Siete años en el Tíbet (36 page)

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Authors: Heinrich Harrer

Tags: #Biografía, Ensayo, Referencia

BOOK: Siete años en el Tíbet
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Por mi parte. busco un buen lugar de observación desde donde pueda filmar la comitiva. En el momento en que el Dalai pasa ante mí en su litera, acerca su rostro al cristal de la ventanilla y me sonríe. ¿Quien sabe?

¿Se alegra tal vez al pensar en la sesión de cine dispuesta para aquella misma tarde? Este pensamiento cruza por mi mente, pero pronto vuelvo a la realidad al contemplar a la multitud prosternada con la frente en el polvo. Si para mí el Buda Viviente no es mas que un niño, para ella es un dios. Mientras el cortejo avanza lentamente hacia el Norbulingka, yo me dirijo a toda velocidad hacia la entrada del «jardín de las piedras preciosas». Tengo gran interés en fotografiar al Dalai en el momento de cruzar el umbral prohibido; el espectáculo de los altos dignatarios civiles y religiosos, la pompa y el lujo extraordinarios desplegados con motivo de estas ceremonias representan una ocasión excepcional.

En cuanto el pontífice y su acompañamiento han desaparecido, la multitud se dispersa y los grupos se internan por la ciudad cantando la gloria de su soberano; yo también me encamino a mi casa.

En el momento en que me aproximo a la puerta de Parki Kaling, al pie del Potala, veo llegar sin aliento a un soldado de la guardia, que me grita:

—Le ruegan que acuda inmediatamente al Norbulingka.

Pienso si los aparatos de proyección no funcionarán. Si no, ¿cómo se explica que, en contra de lo acostumbrado, el rey me mande llamar?

Volviendo sobre mis pasos, me apresuro a regresar y penetro en el parque del palacio de verano. Los monjes que se agolpan a la entrada del «jardín de las piedras preciosas» me hacen señas para que me apresure. Durante las obras he atravesado esta puerta cientos de veces, pero ninguna tan turbado como entonces. Lobsang Samten me sale al encuentro y pone en mis manos una echarpe blanca.

—Mi hermano desea verte y quiere que seas tu mismo quien le enseñe las películas que has hecho.

Me dirijo a la sala de proyecciones y, de pronto, cuando voy a entrar, se abre la puerta y aparece el Buda Viviente.

Sorprendido, me detengo, me inclino y le entrego la echarpe de ritual; el la toma y con su diestra esboza el gesto de bendición. En los ojos del soberano brilla un resplandor de triunfo, y tengo la impresión de que está satisfecho por haber impuesto su voluntad a sus consejeros. En la sala se encuentran tres priores, profesores y padres espirituales del pontífice, que me reciben con evidente frialdad y apenas si contestan a mi saludo cuando me inclino ante ellos, a pesar de que no es la primera vez que nos encontramos. Seguramente no ven con buenos ojos mi intrusión en sus dominios, lo cual es muy comprensible; pero no han tenido más remedio que doblegarse ante la voluntad de su señor, cuyos menores deseos son órdenes.

El Dalai, muy sonriente, no cesa de hacerme preguntas. Me da la impresión de alguien que, habiendo meditado durante muchos años, se encontrase de repente ante la persona de la cual espera la confirmación de sus hipótesis. Sin darme siquiera tiempo para contestar, me lleva junto al aparato y me pide que proyecte una película que, según dice, hace tiempo que arde en deseos de ver: una cinta de actualidades con los actos de la capitulación japonesa. El Dalai se queda a mi lado y envía a los priores a sentarse en la sala.

Tal vez sea la emoción, pero el caso es que doy pruebas de una inaudita torpeza.

El monarca, disgustado, me aparta y, cogiendo el extremo de la cinta, lo mete en la bobina. Su destreza me asombra, y no puedo dejar de felicitarlo por ello. Con una modesta sonrisa, me explica:

—El invierno pasado me dedique a estudiar estos aparatos, e incluso desmonté uno y lo volví a montar sin ayuda de nadie.

Así, pues, el Dalai no se conforma con vagas explicaciones, sino que se empeña en conocer de modo exhaustivo los temas que le interesan, como yo mismo habrá de comprobar más adelante en repetidas ocasiones. Tomándome muy a pecho mi papel de mentor, me esforcé siempre en preparar concienzudamente nuestros coloquios, de modo que pudiera contestar a todas las preguntas que me empeña sobre los más diversos temas. Me daba perfecta cuenta que de las informaciones que yo le suministrara iba a depender en gran parte su actitud con respecto a la civilización occidental.

Esta primera entrevista me revela ya el interés que el Dalai siente por los problemas técnicos. Desmontar y volver a montar un aparato de proyección a los catorce años, por si solo y sin ningún folleto explicativo (el que va con el aparato esta en inglés, idioma que el Dalai no conoce), representa un verdadero
tour de force
.

Durante toda la sesión se queda a mi lado en la cabina y observa la sala a través de las mirillas del tabique; sus maestros están sentados sobre una alfombra, de cara a la pantalla. Antes de pasar otra cinta, el Dalai me entrega un micrófono y me pide que anuncie la próxima película. Obedeciendo a su capricho, finjo dirigirme a un público imaginario y anuncio que el siguiente documental, dedicado al Tíbet, demuestra especialmente la manera de vivir de sus habitantes.

Los tres priores se sobresaltan al oír mi voz, que no aciertan a explicarse de donde proviene. Además, yo no empleo el tono que los tibetanos adoptan en presencia de su soberano. El dios-rey se divierte de lo lindo con la sorpresa de lo priores y me acucia para que prosiga la sesión. Yo lo hago así, con tanto más interés cuanto que se trata de mi primera película, aquella que rodé cuando las fiestas de Año Nuevo. A pesar de sus imperfecciones. tengo motivos para sentirme satisfecho de ella. Al verse en la pantalla, los priores manifiestan ruidosamente su alegría, y esta se hace todavía más estridente cuando ven en primer plano a un ministro que se durmió durante la ceremonia.

Sospecho que uno de los abades ha debido de hablar de este episodio, pues en adelante. cuando me presento con la cámara en ristre o con la máquina fotográfica, todo el mundo se apresura a rectificar sus modales.

El joven pontífice no disimula lo mucho que se divierte con esta representación y subraya con acertadas observaciones cada imagen que aparece. Al final de la sesión le pido permiso para presentar una película tomada por él mismo y él, con gran modestia, solicita mi indulgencia para con este ensayo. Una cosa sobre todo me intriga: ¿qué temas habrán llamado su atención? En las primeras vistas, tomadas desde el tejado del Potala, se ven el valle de Lhasa y algunas panorámicas; en otras, faltas de exposición y tomadas con teleobjetivo, se distinguen unos nobles y algunas caravanas que atraviesan el barrio de Chö, y, finalmente, aparece su cocinero de frente, de perfil y de tres cuartos. Cuando se enciende la luz, el Dalai me pide que anuncie el fin de la sesión, y luego, abriendo la puerta, hace señas a los abades para que se marchen y declara su intención de quedarse a solas conmigo. ¡Bien lejos de ser una marioneta manejada por los monjes, el monarca sabe imponer su voluntad!

«¡Henrig, eres peludo como un mono!»

Entre lo dos recogemos las bobinas y cubrimos los aparatos con sus fundas amarillas, y después, bajando a la sala nos sentamos sobre la alfombra que cubre todo el suelo. Al principio, sabiendo que esta prohibido que nadie se siente en presencia del Buda Viviente, vacilo en hacerlo; pero el Dalai me coge por la manga y me invita a colocarme frente a él.

Sin más preámbulos me cuenta que hace ya mucho tiempo que preparaba esta entrevista, porque esta resuelto a enterarse de lo que ocurre fuera del Tíbet. A pesar de la opinión del regente, ha logrado hacer triunfar su voluntad. Además de la teología que le enseñan sus maestros, desea iniciarse en las ciencias profanas, y es con este propósito por lo que recurre a mí.

Una de sus primeras preguntas se refiere a mi edad, y queda asombradísimo al enterarse de que no tengo mas que treinta y siete años, pues tanto el como sus compatriotas consideran mis cabellos amarillos, como un signo de vejez. Al observar mi cara se sorprende al no descubrir en ella mas que unas arrugas insignificantes.

Mi nariz también le intriga, pues, por muy normal que sea, desde luego es mucho más larga que la nariz de los mongoles. Finalmente, su mirada se fija en el vello que crece en el dorso de mi mano y, de pronto, lanzando una carcajada, exclama:

—¡Henrig! ¡Pero si eres peludo como un mono!

Una leyenda dice que el pueblo tibetano desciende del dios Chenrezi, el cual tomó la figura de un mono para unirse con una diablesa. Sabiendo que el Dalai Lama es una reencarnación de aquella divinidad, le hago esta observación a mi interlocutor, lo cual provoca de nuevo su hilaridad. Nuestra conversación, que era un poco afectada al principio, va tomando un giro cada vez más desenvuelto, que yo aprovecho para observarlo a mi sabor.

Kundun tiene la tez más clara que sus compatriotas, incluyendo a los aristócratas de Lhasa, y sus ojos, menos almendrados que en la generalidad de los tibetanos, brillan con vivos fulgores de inteligencia. Sus mejillas están un poco sonrosadas, y entre sus labios juguetea constantemente una sonrisa. Tiene las orejas bastante separadas del cráneo: esta es una señal distintiva de las reencarnaciones de Buda. Es muy alto para su edad y tiene una leve tendencia a encorvarse, sin duda a causa de estar siempre sentado a la oriental.

En varias ocasiones parece que le asombran y le divierten mucho los gestos que hago para subrayar una frase o ilustrar una explicación, pues el tibetano nunca gesticula, conservando en todo momento una absoluta inmovilidad.

El Dalai viste la túnica morada de los monjes, sin que ningún detalle de su indumentaria lo distinga de un seminarista corriente.

Una pregunta tira de otra y el tiempo pasa sin sentir. Cuanto más avanza la conversación, más atónito me dejan los conocimientos que mi interlocutor ha ido espigando al azar en los libros y periódicos. Me dice que posee una obra en siete tomos escrita en inglés y referente a la segunda guerra mundial; está copiosamente ilustrada, pero el texto le resulta incomprensible; con todo, se ha hecho traducir los pies de las fotografías a fin de conocer los distintos tipos de tanques, coches y aviones. Asimismo, aunque los nombres de Churchill y Eisenhower, de Stalin y Molotof le son familiares, no sabe situarlos en relación con los acontecimientos.

De modo que me escucha con suma atención y no para de hacerme preguntas.

Hacia las tres de la tarde, la puerta se abre y entra Sopón Khenpo: este abate, encargado de velar por la salud del Dalai Lama, le recuerda a su augusto amo que ya es hora de ir a comer. Yo me dispongo a marcharme, pero el joven soberano me ruega que no haga caso y despide a su preceptor. De entre los pliegues de sus vestiduras saca un cuaderno con las tapas adornadas con dibujos y me pide que examine sus ejercicios de escritura. Al hacerlo, descubro con la mayor sorpresa las letras del alfabeto latino trazadas en el cuaderno con mano inexperta. El Buda Viviente dedica sus ratos de ocio a estudiar los aparatos de óptica y de física regalados por soberanos y altos personajes europeos al dios-rey del Tíbet, y se adiestra en su funcionamiento.

Transcurre una hora y, al cabo de ella, vuelve a presentarse Sopón Khenpo, el cual invita a su señor a interrumpir el coloquio para sentarse a la mesa. Al mismo tiempo, trae una fuente llena de pasteles, de queso y de pan, que deposita ante mí para que me lo coma, pero al oír mis protestas, saca una servilleta en la que envuelve las golosinas y me ruega que me las lleve, si es que no tengo bastante hambre para comérmelas en seguida.

El monarca despide otra vez a su preceptor, recomendándole que tenga paciencia. La mirada que el anciano dirige a su protegido es sumamente bondadosa y expresa un afecto y una abnegación sin límites. Sopón Khenpo ejerce ya el cargo de chambelán en vida del decimotercer Dalai Lama y lo conservó al ascender al trono su sucesor. El caso es único en la historia del Tíbet, pues ordinariamente la entronización de un pontífice lleva consigo un cambio completo de todos los cargos gubernamentales.

Antes de separarnos, el dios-rey me encarga que al día siguiente vaya a visitar a su madre, que también ha llegado al Norbulingka, y que en su casa espere hasta que el me mande llamar. Al inclinarme para despedirme, el Dalai me coge la mano y me la estrecha; yo interpreto este gesto desacostumbrado en el Tíbet como una señal de amistad y pienso que debe haberse inspirado en las fotografías de las revistas inglesas o norteamericanas.

Mientras atravieso el jardín, me pregunto si lo que acaba de sucederme es, en efecto, real. Durante cinco horas seguidas he estado hablando a solas con el soberano del Tíbet.

Detrás de mí se cierra la pesada puerta, y a mi paso los centinelas presentan armas.

Preceptor y amigo del Dalai

Las nuevas perspectivas que se abren ante mí me colman de satisfacción: soy el encargado de dar a conocer los adelantos de la ciencia occidental al dueño y señor de un país tan grande como España, Francia y Alemania reunidas.

Una vez en mi casa, me pongo a rebuscar en los periódicos ingleses y norteamericanos los detalles de los aviones a reacción. Mi real discípulo me ha interrogado acerca de ellos y, ante sus apremiantes preguntas, he prometido explicarle su funcionamiento con la ayuda de un croquis. Desde entonces, he procurado llevar siempre algún documento gráfico para ilustrar las explicaciones que doy al pontífice. Pero su afán de saber es tan grande que, a pesar de mis precauciones, sus preguntas se extienden a veces a temas que no he preparado; en estos casos, salgo del paso lo mejor que puedo y prometo recoger más datos para la próxima lección. Una explicación tira de otra insensiblemente, y más de una vez estoy a punto de declararme vencido. Por ejemplo, para responder al soberano, que me pregunta que es la bomba atómica, tengo que explicarle primero lo que son los elementos y los cuerpos químicos y, después, los metales.

Ahora bien, el idioma tibetano carece de palabras con que designar todo esto, por lo que me veo obligado a usar algunas perífrasis que traducen mis ideas de modo imperfecto.

No obstante, a pesar de estas dificultades, mi nueva tarea me gusta; por fin, mi trabajo tiene una finalidad y siento que soy útil.

Por otra parte, sigo escuchando las noticias y redactando informes para el ministro de Asuntos Exteriores. Mi trabajo me ocupa el día entero y a menudo tengo que velar, estudiando la documentación que me permita resolver los problemas que me presenta mi alumno.

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