de que aquella mujer había llegado hasta mí en virtud de un oscuro pero tenaz llamamiento de mi propio ser. Todavía ahora no sé cómo explicarlo: era cierto que yo parecía prisionero de la Secta y que aquella mujer que ahora estaba a mi lado y con la que yo tendría la más tenebrosa de las cópulas parecía ser parte y el comienzo del Castigo que la Secta me tenía destinado; pero también era cierto que era el final de una larga persecución que yo,
por mi propia voluntad
, había larga, paciente y deliberadamente llevado a cabo a lo largo de muchos años.
Se me antojaba como un doble y curioso acto de magnetismo-, yo había sido llevado como un sonámbulo a aquellos dominios secretos de la Secta, pero también parecía como si durante años y años hubiese proyectado mis fuerzas más oscuras y profundas para convocar, finalmente, en aquel cuarto de Belgrano, a la mujer que en cierto modo más había deseado en mi vida.
Una compleja sensación, pues, me paralizaba y embriagaba a la vez: una mezcla de miedo y ansiedad, de náusea y de sensualidad. Y cuando por fin pude abrir mis ojos vi que estaba desnuda ante mí, y de su cuerpo parecía irradiar un fluido eléctrico que llegaba hasta mi cuerpo y despertaba mi lujuria.
¿Y cómo y mediante qué medios aquella mujer podía ser el Castigo que, desde épocas inmemoriales, la Secta Sagrada había imaginado, sádicamente preparado, y ahora lanzaba contra mí? Con pavor, y a la vez con esperanza que debería llamar negra (la esperanza que ha de existir en el Infierno), vi cómo aquella serpiente se disponía a acostarse conmigo. En la oscuridad de las noches tropicales había visto desprenderse de la punta de los mástiles la espectral electricidad de los fuegos de San Telmo; así veía ahora cómo aquella fluorescencia magnética que irradiaba la habitación se desprendía de la punta de sus dedos, de sus cabellos, de sus pestañas, de las vibrantes puntas de sus pechos: anhelosos como brújulas de cálida carne ante la cercanía del poderoso imán que los había atraído a través de territorios oscuros y delirantes.
¡Serpiente Negra poseída por los demonios y sin embargo dotada de alguna sagrada sabiduría!
Inmóvil, quieto como un pájaro bajo la mirada paralizadora, veía cómo se acercaba lenta y voluptuosamente. Y cuando por fin sus dedos tocaron mi piel, fue como la descarga eléctrica de la Gran Raya Negra que habita en los fondos submarinos.
Un poderoso relámpago me deslumbró y por un instante tuve la vertiginosa y ahora inequívoca revelación: ¡ERA ELLA! En aquel instante fugaz mi mente era un torbellino, pero ahora, mientras espero la muerte medito sobre el misterio de aquella encarnación, quizá semejante al que convocado por un deseo imperioso se apodera del cuerpo de una médium; con la diferencia de que no sólo el espíritu sino el propio cuerpo adquiría los caracteres invocados. Y también pienso si era mi oscura e indeliberada voluntad la que pacientemente había suscitado aquella encarnación que la Ciega perversamente me facilitaba o si la Ciega y todo aquel Universo de Ciegos, al que ella pertenecía era, al revés, una formidable organización a mi servicio, para mi voluptuosidad, mi pasión y finalmente mi castigo.