Sobre héroes y tumbas (45 page)

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Authors: Ernesto Sabato

Tags: #Relato

BOOK: Sobre héroes y tumbas
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Luego el gran pájaro levantó vuelo y sus compañeros se fueron tras él, pues oí cómo sus pesados aleteos se iniciaban y luego se alejaban de mí. “Lo peor ha pasado”, pensé.

Nada veía ahora, pero, con el inmenso dolor y la curiosa repugnancia que sentía ahora por mí mismo, no cejé en mi propósito de arrastrarme hacia la gruta.

Así lo hice penosamente.

Poco a poco mi esfuerzo fue premiado: el pantano había ido desapareciendo bajo mis pies y manos y pronto esa especie de singular silencio, esa sensación de cerrazón y también de seguridad, me reveló que por fin había entrado en la gran gruta. Y me derrumbé hacia el sueño.

XXIII

Cuando volví a mi conciencia, un formidable cansancio dominaba a mi cuerpo, como si en sueños hubiese llevado a cabo trabajos colosales.

Yacía en el piso y no atinaba a comprender dónde me encontraba. Con la cabeza pesada, miraba el suelo a mi alrededor, tratando de hacer memoria: supuse que, como en alguna otra ocasión, habría llegado borracho a mi cuarto y había caído inconsciente. Una débil luminosidad de amanecer entraba en la
pieza
por alguna parte. Tenté de levantar mi
cabeza, y
recorrí entonces, lenta y pesadamente, el espacio que me rodeaba.

Casi salto a pesar de mi cansancio: ¡la Ciega! Vertiginosamente hice conciencia de los episodios: Iglesias, el individuo parecido a Pierre Fresnay, la placita de Belgrano, el pasadizo secreto. Semiincorporado, haciendo esfuerzos sobrehumanos para levantarme del todo, recorría a una fantástica velocidad mi situación y la forma de salir de ella. Logré ponerme de pie.

La Ciega permanecía en la misma actitud hierática en que la había visto por primera vez, al levantar la luz de mi linterna en la oscuridad. ¿Habría sufrido una pura e instantánea ilusión? ¿Mi pesadilla había empezado al derrumbarme desmayado?

En la luminosidad del amanecer traté de levantar un rápido croquis de lo que me rodeaba: era una habitación normal con una cama, una mesa (¿de trabajo?), alguna silla, un sofá, un combinado musical. Advertí que no había cuadros ni fotografías, lo que me confirmaba la ceguera de sus habitantes. La puerta por la que entraba la luz de la madrugada daba seguramente a una habitación de calle, que podía ser lo que en mis cavilaciones previas yo supuse un taller de costuras. Había otra puerta lateral, que acaso diera a un baño. Miré hacia atrás: sí, ahí estaba la puertita. Casi hubiera deseado que no existiese, hasta tal punto aquella entrada absurda y enana me producía pavor.

Todo este censo habrá durado unos segundos.

La Ciega permanecía en silencio, delante de mí.

Dos hechos contribuyeron a acentuar mi ansiedad: el hecho, que ahora recordaba con aterradora lucidez, de que ella me hubiese estado
esperando
frente a la puertita cerrada por donde yo entré; y este otro e inconcebible de su inmovilidad, enigmática y amenazante.

Me pregunté qué podía hacer y qué palabras podía pronunciar, las menos disparatadas, las más creíbles.

—Perdóneme —farfullé—, entré para robar, me desmayé al verla…

Mientras hablaba comprendía hasta qué punto eran absurdas aquellas palabras. Tal vez habrían podido convencer al habitante normal de una casa normal, pero ¿cómo con semejante disparate podía persuadir a la Ciega? ¿A una ciega que evidentemente había estado ESPERÁNDOME?

Me pareció advertir en su rostro una expresión de ironía.

Luego se fue, desapareciendo por la puerta que estaba abierta. La cerró tras de sí y oí el ruido de la llave.

Quedé a oscuras. A tientas; desesperado, corrí hasta la puerta e hice girar inútilmente el picaporte. Luego, tanteando las paredes, me llegué hasta la otra puerta, que estaba a la derecha, también inútilmente, pues, como era fácil presumir, también estaba cerrada con llave.

Quedé apoyado contra la pared, abatido y dominado por el miedo y la incertidumbre. Un caos de ideas agitaba mi mente:

Había caído en una trampa de la que no podría escapar.

La Ciega había ido en busca de los Otros: ahora decidirían mi destino.

La Ciega me había estado esperando; por lo tanto sabían de mi llegada, ¿desde cuándo?

Lo sabían desde el día anterior: un control eléctrico les permitía vigilar a distancia el movimiento de la puerta con candado.

Lo sabían desde el momento en que Iglesias adquirió los poderes sobrenaturales de la logia y, en consecuencia, desde el momento en que pudo penetrar en mis designios secretos.

Lo sabían desde antes: recién advertía una enorme grieta en mis construcciones anteriores, pues por un inexplicable olvido (¿olvido?) no tuve presente que, en el momento de ser dado de baja en el hospital, Iglesias fue llevado a una pensión que indicó un enfermero español, donde, según dijo, lo cuidarían muy bien.

Fue en ese momento de lucidez cuando tuve la certeza a la vez atroz y grotesca de que cuando más fatuamente celebraba yo mi astucia más de cerca estaba vigilado por la secta ¡y nada menos que por la cómica señora de Etchepareborda! ¡Qué burlesca se me apareció entonces la idea de que aquellos bibelots baratos, aquellos cartelitos provenzales y las fotografías trucadas del matrimonio Etchepareborda no habían sido más que una portentosa puesta en escena! Con vergüenza, pensé que ni siquiera habrían considerado engañarme con algo más sutil; o quizá, además de engañarme quisieron de paso herir mi orgullo, engañándome con algo que más tarde suscitara mi propia ironía.

XXIV

No sé cuántas horas permanecí en aquella prisión, a oscuras, en medio de la incertidumbre. Para colmo
empezó a
parecerme que me faltaba aire, como por otra parte era natural, ya que aquella pieza maldita no tenía más ventilación que la que le podían proporcionar las rendijas: podía verificarse que alguna debilísima corriente de aire entraba, al menos en la puerta que daba a la primera habitación. ¿Bastaría para renovar el oxígeno de la pieza? No lo parecía, pues la sensación que yo tenía era de creciente ahogo. Aunque bien podía deberse, pensé, a causas psicológicas.

Pero ¿y si la idea de la secta era la de enterrarme vivo en aquella pieza encerrada?

Recordé de pronto una de las historias que había descubierto en mi larga investigación. En la casa de Echagüe en la calle Guido, cuando todavía vivía el viejo, una mucama era explotada por un ciego que en los días francos la hacía trabajar en el Parque Retiro. En el año 1935 entró de portero un español joven y violento, que se enamoró de la muchacha y logró, finalmente, que se alejara del macró. La muchacha vivió durante meses en medio del terror, hasta que poco a poco, y tal como el portero trataba de hacérselo entender, vio que los castigos que podía inferirle el explotador eran puramente teóricos. Pasaron dos años. El primero de enero de 1937, la familia Echagüe levantaba la casa para irse a la estancia donde pasarían los meses de verano. Ya todos habían salido de la casa menos el portero y la mucama, que vivían arriba; pero el viejo mucamo Juan, que hacía las veces de mayordomo, creyendo que ya habían salido, cortó la corriente eléctrica y luego salió, cerrando con llave la gran puerta de entrada. Ahora bien; en el momento en que Juan cortaba la corriente eléctrica, el portero y su mujer venían bajando en el ascensor. Cuando tres meses después volvió la familia Echagüe, encontraron en el ascensor los esqueletos del portero y la mucama que se había convenido permanecerían en Buenos Aires durante las vacaciones.

En el momento en que Echagüe me contó la historia, yo todavía estaba lejos de imaginar que un día iba a empezar esta investigación sobre ciegos. Años después, haciendo un examen retrospectivo de todas las informaciones que de una manera u otra tuvieran que ver con esta secta, recordé al macró ciego y tuve la convicción de que aquel episodio, aparentemente debido a un azar, era obra concienzuda y planeada de la secta. ¿Cómo podía jamás averiguarse, sin embargo? Hablé con Echagüe y lo hice partícipe de mis sospechas. Me miró con asombro y, creí advertirlo, con cierta ironía en sus ojitos mongólicos. No obstante, en apariencia admitió la posibilidad y me dijo:

—¿Y cómo te parece que podríamos averiguar algo?

—¿Sabes dónde vive Juan?

—Se puede saber por González. Creo que se mantiene en contacto con él.

—Bueno, y recordá lo que te he dicho: ese hombre tiene mucho que ver.

Él sabía
que los otros dos estaban arriba. Y más: vigiló el momento en que ponían en marcha el ascensor, y cuando calculó que estaban entre dos pisos (todo había sido previsto, reloj en mano, en experiencias anteriores) cortó la corriente, o dio orden con un grito o un ademán al otro que seguramente estaba ya con la mano en la llave.

—¿Al otro? ¿Qué otro?

—¿Cómo querés que lo sepa? A otro, a cualquier otro miembro de la banda, no necesariamente a un mucamo de tu casa. Aunque pudiera ser ese
González
.

—¿Así que vos pensás que Juan formaba parte de una banda, de una banda vinculada o manejada por ciegos?

—No tengo la menor duda. Averigua algo sobre él y verás.

Volvió a mirarme con recóndita ironía, pero no dijo nada más; excepto que iba a hacer las indagaciones.

Un tiempo después lo llamé por teléfono y le pregunté si tenía alguna novedad. Me dijo que quería verme y nos encontramos en un bar. Cuando llegó, su expresión no era la de antes: me miraba con estupor.

—¿Y el famoso Juan? —pregunté.


González
seguía en contacto con él. Le expliqué que quería encontrarlo a Juan. En forma que me pareció un poco sospechosa, dijo que hacía mucho tiempo que no lo veía, pero que trataría de encontrarlo en un domicilio que, no estaba seguro, le parecía que iba a dejar. Me preguntó si era algo importante o urgente. Tuve la impresión de que me lo preguntaba con alguna inquietud. Eso no lo advertí en ese momento, sino después, al repasar un poco la escena. Fui bastante desprevenido, porque dije que siempre había tenido ganas de dejar bien establecidas las condiciones en que había sucedido aquello del ascensor y pensaba que acaso Juan podría completar un poco la información.
González
me escuchó con cara impenetrable, cómo te diría… un poco cara de poker. Es decir, me pareció que su cara era excesivamente impasible. Eso también lo pensé después. Desgraciadamente. Porque si lo pienso en ese momento, me lo llevo a un lugar tranquilo, me lo agarro de las solapas y con dos o tres trompadas le saco todo. Bueno, es inútil que te cuente el final.

—¿Cuál es el final?

Echagüe revolvió el resto del café, y agregó:

—Nada, que jamás lo volví a ver a González. Desapareció de la confitería donde trabajaba. Claro que, si tenés interés, podemos iniciar una investigación con la policía, localizarlo y tratar de encontrar a los dos.

—Ni se te ocurra. Eso es todo lo que quería saber. El resto me lo imagino.

Ahora volvía a recordar aquello. Y, por esa tendencia que tengo a imaginar cosas horribles, pensaba en los detalles del episodio. Primero, una pequeña sorpresa del portero al ver que el ascensor se detenía. Aprieta el botón una y varias veces, abre y cierra la puerta de fuelle. Luego grita para abajo, para que Juan cierre la puerta inferior, si es que la ha abierto. Nadie le responde. Grita más fuerte (sabe que Juan está abajo, esperando que salgan todos) y nadie le responde. Grita varias veces más, con mayor energía y finalmente con miedo. Pasa un rato, se miran mientras tanto con la mujer, como preguntándole qué pasa. Luego vuelve a gritar, y también ella, y los dos juntos. Esperan un tiempo, después de consultarse: “Ha ido al baño, está afuera charlando con Dombrowski (el portero polaco de la casa de al lado), ha ido a revisar la casa, por si queda algo, etc.” Pasan quince minutos y vuelven a gritar: nada. Gritan durante cinco o diez minutos: nada. Esperan, ahora con mayor inquietud, durante otro lapso, mientras se miran con ansiedad y miedo crecientes. Ninguno de ellos quiere decir algo desesperante, pero ya comienzan a pensar que tal vez se hayan ido todos y hayan cortado la corriente. Entonces
empiezan
a gritar uno, otro y los dos juntos: primero con enorme fuerza, luego dando alaridos de terror, después emitiendo aullidos de animales enloquecidos y acorralados por las fieras. Esos aullidos se prolongan durante horas, hasta que poco a poco empiezan a debilitarse: están roncos, están agotados por el esfuerzo físico y por el horror: Ahora emiten gemidos cada vez más débiles, lloran y golpean con debilidad creciente el bloque macizo del entrepiso. Se pueden imaginar varias escenas posteriores: puede haber sucedido un lapso de estupor, en que ambos, en la oscuridad, hayan quedado callados y atontados. Luego pueden hablar ellos, cambiarse ideas y hasta pequeñas esperanzas: Juan volverá, ha ido a la esquina a tomar una copa; Juan se ha olvidado de algo en la casa y vuelve a entrar: al llamar el ascensor para subir se encuentra con ellos, que lo reciben llorando y le dicen: “Si supieras, Juan, qué susto pasamos”. Y luego los tres, comentando la pesadilla, salen y ríen por cualquier zoncera que sucede en la calle, tanta es su felicidad. Pero Juan no vuelve, ni ha ido al boliche de la esquina, ni se ha demorado con el portero polaco de al lado: lo cierto es que pasan las horas y nada sucede en aquella silenciosa mansión abandonada. Mientras tanto han recuperado cierta energía y empiezan los gritos, luego nuevamente los alaridos, seguidos por los aullidos, para terminar, como es de presumir, en gemidos cada vez más insignificantes. Es probable que para entonces estén caídos en el piso del ascensor y que mediten en la imposibilidad de que semejante horror pueda suceder: eso es muy típico de los seres humanos, cuando pasa algo espantoso. Se dicen: “¡Esto no puede ser, no puede ser!” Pero está siendo y el horror empieza de nuevo a devorarlos. Es probable que entonces comience una nueva tanda de gritos y aullidos. Pero ¿para qué pueden servir? Juan ahora está en viaje a la estancia, pues él va con los patrones, el tren sale a las diez de la noche. Para nada sirven los gritos, pero así y todo hay en los hombres cierta confianza desatinada en los gritos y aullidos, está probado en muchas catástrofes; así que, dentro de las escasas energías que restan, vuelven a gritar y gruñir, para terminar en gemidos, como siempre. Esto, claro, no puede seguir: llega un momento en que ya se abandona toda esperanza y entonces, y aunque esto parezca grotesco, se piensa en comer. ¿Comer para qué? ¿Para prolongar el suplicio? En aquel cuchitril, en las tinieblas, tirados en el suelo (se sienten, se tocan) ambos piensan en la misma y horrible cosa: ¿qué comerán cuando el hambre sea insufrible? El tiempo pasa y también piensan en la muerte, que en pocos días tendrá que llegarles. ¿Cómo será? ¿Cómo es la muerte por hambre? Piensan en cosas pasadas, vienen a la memoria recuerdos de tiempos felices. A ella ahora le parece hermoso aquel tiempo en que hacía el yiro en Parque Retiro: había sol, los muchachos marineros o conscriptos a veces eran buenos y tiernos; en fin, esas cosas de la vida, que siempre parecen tan maravillosas en el momento de morir, aunque hayan sido sórdidas. Él debe recordar cosas de su infancia, en alguna ría de Galicia, recordará canciones, bailes de su aldea. ¡Qué lejos está todo! Nuevamente él o ella o los dos juntos, vuelven a pensar: “(Pero si no es posible!” Esas cosas, en efecto, no suceden. ¿Cómo podría suceder? Es probable que así se inicie una nueva serie de gritos, pero que son menos enérgicos y duran menos que las series anteriores. Luego vuelven a sus pensamientos y recuerdos, a Galicia y a la feliz época de la prostitución. Bueno, en fin, ¿para qué seguir con la descripción minuciosa? Cualquiera puede reconstruirla, a poco que tenga alguna imaginación: hambre creciente, sospechas mutuas, peleas, recriminaciones por cosas pasadas. Acaso él quiere comerse a la mucama y para tener la conciencia tranquila empiece a recriminarle la época de la prostitución: ¿no le daba vergüenza? ¿No se le ocurría que todo eso era inmundo?, etcétera.

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