Siete años en el Tíbet (35 page)

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Authors: Heinrich Harrer

Tags: #Biografía, Ensayo, Referencia

BOOK: Siete años en el Tíbet
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Las planchas necesarias para la composición de un Kangyur ocupan por si solas toda una sala de la imprenta del Estado. La tinta está hecha a base de un hollín que se obtiene por la calcinación de excrementos de
Yak
, por lo que los trabajadores de imprenta tibetanos, negros de pies a cabeza, parecen verdaderos demonios. El papel de fabricación local que se usa casi exclusivamente es muy grosero, pero también resulta casi indestructible. Las hojas, impresas por ambas caras, se colocan simplemente entre dos tablas de madera tallada. Se compran directamente en la imprenta o en los «libreros» autorizados, y se conservan piadosamente sobre el altar familiar envueltas en un lienzo de seda. Los nobles y los altos funcionarios poseen el Kangyur y sus comentarios, o sea doscientos cuarenta volúmenes en total.

Las obras son casi todas de carácter religioso y su precio varía según la calidad de la impresión y del papel; un Kangyur corriente vale tanto como un caballo o como seis parejas de
yaks
.

Aparte la imprenta de Cho, existe otra en las cercanas de Chigatse, en el monasterio de Northang; además, todos los conventos tienen las planchas necesarias para la edición de obras consagradas a los santos locales o la historia de tal o cual monasterio.

Toda la cultura tibetana está marcada con el sello del budismo lamaísta. La poesía, la pintura, la escultura y la arquitectura se dedican a la exaltación de la Iglesia y de su poderío. La ciencia y la religión están estrechamente vinculadas y el contenido de los libros no es mas que una compilación de teorías filosóficas, reglas morales y meditaciones teológicas. Los poemas y cánticos no se imprimen, sino que se escriben a mano en hojas sueltas, y sólo se exceptúan de esta regla las poesías del que fue el sexto Dalai Lama.

Después de comprarme un ejemplar de ellas en el bazar de Lhasa, las leí con gran atención y quede sorprendido ante su tono de frivolidad; se trata de una colección de poesías dedicadas al amor.

p>La historia cuenta que el pontífice acostumbraba salir del Potala disfrazado, yendo a casa de sus amantes a favor de la oscuridad de la noche.

Dejando aparte los libros de inspiración religiosa, hay también otros, esencialmente profanos, que son una recopilación de anécdotas y agudezas del célebre humorista tibetano Agu Thompa, que murió hace trescientos años. Sus historietas todavía hacen las delicias de la sociedad de Lhasa, y cuando se ofrece una reunión, el dueño de la casa no deja nunca de leer uno o varios pasajes de este autor, para divertir a sus invitados.

Finalmente, algunas obras técnicas están dedicadas a la fabricación de las tankas, bordados de seda con motivos religiosos que adornan las paredes de los templos, monasterios y casas particulares.

Su valor está en relación con su antigüedad y con la calidad de la ejecución.

Las tanka son sumamente solicitadas por los europeos, y algunos coleccionistas y aficionados compran a precio de oro las que se logran sacar fraudulentamente por el Sikkim o por la India.

En esos lienzos se reproducen episodios de la vida de los dioses del paraíso budista. Los que se dedican a fabricarlos se muestran muy orgullosos de su profesión, pues tienen que estudiar los libros sagrados y saberse toda la mitología tibetana. Si bien se admiten toda clase de fantasías en los fondos ornamentales, el artista debe atenerse estrictamente a las convenciones y reglas para representar a los personajes. Durante su fabricación, la tanka se pone extendida sobre una tabla y, una vez pintada, se borda y se decora. Por ser cuadros religiosos, las tankas no pueden venderse, y si por cualquier motivo a una de ellas se la hace objeto de cesión, el producto de la venta sirve para comprar manteca destinada a alimentar las lámparas de un templo, o bien se reparte entre los pobres en forma de limosna.

Yo sólo pude comprar una en Darjeeling, es decir, al otro lado de la frontera; pero, en cambio, al marchar de Lhasa, mis amigos me regalaron tres como recuerdo.

Las tanka más antiguas se hallan en el Potala y en los templos; aunque estén estropeadas y descoloridas, esta prohibido destruirlas.

Si un noble desea sustituir sus tanka viejas por otras nuevas,

lleva las que no quiere al templo más cercano a su casa. El Dalai Lama me dijo que el Potala guardaba más de diez mil de esas tapicerías en sus fondos de reserva, y yo mismo pude comprobarlo personalmente.

Cada otoño se hacen blanquear de nuevo todas las casas, palacios y templos de Lhasa. En estos últimos, la operación, que se realiza con desprecio de la vida a más de cien metros del suelo, exige de los obreros una habilidad nada común. Suspendidos por cuerdas de cuero de
yak
y balanceándose en el vacío, blanquean las paredes con cal y limpian las esculturas y cornisas. El espectáculo del Potala destacando su blancura por encima de los tejados de la capital es algo inolvidable.

Yo he presenciado de cerca esta operación, porque el Dalai me había dado el encargo de filmarla. Muy de mañana subía la escalera de la fortaleza, llena de mujeres que trasladaban el agua necesaria para la preparación de la lechada de cal. Se necesitan quince días y cien obreros para enlucir toda la fachada. Para filmar en las mejores condiciones posibles a las arañas humanas suspendidas de sus hilos, se me concede autorización para penetrar en la fortaleza y andar libremente por su interior. La mayoría de las salas y corredores se hallan en la penumbra y el polvo y la mugre seculares oscurecen las ventanas. Muchas veces, al entrar en un aposento, me tropiezo con una estatua de Buda que allí quedó abandonada. En otros sitios, cubiertas por gruesas capas de polvo, duermen el sueño del olvido magníficas tanka, cuya posesión se disputarían los museos del mundo entero. Las ratas, los ratones y las arañas son allí sus únicos admiradores y nadie se preocupa por ello. En los sótanos del inmenso edificio, el monje que me sirve de guía me hace notar unas enormes cunas de madera encajadas bajo los pilares que sostienen los pisos.

Al correr de los siglos se produjeron algunos socavones, y hubo que acudir a los técnicos para peraltar el edificio y evitar que se hundiera. Las cunas son el testimonio de aquel trabajo de titanes.

El cine del Dalai Lama

Un día recibo la visita de Lobsang Samten, el cual, en nombre de su hermano, me pregunta:

—¿Podrías encargarte de construir una sala de proyecciones?

Desde que vivo en Lhasa he aprendido a no decir nunca no, incluso cuando se trata de un trabajo que a priori soy incapaz de llevar a cabo.

Por tanto, me dedico a estudiar minuciosamente los folletos que el Dalai Lama me entrega; en ellos se explica el funcionamiento de la máquina destinada a equipar el futuro cinematógrafo. Por lo pronto, hay que determinar las dimensiones del local y trazar su disposición interior. Una vez que he logrado familiarizarme con la tarea que me aguarda, la acepto oficialmente. y el gran chambelán me da orden de comenzar inmediatamente los trabajos.

Para su emplazamiento se destina un espacio en el interior del jardín particular, que está separado del parque del Norbulingka por la alta muralla amarilla que ya he descrito en un capítulo anterior. A partir de ese día, quedo autorizado a penetrar en el recinto prohibido y a andar por el con absoluta libertad de movimientos.

En esta época, diciembre de 1949, el pontífice se ha reintegrado ya a su residencia de invierno. Pasando revista a los edificios que allí se encuentran, veo uno adosado a la muralla interior y en completo abandono desde la muerte del decimotercer Dalai, que me parece apropiado para mis fines con un mínimo de trabajo.

Tengo a mi disposición los soldados de la guardia personal y los mejores artesanos de Lhasa, pero no puedo emplear mujeres, cuya presencia contaminaría el recinto sagrado. Mi primer cuidado es el consolidar la techumbre por medio de vigas de hierro traídas de la India a espaldas de hombres. La sala mide veinte metros de largo, y al fondo se construirá una elevada plataforma para colocar sobre ella los aparatos de proyección y que podrá tener acceso desde el interior y desde el exterior. En otro pequeño edificio, algo separado de la sala, se instalarán la dínamo y el motor de gasolina que han de proporcionar la corriente. Por mediación de Lobsang, el Dalai me ha avisado que no quiere oír ningún ruido. Por tanto, habré de disponer una habitación en la que desemboque el tubo de escape y que haga las veces de silenciador. Y, finalmente, como no tengo excesiva confianza en el viejo motor que habremos de emplear, requiero el jeep de la Casa de la Moneda, el cual, en caso de avería, podrá sacarnos de apuros.

Como voy en nombre del dios-rey, tengo prioridad en todas las cuestiones, y se me concede en el acto el jeep y todo cuanto pido.

A un europeo le resulta difícil concebir que los menores caprichos del Dalai Lama tengan fuerza de ley. Y, no obstante, así es.

Para darle gusto, se moviliza si es necesario todo el aparato gubernamental. En primer término, se procura encontrar en Lhasa el objeto deseado por el monarca, y, en caso negativo, se envía inmediatamente a la India un mensajero provisto de un pasaporte especial.

El guión rojo que ostenta como distintivo de su empleo significa que todo el mundo debe prestarle toda clase de ayuda. Los jefes de los puestos de etapa que bordean la ruta de las caravanas le reservan el mejor caballo, y el mensajero tiene prioridad sobre todos los viajeros, sean cuales sean sus títulos y sus cargos. Muchas veces, le precede un correo que avisa a las autoridades de su próxima llegada.

Estos mensajeros, los atrung, recorren distancias de cien a ciento veinte kilómetros sin apearse del caballo, y atraviesan los puertos tanto si llueve, nieva o hace viento, pues les está prohibido detenerse hasta haber llevado a cabo su misión. El cinturón de su abrigo de pieles va precintado con el sello del Gobierno, lo cual les impediría desnudarse si, olvidando su deber, hiciesen un alto para dormir.

No obstante, esa precaución es innecesaria; los atrung, orgullosos de sus privilegios y sus hazañas, son famosos en todo el Tíbet.

Una vez «requisado» el jeep se presenta otro problema: ¿cómo entrarlo en el jardín interior? La puerta resulta diez centímetros demasiado estrecha. Cuando el Dalai Lama se entera, da orden de ensancharla en el acto. Esta es una nueva prueba del espíritu resuelto del monarca, cuyos mentores y todo el ambiente que lo rodea se oponen a cualquier innovación hasta que el príncipe no alcance su mayoría de edad. En cuanto el vehículo ha penetrado en el recinto, el Gobierno ordena a los obreros que borren toda huella de su paso y que la puerta vuelva a quedar lo mismo que antes.

El chofer del decimotercer Dalai me ayuda a tender los cables eléctricos, y al cabo de tres semanas la instalación queda a punto de funcionar. Para disimular los desperfectos que mis obreros han ocasionado en el jardín, planto nuevos parterres y trazo nuevas avenidas.

Antes de abandonar el jardín interior, aprovecho la ocasión para realizar en el una inspección general.

Los melocotoneros y perales están en plena floración, y sobre las praderas los pavos reales hacen la rueda con sus colas multicolores.

En medio de los estanques y lagos artificiales hay isletas con pabellones y pagodas unidos a la orilla por puentes de madera. En un extremo del jardín se halla instalado un parque zoológico en miniatura, aunque la mayoría de las jaulas están vacías; algunas de ellas encierran linces y gatos salvajes. Me dicen que años atrás había leopardos y osos, pero esos animales, a causa de la estrechez de su cárcel, no pudieron resistir la cautividad. El Dalai Lama recibe constantemente venados y en especial animales heridos, pues todo el mundo sabe que serán bien cuidados en el «jardín de las piedras preciosas».

Por todas partes, entre las frondas, surgen pequeños pabellones: el de la meditación, el de lectura, etc. otros sirven como salas de clase o de reunión, y, finalmente, en el centro del jardín se alza un edificio de varios pisos, mitad templo, mitad residencia: el palacio de verano. Palacio es un nombre inadecuado, porque si no estuviera rodeado de árboles y de flores, parecerá más bien una cárcel, por lo escasas y pequeñas que son sus ventanas.

El parque es espesísimo; los árboles, que no se podaron nunca, han crecido desmesuradamente, y los jardineros se quejan de que las plantas y flores crecen lánguidas y esmirriadas por falta de sol.

La vista de ese jardín marchito me da la idea de modificarlo y aclarar un poco los árboles, lo cual pongo en conocimiento del gran chambelán. Este me autoriza a derribar tan sólo unos cuantos árboles, a condición de que vigile personalmente el trabajo de los leñadores.

Una puerta practicada en el muro circundante conduce directamente a las cuadras reales, donde se guardan los caballos preferidos del Dalai Lama, así como un hemiono domesticado. Los profesores, el chambelán y los criados del pontífice viven en el gran parque del Norbulingka, en casas de pisos especialmente construidas para ellos; también es allí donde viven los quinientos hombres de la guardia real. El decimotercer Dalai dedicaba gran atención al adiestramiento de sus tropas y le gustaba presenciar los ejercicios desde la terraza de un pequeño pabellón construido tan sólo para este fin. La creación de la guardia se debe a la estancia del decimotercer Dalai en la India; a su regreso, decidió crear una tropa vestida a la europea, a imitación de las unidades indias.

Los oficiales viven en bungalows de aspecto confortable y rodeados de flores. Su deber consiste en efectuar el servicio de patrullas dentro y fuera del parque y escoltar al pontífice en los desfiles y procesiones.

La sala de proyecciones se halla terminada mucho antes que el Dalai Lama se traslade a su residencia de verano. El dueño y señor del Tíbet, ¿quedará satisfecho de mi trabajo? Para hacer funcionar los aparatos es probable que se acuda al empleado de la Misión comercial india, que organiza mensualmente una sesión de cine.

Varias veces he asistido a ellas, comprobando lo mucho que a los tibetanos les gustan las películas y especialmente los documentales; uno de estos, en el que aparecen unos pigmeos construyendo un puente de lianas, provocó una tempestad de risas. Pero lo que se llevaba todos los votos eran los dibujos animados de Walt Disney.

¿Cuál será la reacción del Dalai Lama?

En un hermoso día de primavera, los Lhasapas se reúnen para ver pasar el cortejo que acompaña al soberano al palacio de verano del Norbulingka; desde el amanecer, hombres, mujeres y niños riegan el camino por donde ha de pasar el pontífice y cercan la ruta con piedrecitas blancas, a fin de impedir el paso a los genios malos.

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