—Has llegado muy bien, Héctor —dijo Molinari—. Bien sabes cuánto me preocupa el problema de la juventud argentina.
El señor desconocido miró a Martín.
—Le estaba diciendo que siempre los jóvenes piensan que la generación anterior no vale nada, que está equivocada, que son un conjunto de reaccionarios, etcétera, etcétera. El señor desconocido sonrió con benevolencia, mirándolo como representante de la Nueva Generación (pensó Martín). Y pensó también que la Lucha de Generaciones era tan desproporcionada que aumentó un poco más, cuando parecía ya imposible, su sensación de ridículo: ellos, detrás del imponente escritorio, respaldados por la Sociedad Anónima IMPRA, el retrato de Perón autografiado, el Mástil con la Bandera, el Rotary Club Internacional y el edificio de doce pisos; y él con el traje rotoso y con un hambre de dos días. Más o menos como los zulúes defendiéndose del ejército imperial inglés con flechas y escudos de cuero pintarrajeados, pensó.
—Como le estaba diciendo, ya también en mis tiempos fui socialista y hasta anarquista —tanto él como el recién llegado sonrieron ampliamente, como si estuvieran recordando algo chistoso— y aquí el amigo Pérez Moretti no me dejará mentir, porque juntos hemos pasado muchas cosas. Por otra parte, tampoco vaya a creer que nos avergonzamos. Soy de los que piensan que no es malo que la juventud tenga en su momento ideales tan puros. Ya hay tiempo de perder luego esas ilusiones. Luego la vida le muestra a uno que el hombre no está hecho para esas sociedades utópicas. No hay ni siquiera dos hombres iguales en el mundo: uno es ambicioso, el otro es dejado; uno es activo, el otro es haragán; uno quiere progresar, como el amigo Pérez Moretti o yo, al otro le importa un comino seguir toda su vida como un pobre tinterillo. En fin, para qué seguir; el hombre es por naturaleza desigual y es inútil pretender fundar sociedades donde los hombres sean iguales. Además, observe que sería una gran injusticia: ¿por qué un hombre trabajador ha de recibir lo mismo que un haragán? ¿Y por qué un genio, un Edison, un Henry Ford debe ser tratado lo mismo que un infeliz que ha nacido para limpiar el piso de esta sala? ¿No le parece que sería una enorme injusticia? ¿Y cómo en nombre de la justicia, precisamente en nombre de la justicia, se ha de instaurar un régimen de injusticias? Ésa es una de las tantas paradojas, y siempre he creído que debería escribirse largo y tendido sobre el particular. Yo mismo, le diré, muchas veces he estado con la tentación de escribir alguna cosa en este orden de ideas —dijo mirando a Pérez Moretti, como poniéndolo de testigo, y mientras Martín veía cómo éste asentía con la cabeza se preguntaba pero por qué este hombre pierde todo este tiempo conmigo y llegaba a la conclusión de que alguna cosa de vital importancia debía vincularlo a Alejandra, algo que por alguna extraña razón tenía valor para aquel individuo; y la idea de que pudiera haber vínculos importantes entre Molinari y Alejandra, cualesquiera que fuesen, lo atormentaba más y más a medida que la entrevista se prolongaba, pues la longitud de la entrevista era como la medida de aquel vínculo; y entonces volvía a preguntarse sobre los motivos de aquel envío a Molinari, y oscuramente, sin saber por qué, concluía que Alejandra lo había hecho para “probar algo”, en momento en que sus relaciones entraban en un período oscuro; y entonces volvía a repasar los episodios, pequeños o grandes, que en su memoria rodeaban a la palabra “Molinari”, como un detective busca con lupa cualquier rastro o indicio, por insignificante que parezca a primera vista, que pueda conducir al esclarecimiento final; pero su cerebro se confundía porque sobre esas angustiosas búsquedas se superponía la voz de Molinari que proseguía desarrollando su Concepción General del Mundo—. Los años, la vida que es dura y despiadada, a uno lo van convenciendo de que esos ideales, por nobles que sean, porque sin duda que son nobilísimos ideales, no están hechos para los hombres tal como son. Son ideales imaginados por soñadores, por poetas casi diría yo. Muy lindos, muy apropiados para escribir libros, para pronunciar discursos de barricadas, pero totalmente imposibles de llevar a la práctica. Quisiera yo verlo a un Kropotkin o a un Malatesta dirigiendo una empresa como ésta y luchando día a día con las normas del Banco Central (aquí se rió, siendo acompañado de buena gana por el señor Pérez Moretti) y teniendo que hacer mil y una maniobras para evitar que el sindicato o Perón, o los dos juntos, le hagan a uno una zancadilla. Y en otro orden de ideas, está muy bien que un muchacho o una chica tengan esos ideales de desprendimiento, de justicia social y de sociedades teóricas. Pero luego usted se casa, quiere regularizar su situación ante la sociedad, debe constituir su hogar, aspiración natural de todo hombre bien nacido, y eso trae el abandono paulatino de esas quimeras, no sé si me entiende lo que quiero decir. Muy fácil es sostener la doctrina anarquista cuando se es muchacho y se es mantenido por los padres. Otra cosa, muy distinta, es tener que enfrentarse con la vida, verse obligado a mantener el hogar que se ha constituido, sobre todo cuando vienen los hijos y las otras obligaciones inherentes a la familia: que la ropa, que la escuela, que los textos, que las enfermedades. Son muy lindas las teorías sociales, pero cuando hay que parar la olla, como vulgarmente se dice, entonces, amiguito, hay que agachar el lomo y hay que comprender que el mundo no está hecho para esos soñadores, para esos Malatestas o Kropotkines. Y fíjese bien que le estoy hablando de estos teóricos anarquistas, porque al menos ésos no predican la dictadura del proletariado, como los comunistas. ¿Puede usted imaginarse un horror como el de un gobierno dictatorial? Ahí tiene el ejemplo de Rusia. Millones de esclavos que trabajan bajo el látigo. La libertad, amigo, es sagrada, es uno de los grandes valores que debemos salvar, cueste lo que cueste. Libertad para todos: libertad para el obrero, que puede buscar trabajo donde más le convenga, y libertad para el patrono, que pueda dar trabajo a quien le parezca mejor. La ley de la oferta y la demanda y el juego libre de la sociedad. Vea el caso suyo: usted viene acá, libremente, y me ofrece su fuerza de trabajo; a mí, por razones equis, no me conviene y no lo tomo. Pero usted es un hombre libre y puede salir de aquí y ofrecer sus servicios en la empresa de enfrente. Fíjese qué cosa invaluable es todo esto: usted, un muchacho humilde, y yo, presidente de una gran empresa, sin embargo actuamos en igualdad de condiciones en esa ley de la oferta y la demanda: podrán decir lo que quieran los dirigistas pero ésa es la ley suprema de una sociedad bien organizada, y aquí, cada vez que este hombre (señaló la fotografía dedicada de Perón), cada vez que este señor se mete en el engranaje de la libre empresa no es más que para perjudicarnos, y en definitiva para perjudicar al país. Por eso, mi lema es, y el amigo Pérez Moretti lo sabe muy bien: ni dictaduras ni utopías sociales. No le digo nada de los otros problemas, los que podríamos denominar problemas de índole moral, ya que no sólo de pan vive el hombre. Me refiero a la necesidad que tiene la sociedad en que vivimos de un orden, de una jerarquía moral, sin la cual, créame, todo se viene abajo. ¿Le gustaría a usted, por ejemplo, que alguien pusiese en duda la honestidad de su madre? Por favor, es un caso hipotético que me permito poner a título de ejemplo. Usted mismo acaba de fruncir el ceño, y ese mismo gesto, que lo honra, ya está revelando todo lo que de sagrado tiene para usted, como para mí, el concepto de madre. Y bien, ¿cómo compaginar ese concepto con una sociedad en que exista el amor libre, en que nadie es responsable de los hijos que se tienen por ahí, en que el matrimonio haya sido echado por la borda como una simple institución burguesa? No sé si entiende lo que quiero decir. Si se minan las bases del hogar… pero ¿le pasa a usted algo?
Martín, muy pálido, a punto de desmayarse, pasaba la mano por su frente, cubierta de un sudor helado.
—No, no —respondió.
—Pues, como le decía, si se minan las bases del hogar, que son el fundamento de la sociedad en que vivimos, si usted destruye el concepto sacrosanto del matrimonio, ¿qué queda?, pregunto yo. El caos. ¿Qué ideales, qué ejemplos puede tener delante la juventud que se va formando? No se puede jugar con todo eso, joven. Le voy a decir más, le voy a decir algo que raramente le digo a nadie pero que me Siento en el deber de decírselo a usted. Me refiero al problema de la prostitución.
Pero en ese instante sonó el intercomunicador, y mientras Molinari preguntaba con mal humor ¿Qué? ¿qué?, Martín seguía con su lupa, tambaleante, cada vez más perdido en aquella niebla repugnante y se decía Wanda, Wanda, repitiéndose aquellas palabras cínicas de Alejandra sobre la necesidad de trabajar, y aquella frase sobre el desprecio hacia los loros pintarrajeados y el consecuente desprecio hacia sí misma; de manera, se decía, como resumiendo sus investigaciones, que Wanda era uno de los elementos de aquel enigma, y Molinari era otro de los elementos ¿y qué otros podía haber?; y entonces volvía a repasar los episodios precedentes y no encontraba nada de relieve, pues sólo estaba aquella entrevista con el individuo llamado Bordenave, individuo desconocido para Alejandra y por lo demás desagradable, hasta el punto que había cambiado de humor, poniéndose hosca y sombría. Mientras veía cómo el rostro endurecido que Molinari había mantenido frente al intercomunicador comenzaba ahora a transformarse en aquel rostro que había decidido ofrecerle a él, a Martín. Y el señor Molinari, en tanto que lo miraba parecía buscar el hilo conductor con lo que venía diciendo, hasta que prosiguió:
—Eso es, la prostitución. Vea usted qué paradoja. Si yo le digo que la prostitución es necesaria, sé perfectamente que usted, en este momento, va a experimentar un rechazo, ¿no es así? Aunque tengo la convicción de que una vez que haya analizado a fondo el problema tendrá que concordar conmigo. Imagínese, en efecto, lo que sería el mundo sin esa válvula de escape. Ahora mismo, y sin ir más lejos, aquí, en nuestro país, un concepto mal entendido de la moral, le advierto que soy católico, ha llevado al clero argentino a hacer prohibir la prostitución. Pues bien, se prohibió la prostitución en el año…
Dudó un instante y miró al señor Pérez Moretti, que lo escuchaba atentamente.
—Me parece que fue en el 35 —dijo el señor Pérez Moretti.
—Pues bien, ¿con qué resultado? Con el resultado de que apareciera la prostitución clandestina. Era lógico. Pero lo grave es que la prostitución clandestina es más peligrosa porque no hay control sanitario. Pero hay todavía algo más: es cara, no está al alcance del bolsillo de un obrero o de un empleado. Porque no es sólo lo que hay que pagarle a la mujer, es lo que hay que gastar en el amueblado. Resultado: Buenos Aires está soportando un proceso de desmoralización cuyas consecuencias no podemos prever.
Levantando su cabeza hacia un costado, y dirigiéndose al señor Pérez Moretti, comentó:
—Precisamente, en la última reunión del Rotary hablé del problema, que está siendo una de las lacras de esta ciudad y quizá del país entero.
Y dirigiéndose nuevamente a Martín, prosiguió:
—Es como una caldera en que se está levantando la presión con las válvulas cerradas. Que eso es la prostitución organizada y legal: una válvula de escape. O hay mujeres de mala vida controladas por el Estado, o llegamos a esto. O se tiene una buena prostitución controlada o la sociedad se enfrenta, tarde o temprano, con el gravísimo peligro de que sus instituciones básicas se puedan venir abajo. Entiendo que este dilema es de hierro y soy de los que piensan que no es cuestión de hacer como el avestruz frente a los peligros, que esconde la cabeza. Yo me pregunto si una muchacha de familia puede estar hoy tranquila, y sobre todo, si pueden estar tranquilos sus padres. Dejo de lado las groserías y suciedades que la niña debe escuchar por las calles, en boca de muchachones o de hombres que no encuentran una salida natural a sus instintos. Dejo de lado todo eso, por desagradable que sea. Pero ¿y qué me dicen del otro peligro? ¿Del peligro de que en las relaciones entre muchachos, entre los novios o simples simpatías no se llegue a mayores? Caramba, un muchacho tiene sangre, tiene instintos al fin y al cabo. Ustedes me perdonarán que hable con tanta crudeza, pero no hay otra forma de encarar este problema. Ese muchacho para colmo, vive enardecido por la falta de una prostitución al alcance de sus posibilidades económicas; por un cine que Dios nos libre, por publicaciones pornográficas, en fin, ¿qué se puede esperar? La juventud, por otra parte, no tiene los frenos que en otro tiempo le imponía un hogar con sólidos principios. Porque hay que confesar que acá somos católicos de la piel para afuera. Pero católicos de verdad, lo que se dice católicos de verdad, créame que no deben pasar de un cinco por ciento, y creo que me quedo largo. ¿Y el resto? Sin ese freno moral, con padres más preocupados de sus asuntos personales que de vigilar lo que debería ser un verdadero santuario… ¿pero qué le pasa?
El señor Pérez Moretti y el señor Molinari corrieron hacia donde estaba sentado Martín.
—No es nada, señor. No es nada —dijo recuperándose—. Ustedes perdonen, pero mejor me retiro…
Se levantó para irse, pero parecía tambalear. Estaba pálido y sudoroso.
—Pero no, hombre. Espere, que le haré traer café —dijo el señor Molinari.
—No, señor Molinari. Ya estoy bien, muchas gracias.
El aire de la calle me hará mejor. Muchas gracias, buenas tardes.
Apenas traspuso la puerta del despacho, hasta donde el señor Molinari y el señor Pérez Moretti lo acompañaron del brazo, apenas estuvo fuera de sus miradas corrió con las fuerzas que le quedaban. Cuando llegó a la calle buscó con la mirada un café, pero no vio ninguno cerca y no podía esperar. Se precipitó entonces hacia el espacio libre entre dos autos y allí vomitó.
Mientras esperaba en
The Criterion
, mirando fotografías de la reina Isabel por un lado y grabados de mujeres desnudas por otro, como si el Imperio y la Pornografía (pensaba) pudieran honorablemente coexistir, del mismo modo que coexisten las familias honestas y los prostíbulos (y no a pesar de eso sino, como brillantemente le explicara Molinari, por eso mismo), su pensamiento volvía a Alejandra, preguntándose cómo y con quién habría descubierto aquel bar Victoriano.
En el mostrador, bajo la sonrisa pequeñoburguesa de la reina (“nunca hubo una familia real tan insignificante”, le dijo luego Alejandra), gerentes y altos empleados ingleses tomaban un gin o su whisky y reían de sus chistes.
La perla de la Corona
, pensó, casi en el momento en que la vio entrar. Pidió un Gilbey y, después de escucharlo a Martín, comentó: