No, no se trata de una de esas novelas que se perpetran después de los grandes taquillazos de Hollywood.
Siete años en el Tíbet
es unos cuarenta años anterior a la película homónima de Brad Pitt y recoge las peripecias del autor en torno a la cordillera del Himalaya entre 1939 y 1951. Los cuatro años que sobran (respecto al título) los pasó Harrer en un campo de prisioneros de la India, bajo custodia de soldados británicos. Al fin y al cabo, en septiembre de 1939 una expedición alemana, por muy científica que fuera, no era bien recibida en los territorios de la Commonwealth. Tras un fallido intento de huida, el autor, junto a su compañero Aufschnaiter, logró atravesar a pie las estribaciones meridionales del Himalaya, llegando a territorio tibetano.
La primera reacción de las autoridades tibetanas, celosas de su secular aislamiento, es la de denegar el asilo a los viajeros alemanes. Sin embargo, Harrer y Aufschnaiter se las arreglan para retrasar su partida durante meses, mientras tratan de abrirse paso en la intrincada burocracia del Tíbet. Finalmente, tras un penoso viaje a pie en el que soportan robos, tempestades y temperaturas de treinta grados bajo cero, los viajeros llegan a Lhasa, donde les es permitido quedarse. Allí se ganan una buena posición entre la nobleza local, gracias a su condición de ingenieros.
Al tiempo que introducen algunos de los adelantos técnicos occidentales en la hermética sociedad tibetana, son testigos de la vida cotidiana y los grandes fastos de un Estado puramente feudal, que no habría de durar mucho más. A este valor etnográfico del libro se suma la curiosa descripción de los contactos de Harrer con el Dalai Lama, entonces apenas un adolescente. A todo esto pone fin la invasión china, a finales de 1950.
Heinrich Harrer
Siete años en el Tíbet
ePUB v1.0
JohnBalzamo22.09.12
Título original:
Sieben Jahre in Tíbet
Heinrich Harrer, 1953.
Traducción: María Teresa Monguio
Diseño/retoque portada: JohnBalzao
Editor original: JohnBalzamo (v1.0)
ePub base v2.0
Evasión hacia el techo del mundo
A fines de agosto de 1939, nuestra expedición de reconocimiento al Nanga Parbat ha terminado. Hemos descubierto una nueva vía de escalada y en Karachi aguardamos que llegue el buque de carga en el que hemos de regresar a Europa. El barco lleva retraso en su horario, y los negros nubarrones que presagian la segunda guerra mundial se van haciendo de día en día más amenazadores. Mis compañeros Chicken y Lobenhoffer y yo resolvemos escabullirnos por entre las mallas de la red con que la policía se dispone a atraparnos. Aufschnaiter, jefe de la expedición y ex combatiente de la Gran Guerra, es el único que no cree en la inminencia de un nuevo conflicto y se obstina en permanecer en Karachi…
El propósito de nuestra pequeña tropa es alcanzar el Irán y desde allí abrirnos paso hasta Alemania. Después de lograr deshacernos, sin excesiva dificultad, de nuestros ángeles guardianes y poner entre ellos y nosotros varios centenares de kilómetros de territorio desértico, llegamos a Las Beila, pequeño principado al noroeste de Karachi.
Y ahí es donde nos tropezamos con nuestro destino: so pretexto de proteger nuestra seguridad, ocho soldados nos rodean. ¡Lo cual equivale a decir que nos detienen! Y sin embargo, Alemania y la Commonwealth no se hallan en guerra.
Escoltados por esta vigilante guardia no tardamos en encontrarnos de nuevo en Karachi, donde volvemos a reunirnos con Peter Aufschnaiter y, dos días después, nos enteramos de que ha estallado la guerra. La suerte esta echada: apenas han transcurrido cinco minutos desde la proclamación del estado de beligerancia, cuando veinticinco soldados hindúes armados hasta los dientes invaden el salón de té donde nos encontramos y se nos llevan. Un coche de la policía nos conduce inmediatamente a un campo de concentración instalado ex profeso para nosotros. Con todo, no es mas que un campo provisional, y quince días después nos trasladan al campo central de Ahmednagar, cerca de Bombay.
Y aquí estamos ya, hacinados bajo las tiendas de campaña o en los barracones de ese campo convertido en foco de inevitables antagonismos entre compañeros de cautiverio. Verdaderamente, este universo se diferencia en demasía de aquel otro que conocí en el Himalaya. Un hombre enamorado de la libertad no es capaz de avenirse a soportarlo, y, en consecuencia, me presento como voluntario para trabajar en el exterior, con la esperanza de encontrar así más fácilmente ocasión de evadirme.
Por supuesto, no soy el único en abrigar semejantes propósitos y bien pronto conseguimos hacernos con brújulas, dinero y mapas que escaparon a los registros, e incluso logramos hurtar unos guantes de cuero y unos alicates. Por cierto que la desaparición de estos últimos, escamoteados en el almacén de materiales de los ingleses, ocasiona un registro general, aunque sin resultado.
Convencidos de que el fin de la guerra esta próximo, vamos dejando de un día para otro la realización de nuestros proyectos, cuando una mañana, de improviso, nos trasladan a otro campo. Se forma un largo convoy que ha de llevarnos a Deolali; en cada camión vamos dieciocho hombres bajo la vigilancia de un soldado hindú, y en cabeza, en el centro y a la cola del convoy, unos vehículos ocupados por centinelas armados.
Lobenhotter y yo decidimos aprovecharnos de este traslado para llevar a cabo nuestros planes. Nos ponemos el uno frente al otro en la parte de atrás del camión, y como la carretera es extraordinariamente sinuosa, las nubes de polvo que envuelven al convoy nos ocultan a las miradas del soldado. Tendremos que poder saltar a tierra sin llamar la atención y desaparecer luego en la jungla. Damao, el pequeño enclave portugués y territorio neutral, al que tenemos por objetivo, se halla precisamente en la dirección exacta que lleva nuestro convoy.
En el momento que nos parece más propicio, saltamos a tierra.
Yo tengo tiempo de correr y esconderme entre la maleza a una veintena de metros de la carretera; pero con el mayor espanto observo que la caravana se detiene y empiezan a oírse los estridentes silbatos de los guardianes, mientras estos se precipitan en la dirección que ha seguido Lobenhoffer. No hay posibilidad de duda: lo han descubierto. Por desgracia, es el quien lleva el saco de las provisiones y el equipo y, por tanto, no me queda más remedio que reintegrarme a mi condición de prisionero. Aprovecho la confusión general para volver a mi sitio sin ser notado.
Pronto aparece Lobenhoffer con los brazos en alto ante una fila de bayonetas. ¿Cómo ocurrió la cosa? No tardo en enterarme de todo: al saltar, el saco que llevaba en la mano rebotó en el suelo y, puesto sobre aviso por el ruido, el centinela del camión dio la voz de alarma. La lección es amarga, y mi decepción, inmensa. De este intento fracasado se impone sacar una conclusión: con vistas a una fuga en pareja, cada candidato a la libertad debe proveerse de un equipo completo.
Algunos meses más tarde, nuevo traslado. Esta vez el tren nos conduce al pie del Himalaya, pues allí, cercano a Dehra-Dun, se halla el mayor campo de concentración establecido en suelo indio.
Los siete grandes bloques, de que se compone están aislados entre sí por una doble barrera de alambradas y todo el recinto rodeado por una segunda cerca formada asimismo por dos hileras de alambradas, entre las cuales las patrullas circulan noche y día.
Para mí constituye un cambio radical de situación, pues los campos en los que estábamos internados anteriormente se encontraba en el llano y nuestros planes de fuga tenían como objetivo forzoso alguno de los enclaves portugueses esparcidos por el litoral. En cambio, aquí el Himalaya está, por así decirlo, al alcance de la mano y detrás de sus puertos, ¡el Tíbet! Para un alpinista como yo, la tentación es demasiado fuerte; pero una aventura de ese calibre exige una minuciosa preparación.
Para empezar, aprendo los rudimentos de las lenguas indostánica, tibetana y japonesa, con los que pueda hacerme entender, y luego devoro todos los libros referentes al Asia Central que hay en la biblioteca. Las regiones que atravesará mi futuro itinerario me interesan en grado sumo. Tomo apuntes y copio los mapas. Peter Aufschnaiter, internado también en Dehra-Dun y que todavía está en posesión del diario y los mapas de la expedición, trabaja por su lado y pone a mi disposición todo su material. Cada croquis lo copiamos por duplicado: uno servirá para la fuga y el otro quedara en reserva para el caso de que el original se pierda o sea descubierto.
La segunda condición para alcanzar el éxito consiste en conservarme en buen estado físico. Para ello, cada día dedico varias horas al deporte y, tanto si el tiempo es bueno como si es malo, me sujeto sin falta a esta disciplina diaria. Algunas noches las paso en veía observando las costumbres de los centinelas y sus horas de relevo.
Una tercera dificultad, la más grave a mi ver, reside en la escasez de mi peculio. Por tanto, vendo todo lo que tengo y que no me parece indispensable; pero la modesta suma conseguida resulta insuficiente para cubrir mis necesidades, incluso en el Tíbet, y además he de contar con que habrá que «untar la rueda» y dar algunas propinas.
Sin descorazonarme, acelero los preparativos y algunos compañeros me aportan su ayuda.
Al principio, había evitado cuidadosamente hacer la promesa de no aprovechar los permisos semanales para evadirme. De ese modo conservaba las manos libres para hacer lo que se me antojara.
Pero aquí en Dehra-Dun mis escrúpulos se desvanecen y firmo la declaración. De todas maneras, los permisos no sirven mas que para los inmediatos alrededores del campo.
Mi primera idea era la de lanzarme yo solo a la aventura, pues, dueño de hacer la propia voluntad, se apuran hasta el límite las ocasiones que se presentan. No obstante, mi amigo Rolf Magener me cuenta un día que un general italiano abriga las mismas intenciones que yo.
Su nombre no me es desconocido y, junto con Magener, aprovecho una noche muy oscura para deslizarme a través de las alambradas hasta el bloque vecino al nuestro… ocupado por cuarenta generales italianos prisioneros.
Mi futuro compañero de fuga se llama Marchese. Tiene unos cuarenta años y es alto y delgado y, comparándolo con los nuestros, su traje da una impresión de suma elegancia. Pero lo que más me agrada es su excelente estado físico.
Con bastante dificultad, conseguimos entendernos. Marchese no habla una palabra de alemán, yo ignoro el italiano y nuestros conocimientos de inglés son muy mediocres, pero al fin conversamos en francés. Marchese me explica que ha tomado parte en las campañas de Somalia y de Abisinia y que ya una vez intentó fugarse.
Para el no existe el problema del dinero, porque percibe una paga igual a la de un general inglés y además disfruta de ciertas facilidades para procurarse toda clase de objetos y el equipo necesario para una evasión. Nunca se halló en circunstancias tan favorables como ahora y lo que precisamente le falta es un compañero que conozca el Himalaya. Inmediatamente nos ponemos de acuerdo y convenimos en repartirnos las cargas: yo asumiré la tarea de la preparación y ejecución del plan de fuga y el correrá con la parte económica aportando el dinero y el material. A menudo consulto con Marchese los detalles del proyecto. Mis repetidos pasajes a través de las alambradas me convierten en un verdadero especialista, y ya conozco varios sistemas de atravesarlas, pero hay uno que me parece el mejor: la doble barrera circular está dotada, cada veinticuatro metros, de un mirador cubierto con una techumbre de paja de forma cónica, que sirve de abrigo a los centinelas. Subiendo encima de ese techo se pueden saltar de una vez las dos barreras de alambradas.