Y así Martín trataba de rescatar fragmentos, recorría calles y lugares, hablaba con él, insensatamente recogía cositas y palabras; como esos familiares enloquecidos que se empeñan en juntar los mutilados destrozos de un cuerpo en el lugar donde se precipitó el avión; pero no en seguida, sino mucho tiempo después, cuando esos restos no sólo están mutilados sino descompuestos.
No de otro modo podía explicar Bruno que Martín se empecinara en recordar y analizar aquello de Molinari. Y mientras se hacía estas reflexiones sobre el cuerpo y la disgregación del alma, Martín, que un poco hablaba como para sí mismo, le decía que, a su juicio, aquella disparatada entrevista con Molinari era, sin duda, un momento clave en su relación con Alejandra; entrevista que en aquel entonces le pareció sorprendente: tanto por habérsela conseguido Alejandra, sabiendo, como sin duda sabía, que Molinari no le daría trabajo, como por haberle otorgado tanto tiempo a un muchacho insignificante como era él un hombre importante y ocupado como era Molinari.
Si en aquel momento —pensaba Bruno— hubiera tenido esa lucidez que ahora tenía, habría podido advertir o por lo menos sospechar que algo inquietante estaba ya a punto de estallar en el espíritu de Alejandra; y esos indicios podrían haberle anunciado que su amor, o su afecto por Martín, o lo que fuera aquello, estaba por llegar a su fin: catastróficamente.
—Todos debemos trabajar —añadió Alejandra, en aquel entonces—. El trabajo dignifica al hombre. Yo también he decidido trabajar.
Frase que a pesar de su tono irónico alegró a Martín, porque siempre había pensado que cualquier tarea concreta tenía que ser buena para ella. Y la cara de Martín hizo comentar a Alejandra “veo que la noticia te alegra”, con una expresión en que básicamente se mantenía el sarcasmo de antes, pero sobre la cual parecían querer manifestarse algunos signos de ternura; como en un campo desolado por las calamidades (pensó más tarde), entre animales muertos, hinchados y malolientes, entre cadáveres abiertos y desgarrados por los chimangos, a pesar de todo algún yuyito pugna por levantarse, chupando insignificantes e invisibles restos de agua que milagrosamente subsisten en capas más profundas del páramo.
—Pero no te deberías alegrar tanto —agregó.
Y como Martín la mirara, explicó:
—Voy a trabajar con Wanda.
Desapareciendo entonces su alegría —le decía a Bruno— como agua cristalina en un resumidero, donde uno sabe que se mezclará con repugnantes-desechos. Porque Wanda pertenecía a aquel territorio del que parecía haber venido Alejandra cuando lo encontró (aunque más exacto sería decir “cuando lo buscó”), territorio del que se había mantenido alejada en aquellas semanas de relativa serenidad; aunque también sería más exacto decir que él creía que se había mantenido alejada, porque ahora, vertiginosamente, recordaba cómo en los últimos días Alejandra había vuelto a tomar como antes, y cómo sus desapariciones y ausencias eran no sólo cada vez más frecuentes sino más inexplicables. Pero, del mismo modo que es difícil imaginar un crimen en un día luminoso y limpio, tampoco le era fácil imaginarse que ella pudiera haber vuelto a aquella región en medio de una relación tan pura. Así que, estúpidamente (adverbio agregado mucho después) dijo: “¿Vestidos para mujeres? ¿Diseñar vestidos para mujeres? ¿Vos?”, a lo que ella respondió si no comprendía el placer que puede encontrarse ganando dinero con algo que uno desprecia. Frase que en aquel momento le pareció una característica salida de Alejandra, pero que después de su muerte iba a tener motivos para recordar con atroces resonancias.
—Además es como un bumerang, ¿entendés? Cuando más desprecio a esos loros pintarrajeados, más me desprecio a mí misma. ¿No ves que es negocio redondo?
Frases cuyo análisis esa noche le impedía dormir. Hasta que el cansancio lo fue empujando suave pero firmemente hacia eso que Bruno llamaba pasajero suburbio de la muerte, premonitorias regiones en que vamos haciendo el aprendizaje del gran sueño, pequeños y torpes balbuceos de la tenebrosa aventura definitiva, confusos borradores del enigmático texto final, con el transitorio infierno de las pesadillas. De modo que al día siguiente somos y no somos los mismos, pues ya pesan sobre nosotros las secretas y abominables experiencias de la noche. Y poseemos, y por eso, un poco de esa calidad de los resucitados y de los fantasmas (decía Bruno). Quién sabe qué perversa metamorfosis del alma de Wanda lo persiguió durante aquella noche, pero a la mañana, durante mucho tiempo sintió que algo pesado pero indefinible se movía en las zonas oscuras de su ser, hasta que comprendió que eso que turbiamente se agitaba era la imagen de Wanda. Y lo comprendió, para peor, en el momento en que ya había entrado en aquella imponente sala de espera, cuando hasta por timidez le era imposible retroceder y cuando llegó al máximo la sensación de desproporción; como en aquel cuento de Chéjov o Averchenko (pensaba) en que un pobre diablo llega hasta el gerente de un banco para finalmente aclarar que desea abrir una cuenta con veinte rublos. ¿Qué desatino era todo aquello? Y estaba a punto de juntar todas sus fuerzas y retirarse cuando oyó que un ordenanza español decía “señor Castillo”. Con ironía, claro (pensó). Porque nadie siente tanto desdén por los pobres diablos como los pobres diablos con uniforme. Hombres correctísimos, con zapatos muy lustrados, con chaleco, con el último botón del chaleco desprendido, con portafolios colmados de Papeles Decisivos, esperando en los grandes sillones de cuero, lo miraban con perplejidad e ironía (pensaba) a medida que avanzaba hacia la gran puerta, mientras en otro estrato de su conciencia se repetía “veinte rublos”, con mortificante burla hacia sí mismo, hacia sus zapatos agujereados y su traje manchado; todos honorables, con un reloj de oro en la muñeca que medía un tiempo preciso, también de oro, lleno de Acontecimientos Financieros Importantes; tiempo que contrastaba con los grandes espacios inútiles de su vida, en que no hace otra cosa que pensar en un banco del parque; migajas de tiempo andrajoso que contrastaba con aquel tiempo dorado como su piezucha en la Boca con el formidable edificio de IMPRA. Y en el momento mismo en que penetró en el recinto sagrado pensó “tengo fiebre”, como siempre le sucedía en los momentos de grandes angustias. Mientras veía al hombre detrás del gigantesco escritorio, sentado en su gran sillón, corpulento, como si estuviera hecho especialmente para aquel edificio. Y con una energía disparatada se repitió “vengo, señor, a depositar veinte rublos”.
—Siéntese, por favor —le dijo, indicándole uno de los sillones, mientras firmaba Documentos que le presentaba una mujer oxigenada de una sensualidad que contribuía a hundirlo un poco más, porque (supuso) sería capaz de desnudarse delante de él como delante de un artefacto, como un objeto sin conciencia ni sentidos; o como se desnudaban las grandes favoritas delante de sus esclavos. “Wanda”, pensó entonces: Wanda tomando claritos, coqueteando con hombres, con él mismo, riéndose con frívola sensualidad, mojándose los labios con la lengua, comiendo bombones como su madre; mientras veía un mástil cromado sobre el gran escritorio, con una bandera argentina en miniatura; carpeta de cuero; un enorme retrato de Perón dedicado al señor Molinari; varios Diplomas enmarcados; una fotografía con marco de cuero dirigida hacia el señor Molinari; un termo de material plástico; y el poema “Si” de Rudyard Kipling, en caracteres góticos, enmarcado sobre una de las paredes. Numerosos empleados y funcionarios entraban y salían con papeles, y también la secretaria oxigenada, que había salido, volvió a entrar para mostrarle otros Papeles mientras le hablaba en voz baja, pero sin ninguna familiaridad, sin que nadie, y mucho menos los Empleados de la Casa, pudiese sospechar que se acostaba con el señor Molinari. Y dirigiéndose a Martín dijo:
—Así que usted es amigo de Drucha. Y ante la cara de asombro interrogativo del muchacho se rió y comentó como si fuera chistoso: “ah, claro, claro”, mientras, con asombro y desgarramiento, Martín se decía Alejandra, Alejandrucha, Drucha, a pesar de lo cual, o por eso mismo, levantaba un censo de aquel hombre grande y corpulento, vestido con un traje de casimir oscuro a rayas claras, con corbata azul de pintitas rojas, con camisa de seda y gemelos de oro, con un alfiler de perla sobre la corbata y un pañuelo de seda que asomaba sobre el bolsillo superior del saco, con un distintivo del Rotary. Un hombre bastante calvo, pero con el resto de pelo peinado y cepillado con esmero. Un hombre perfumado con agua de Colonia y que parecía afeitado un décimo de segundo antes de entrar Martín en su despacho. Y con terror, oyó que decía, echándose hacia atrás en su sillón, disponiéndose a escuchar la Importante Proposición de Martín.
—Usted dirá.
Un curioso deseo de mortificarse, de humillarse, de confesar de una vez su horrible insignificancia frente al mundo y hasta su estúpido candor (¿no llamaba Drucha a Alejandra?) casi lo impulsó a decir “vengo a depositar veinte rublos”. Logró contener el curioso impulso y, con enorme dificultad, como en una pesadilla, explicó que había quedado sin trabajo y que quizá, acaso, había pensado, había imaginado que en IMPRA podía haber alguna tarea para él. Y mientras él hablaba el señor Molinari iba frunciendo el ceño, hasta que de la primitiva sonrisa profesional ya no quedó nada cuando le preguntó dónde trabajaba.
—En la Imprenta López.
—¿De qué?
—Corrector de pruebas.
—¿Horario?
Martín recordó las palabras de Alejandra y, sonrojándose, confesó que no tenía horario, que llevaba las pruebas a su casa. Momento en que el señor Molinari acentuó aún más su ceño, mientras atendía el intercomunicador.
—¿Y por qué perdió ese empleo?
A lo que Martín respondió que en la imprenta hay épocas de más y épocas de menos trabajo, y que en esos casos despiden a los correctores libres.
—De manera que cuando aumente el trabajo podrán volver a tomarlo.
Martín volvió a sonrojarse, mientras pensaba que aquel hombre era demasiado sagaz y que su nueva pregunta estaba destinada a hacerle decir la verdad, verdad que, naturalmente, era mortal.
—No, señor Molinari, no lo creo.
—¿Motivos? —preguntó, tamborileando con sus dedos.
—Creo, señor, que estaba demasiado preocupado y…
Molinari lo observaba en silencio, con escrutadora dureza. Bajando su vista, y sin que se lo propusiera conscientemente, Martín se encontró diciendo “necesito trabajar, señor, estoy pasando momentos difíciles, tengo serias dificultades de dinero”, y cuando levantó sus ojos, le pareció notar un brilló irónico en la mirada de Molinari.
—Pues lamento mucho, señor del Castillo, no poderle ser útil. En primer término, porque nuestro trabajo aquí es muy distinto al que usted hacía en la imprenta. Pero además hay una razón de peso; usted es amigo de Alejandra y eso me crea un problema muy delicado en la organización. Preferimos tener con nuestros empleados una relación más impersonal. No sé si usted me entiende.
—Sí, señor, entiendo perfectamente —dijo Martín, levantándose.
Acaso Molinari advirtió en su actitud algo que por alguna razón no le gustaba.
—Sin embargo, cuando usted tenga más edad… ¿cuántos años tiene? ¿Veinte? —Diecinueve, señor.
—Cuando tenga más edad me va a dar la razón. Y hasta me va agradecer esto. Fíjese: yo no le haría ningún servicio dándole trabajo por simple amistad, sobre todo si al poco tiempo, como es fácil imaginar, vamos a tener dificultades. Examinó un Documento que le trajeron, murmuró algunas observaciones y prosiguió:
—Eso traería malas consecuencias para usted, para nuestra organización, para la misma Alejandra… Por otro lado, me parece que usted es demasiado orgulloso para aceptar un empleo por simple razón de amistad, ¿no es así? Porque si yo le diera trabajo únicamente en atención a Alejandra usted no aceptaría, ¿no es así? —Así es, señor.
—Por supuesto. Y todos saldríamos perdiendo al final: usted, la Empresa, la amistad, todos. Mi lema es no mezclar los afectos con los números.
En ese momento entró un hombre con Papeles, pero miró a Martín como no sabiendo qué debía hacer. Martín se levantó, pero Molinari, tomando aquellos Papeles en sus manos y sin levantar su vista, le dijo que se quedara, que no había terminado. Y mientras revisaba aquel memorándum o lo que fuese, Martín, nerviosísimo y humillado, perplejo, trataba de comprender la razón de todo: por qué lo retenía, por qué perdía el tiempo con una persona insignificante como él. Para colmo aquel Mecanismo parecía de pronto volverse loco: llamadas por alguno de los cuatro teléfonos, conversaciones por el intercomunicador, entradas y salidas de la secretaria oxigenada, firma de Papeles. Cuando por el intercomunicador se le dijo que el señor Wilson quería saber en qué quedaba lo del Banco Central, Martín pensó que su estatura debía de estar reducida a una proporción de insecto. Entonces, a una consulta de su secretario, Molinari, con inesperada violencia, casi gritó: —¡Que espere! Y en el momento en que iba a trasponer la puerta, agregó:
—¡Y que no me moleste nadie hasta que yo llame! ¿Entendido?
Se produjo un silencio repentino: todos parecían haberse esfumado, los teléfonos dejaron de sonar, y el señor Molinari, nervioso, malhumorado, tamborileando los dedos, se mantuvo un instante pensativo. Hasta que, mirándolo con cuidado, preguntó:
—¿Dónde conoció a Alejandra?
—En la casa de un amigo —mintió Martín, sonrojándose, porque nunca mentía; pero comprendiendo que terminaría por cubrirse de ridículo si decía la verdad.
Parecía escrutarlo.
—¿Es muy amigo de ella?
—No sé… quiero decir…
Molinari levantó la mano derecha, como si no fueran necesarios más detalles. Al cabo de un momento, observándolo con cuidado, agregó:
—Ustedes, los jóvenes de hoy, nos creen unos reaccionarios. Sin embargo, y usted seguramente se asombrará, he sido socialista en mis buenos tiempos.
En ese momento, por la puerta lateral, se asomó un Hombre Importante.
Molinari le dijo:
—Pasa, pasa.
El señor se acercó, puso un brazo sobre las espaldas de Molinari y le habló algo al oído, mientras Molinari asentía con la cabeza.
—Bien, bien —comentó—, está bien, que hagan lo que quieran.
Y luego, con una sonrisa que a Martín le pareció secretamente burlona, agregó, señalándolo con un leve gesto:
—Acá, el joven es amigo de Alejandra.
El señor desconocido, con el brazo siempre colocado en el respaldo del sillón de Molinari, le sonrió ambiguamente, con un ligero gesto de saludo.