—¿Y había mucha nieve, viejo?
—Eh, sí…
Y se quedó meditando en aquella tierra fabulosa. Y Tito le sonrió a Martín con una mirada en que estaban mezcladas la ironía, la pena, el escepticismo y el pudor.
—¿No te dije? Siempre la misma historia.
Esa noche, mientras Martín deambulaba por la ribera empezó a llover después de largos, ambiguos y contradictorios preparativos. En medio de continuos relámpagos comenzaron a caer algunas gotas, vacilantemente, tanto como para dividir a los porteños —sostenía Bruno— en esos dos bandos que siempre se forman en los días bochornosos de verano: los que, con la expresión escéptica y amarga que ya tienen medio estereotipada por la historia de cincuenta años, afirman que
nada
pasará, que las imponentes nubes terminarán por disolverse y que el calor del día siguiente será aún peor y mucho más húmedo; y los que, esperanzados y candorosos, aquellos a quienes les basta un invierno para olvidar el agobio de esos días atroces, sostienen que “esas nubes darán agua esta misma noche” o, en el peor de los casos, “no pasará de mañana”. Bandos tan irreductibles y tan apriorísticos como los que sostienen que “este país está liquidado” y los que dicen que “saldremos adelante porque siempre aquí hay grandes reservas”. En resumen: las tormentas de Buenos Aires dividen a sus habitantes como las tormentas de verano en cualquier otra ciudad actual del mundo: en pesimistas y optimistas. División que (como le explicaba Bruno a Martín) existe a priori, haya o no tormentas de verano, haya o no calamidades telúricas o políticas; pero que se hace manifiesta en esas condiciones como la imagen latente en una placa con el revelado. Y (también le decía), aunque eso es válido para cualquier región del mundo donde haya seres humanos, es indudable que en la Argentina, y sobre todo en Buenos Aires, la proporción de pesimistas es mucho mayor, por la misma
razón
que el tango es más triste que la tarantela o la polca o cualquier otro baile de no importa qué parte del mundo. La verdad es que esa noche llovió intensa y furiosamente, batiendo en retirada al bando de los pesimistas; en retirada momentánea, claro, porque nunca este bando se retira del todo y jamás admite una derrota definitiva, pues siempre puede decir (y dice) “veremos si de verdad refresca”. Pero el viento del sur fue aumentando su intensidad a medida que llovía, trayendo ese frío cortante y seco que viene desde la Patagonia, y ante el cual los pesimistas, siempre invencibles, por la naturaleza misma del pesimismo, pronuncian fúnebres presagios de gripes y resfríos, cuando no de pulmonías “porque en esta ciudad maldita uno no puede saber cuando sale al centro desde la mañana, si debe llevarse sobretodo (a pesar del calor) o traje liviano (a pesar del frío)”. De modo que, sostienen, los pobres diablos que viven en los suburbios, a una hora de tren y de subterráneo de sus oficinas, están siempre amenazados por los peligros del frío repentino o por las incomodidades de un calor húmedo e insoportable. Idea que Bruno resumía diciendo que en Buenos Aires no hay clima sino dos vientos: norte y sur.
Desde el café de Almirante Brown y Pedro de Mendoza, Martín contemplaba cómo la lluvia barría la cubierta de los barcos, fragmentariamente iluminados por los relámpagos.
Y cuando pudo salir, después de medianoche, debió ir corriendo hasta su pieza para no helarse.
Pasaron muchos días sin que Alejandra diera señales de vida, hasta que por fin se decidió a telefonearla. Logró estar con ella algunos minutos en el bar de Esmeralda y Charcas, que lo dejaron en un estado de ánimo peor que el de antes: ella se limitó a contar (¿con qué objeto?) atrocidades de aquellas mujeres de la
boutique
.
Luego volvieron a transcurrir días y días, y nuevamente Martín se arriesgó a llamar por teléfono: Wanda le contestó que no estaba en aquel momento, que le daría su mensaje. Pero no hubo noticias de ella.
Varias veces estuvo a punto de dejarse vencer y de ir a la
boutique
. Pero se detenía a tiempo, porque sabía que hacerlo era pesar un poco más sobre su vida, y (pensaba), por lo tanto, distanciarla todavía más; del mismo modo que el náufrago desesperado por la sed sobre su bote debe resistir la tentación de tomar agua salada, porque sabe que únicamente le acarreará una sed aun más insaciable. No, claro que no la llamaría. Tal vez lo que pasaba era que ya había cortado demasiado su libertad, había pesado excesivamente sobre ella; porque él se había lanzado, se había precipitado sobre Alejandra, impulsado por su soledad. Y acaso si le concedía toda la libertad era posible que volvieran los primeros tiempos.
Pero una convicción más profunda, aunque tácita, lo inclinaba a pensar que el tiempo de los seres humanos no vuelve nunca para atrás, que nada vuelve a ser lo que era antes y que cuando los sentimientos se deterioran o se transforman no hay milagro que los pueda restaurar en su calidad inicial: como una bandera que se va ensuciando y gastando (le había oído decir a Bruno). Pero su esperanza luchaba, pues, como pensaba Bruno, la esperanza no deja de luchar aunque la lucha esté condenada al fracaso, ya que, precisamente, la esperanza sólo surge en medio del infortunio y a causa de él. ¿Acaso alguien después podría darle a ello lo que él le había dado? ¿Su ternura, su comprensión, su limitado amor? Pero en seguida la palabra “después” aumentaba su tristeza, porque le hacía imaginar un futuro en que ella no estaría más a su lado, un futuro en que otro ¡otro! le dirá palabras semejantes a las que él le había dicho y que ella había escuchado con ojos fervorosos en momentos que ya le parecían inverosímiles; ojos y momentos que él había creído que serían eternamente para él, que permanecerían para siempre en su absoluta y conmovedora perfección, como la belleza de una estatua. Y ella y ese Otro cuya cara no podía imaginar andarían juntos por las mismas calles y lugares que había recorrido con Martín; mientras él ya no existiría para Alejandra, o apenas sería un recuerdo decreciente de pena y ternura, o acaso de fastidio o comicidad. Y luego se empeñaba en imaginarla en momentos de pasión, pronunciando las palabras secretas que se dicen en esos momentos, cuando el mundo entero y también y sobre todo él, Martín, quedan horrorosamente excluidos, fuera del cuarto en que están sus cuerpos desnudos y sus gemidos; entonces Martín corría a un teléfono, diciéndose que después de todo bastaba discar seis números para oír su voz. Pero ya antes de terminar el llamado lo interrumpía, porque tenía ya la suficiente experiencia para comprender que se puede estar al lado de otro ser, oírlo y tocarlo, y no obstante estar separado por murallas insalvables; así como una vez muertos, nuestros espíritus pueden estar cerca de aquel que quisimos y sin embargo, separados angustiosamente por la muralla invisible pero insalvable que para siempre impide a los muertos tener comunión con el mundo de los vivos.
Pasaron, pues, largos días.
Hasta que, por fin, terminó por ir a la
boutique
, aun sabiendo que nada lograría con ella sino, más bien,
azuzar
la fiera que había dentro de Alejandra, aquella fiera que odiaba cualquier intromisión. Y mientras se decía “no, no iré”, caminaba precisamente hacia la calle Cerrito; y en el momento mismo en que llegaba a la puerta se repetía con empecinada pero ineficaz energía “es absolutamente necesario que no la vea”.
Una mujer cargada de joyas y de colorinches en una cara de ojos saltones y malignos salía en ese instante. Nunca la sentía a Alejandra más lejana que cuando estaba entre mujeres así: entre señoras o amantes de gerentes, de médicos importantes, de empresarios. “¡Y qué conversaciones! —comentaba Alejandra—. Conversaciones que sólo pueden oírse en una de estas casas de modas o en una peluquería para mujeres. Entre tinturas, debajo de aparatos marcianos, con pelos de todos colores que chorreaban basura líquida, de bocas que parecen albañales, de agujeros inmundos en caras cubiertas de crema, salen siempre las mismas palabras y chismes, dando consejos, mostrando la hilacha y el resentimiento, contando lo que se debe hacer y lo que NO se debe hacer con el tipo. Y todo mezclado con enfermedades, dinero, alhajas, trapos, fibromas, cocktails, comidas, abortos, gerencias, ascensos, acciones, potencia e impotencia de los amantes, divorcios, traiciones, secretarias y cuernos.” Martín la escuchaba asombrado y entonces ella se reía con una risa tan negra como la escena que acababa de describir. “Pero —preguntaba Martín balbuceando—, pero ¿cómo podes aguantar todo eso? ¿Cómo podes trabajar en un lugar semejante?”, preguntas candorosas, a las que ella respondía con alguna de sus muecas irónicas, “porque en el fondo, fíjate bien, en el fondo todas las mujeres, todas tenemos carne y útero, y conviene que uno no lo olvide, mirando esas caricaturas, como en los grabados de la Edad Media las mujeres hermosas miraban una calavera; y porque en cierto modo, mira qué curioso, esos engendros al fin de cuentas son bastante honestos y consecuentes, pues la basura está demasiado a la vista para que puedan engañar a nadie”. No, Martín no comprendía y tenía la
certeza
de que eso no era todo lo que Alejandra pensaba.
Y entonces, abriendo la puerta, entró en la
boutique
. Alejandra lo miró sorprendida, pero luego de saludarlo con un gesto, prosiguió un trabajo que tenía entre manos y le dijo que se sentara por ahí.
Momento en que entró al taller un hombre rarísimo.
—
Mesdames…
—dijo inclinándose con grotesca deliberación.
Besó la mano de Wanda, luego la de Alejandra y agregó:
—Como decía la Popesco en
L’habit vert
:
je me prostitu á vos pieds
.
En
seguida se dirigió a Martín y lo examinó como a un mueble raro que acaso se tenga el propósito de adquirir. Alejandra, riéndose, se lo presentó a distancia.
—Usted me mira con asombro y tiene toda la razón del mundo, joven amigo —dijo con naturalidad—. Le explicaré. Soy un conjunto de elementos inesperados. Por ejemplo, cuando me ven callado y no me conocen, piensan que debo tener la voz de Chaliapin, y luego resulta que emito chillidos. Cuando estoy sentado, suponen que soy petiso, porque tengo el tronco cortísimo, y luego resulta que soy un gigante. Visto de frente, soy flaco. Pero observado de perfil, resulta que soy corpulentísimo.
Mientras hablaba, demostraba prácticamente cada una de sus afirmaciones y Martín verificaba, con estupor, que eran exactas.
—Pertenezco al tipo Gillete, en la famosa clasificación del Profesor Mongo. Tengo cara filosa, nariz larga y también filosa, y, sobre todo, estómago grande pero también filoso, como esos ídolos de la isla de Pascua. Como si me hubieran criado entre dos tablas laterales, ¿realiza?
Martín advirtió que las dos mujeres se reían, y esa risa se prolongaría a lo largo de toda la permanencia de Quique como la música de fondo de una película; a veces imperceptiblemente, para no estorbar sus reflexiones, y otras, en algunos momentos culminantes, en forma convulsiva, sin que eso le molestase. Martín miraba con dolor a Alejandra. Cómo detestaba aquel rostro suyo, el rostro-boutique, el que parecía ponerse para actuar en aquel mundo frívolo; rostro que parecía perdurar todavía cuando se encontraba a solas con él, desdibujándose lentamente, surgiendo de entre sus trazos abominables, a medida que se borraban, alguno de los rostros que le pertenecían
a él y
que él esperaba como a un pasajero ansiado y querido en medio de una multitud repelente. Pues, como decía Bruno, “persona” quería decir máscara y cada uno tenía muchas máscaras: la del padre, la del profesor, la del amante. Pero ¿cuál era la verdadera? ¿Y había realmente una que fuese la verdadera? Por momentos pensaba que aquella Alejandra que ahora estaba viendo allí, riendo de los chistes de Quique, no era,
no podía
ser la misma que él conocía y, sobre todo, no podía ser la más profunda, la maravillosa y terrible Alejandra que él amaba. Pero otras veces (y a medida que pasaban las semanas más lo iba creyendo) se inclinaba a pensar, como Bruno, que
todas
eran verdaderas y que también aquel rostro-boutique era auténtico y de alguna manera expresaba un género de realidad del alma de Alejandra; realidad que ¡y quién sabía como cuántas otras más! le era ajena, no le pertenecía ni jamás le pertenecería. Y entonces, cuando ella llegaba ante él con los restos menguados de aquellas otras personalidades, como si no hubiera tiempo (¿o deseo?) de metamorfosearse, en algún rictus de sus labios, en alguna forma de mover las manos, en cierto brillo de sus ojos, Martín descubría los residuos de una existencia extraña: como alguien que ha permanecido en un basural y todavía en nuestra presencia mantiene algo de su fetidez. Pensaba, mientras oía que Wanda, sin dejar de comer bombones, decía:
—Contá otra de anoche.
Pregunta a la cual Quique, dejando sobre una mesa un libro que traía, respondió con delicada y tranquila precisión.
—Una caca, ma
ch
è
re
.
Las dos mujeres se rieron con ganas, y cuando Wanda pudo hablar, preguntó:
—¿Cuánto ganas en diario?
—Cinco mil setecientos veintitrés pesos con cincuenta y siete centavos, más aguinaldo a fin de año y las propinas que me da el jefe cuando le voy a comprar cigarrillos o le lustro los zapatos.
—Mira, Quique: mejor dejá diario y aquí te pagamos mil pesos más. Nada más que para hacernos reír.
—
Sorry
. La ética profesional me lo impide, imagináte que si me voy las crónicas de teatro las haría Roberto J. Martorell. Una catástrofe nacional, hijita.
—Sé bueno, Quique. Contá de anoche —insistió Wanda.
—Lo dicho: una caca total. Burdísimo.
—Sí, sonso. Pero contá detalles. Sobre todo de Cristina.
—¡Ah,
la femme
! Wanda: sos la perfecta mujer de Weininger. Bombones, prostitución, comadreo. Te adoro.
—¿Weininger? —preguntó Wanda—. ¿Qué es eso?
—Justo, justísimo —dijo Quique—. Te adoro.
—Vamos, sé bueno: contá de Cristina.
—Pobre; se retorcía las manos como Francesca Bertini en una de esas vistas que pasan los chicos de los cine-clubs. Pero el que hacía de escritor era directamente un empleado del ministerio de Comercio.
—Qué, ¿lo conoces?
—No, pero estoy seguro. Un empleado cansadísimo, pobresucho. Que se ve que estaba preocupado por algún problema de su trabajo, la jubilación o algo así. Un petiso gordito que acababa de dejar los expedientes
pour jouer I ’écrivain
. No les puedo decir cómo me conmovía: chocho.