En nuestra huida ante las tropas comunistas chinas, logramos salvar esa colección, y yo mismo lleve las cajas a la India, en donde todavía se encuentran.
Al poco tiempo se me ofrece la oportunidad de explorar otra región del Tíbet. Unos nobles me han pedido que inspeccione sus granjas y les presente un proyecto para aumentar el rendimiento de sus tierras. Después de obtener el permiso del Gobierno, me pongo en camino.
Se dirá que estamos en plena Edad Media: el arado es sustituido por una vara terminada en una punta de hierro, de la que tiran los dzo, animales resultantes de un cruce entre el
yak
y el buey, aunque se parecen mucho más al primero; las hembras dan una leche extraordinariamente rica en materias grasas.
El problema del riego es crucial, y los tibetanos no siempre lo han resuelto. En primavera, la sequía hace estragos en las altas mesetas, pero a nadie se le ocurre sacar partido de las aguas del deshielo, que fluyen sin provecho para nadie. Las posesiones de los nobles son tan inmensas, que a veces hay que caminar durante dos días para alcanzar sus límites, y las cultivan los siervos, aunque estos poseen también algunos campos cuya cosecha les pertenece en propiedad. Los administradores (que también son siervos) gozan de la confianza del propietario y hacen vida de potentado; ellos son en realidad los verdaderos amos, pues los nobles, retenidos en Lhasa por sus obligaciones y por los cargos que ocupan en la administración, apenas se cuidan de sus posesiones. En recompensa de servicios prestados, el Gobierno reparte las tierras entre aquellos a quienes desea honrar. Yo he conocido altos dignatarios que poseían hasta veinte fincas concedidas por el regente o el gabinete del Gobierno. Sin embargo, estas fortunas son muy inestables; basta que un favorito caiga en desgracia para que, bruscamente, se le quite lo que se le había dado.
Algunos hidalgos pobres viven en medio de sus siervos en sombríos castillos construidos en el llano y rodeados de profundos fosos, o, como nidos de águilas, se alzan sobre un espolón de rocas dominando la región circundante.
En ellos es frecuente encontrar armas que son vestigio de antiguas luchas de los tibetanos contra los mongoles.
Durante varias semanas voy de una posesión a otra, atravesando comarcas que jamás pisará ningún europeo y deteniéndome para visitar algún monasterio o algún templo que el azar pone en mi camino. De todo lo cual me aprovecho para sacar infinidad de fotografías.
Cuando regreso, el invierno ha hecho ya su aparición en Lhasa; los brazos del Kyitchu se han helado, y se me ocurre la idea de iniciar en el patinaje sobre hielo a varios amigos, entre ellos a Lobsang Samten, el hermano del Dalai Lama. A decir verdad, no soy yo el primero a quien se le ocurrió tal cosa. Antes que nosotros, los miembros de la Misión comercial inglesa de Gyangtse ya practicaron ese deporte, ante el pasmo de la población. En definitiva: que rescatamos el calzado y los patines que los ingleses dejaron a sus criados al abandonar el territorio tibetano después de la proclamación de la independencia india.
La primera vez que con los patines calzados nos lanzamos sobre el hielo, nuestras evoluciones son seguidas con enorme inquietud.
Los unos piensan que vamos a rompernos la crisma, los otros temen que la capa de hielo se rompa bajo nuestros pies. No obstante, pronto es imitado nuestro ejemplo y, ante el sobresalto de sus padres, unos veinte muchachos aprenden el arte de andar sobre cuchillas.
Los viejos no quieren creer que sea posible moverse sobre una cuchilla de acero sin cortar el hielo al mismo tiempo.
Nuestro patinadero sería ideal si cada mañana, alrededor de las diez, la superficie no empezase a fundirse: la insolación es intensísima, incluso en pleno invierno y nos obliga a limitar nuestros ejercicios a las primeras horas del día.
El pontífice ha oído hablar a su hermano de nuestras sesiones de patinaje en el Kyitchu; pero, por desgracia, el lugar se halla situado de tal modo, que no puede verse ni desde lo más alto del Potala.
Un buen día, Lobsang Samten me trae una cámara de cine: el Buda Viviente me pide que filme nuestras evoluciones sobre el hielo.
Además de un equipo completo de fotografía, herencia del decimotercer Dalai Lama, al cuál se lo había regalado su amigo sir Charles Bell, el decimocuarto Dalai posee una cámara de cine y dos modernos aparatos de proyección, regalo del jefe de la expedición comercial inglesa en la capital. Y, finalmente, de su viaje alrededor del mundo, los cuatro delegados tibetanos han traído las últimas novedades en materia de técnica cinematográfica.
Como no entiendo ni jota en cosas de cine, estudio cuidadosamente el funcionamiento del aparato, así como los folletos que lo acompañan, y después de esto, confiando en mi buena estrella, pongo manos a la obra. Una vez impresionada, enviamos la película a la India para ser revelada, valiéndonos de la Oficina de Relaciones Exteriores tibetana y de la Misión comercial hindú. Dos meses más tarde ya está de vuelta en Lhasa y en poder del Dalai Lama; el azar ha querido que me saliese bien a la primera vez.
Lo curioso es que esta película, producto del siglo xx, contribuirá a mi acercamiento al joven soberano de un Estado medieval y será, en cierto modo, el lazo que sellará nuestra firme amistad, nunca desmentida, a despecho de las criticas y los ataques de que fue objeto.
Por medio de Lobsang Samten, el Buda Viviente me encarga de filmar de ahora en adelante todas las ceremonias y fiestas en las que el tome parte. A pesar de sus múltiples ocupaciones, siempre encuentra tiempo para darme sus instrucciones. Unas veces, son dos o tres palabras rápidamente garrapateadas sobre una hoja de papel; otras, se trata de indicaciones muy detalladas. Me precisa el lugar exacto donde quiere ser retratado para beneficiarse de la mejor iluminación, o bien me señala el comienzo de tal o cual ceremonia y me recomienda que sea puntual. En repetidas ocasiones, y siempre por conducto de Lobsang Samten, le ruego a Su Gracia que mire en determinada dirección durante una procesión o un desfile.
En todas las ocasiones procuro hacerme notar lo menos posible, y esto es también sin duda lo que desea el joven dios, pues me dice por escrito que no me coloque en primera línea, aconsejándome incluso que renuncie a sacar una fotografía antes que provocar las iras del pueblo. Por supuesto, a pesar de todas mis precauciones me resulta imposible pasar totalmente inadvertido; no obstante, bien pronto corre la voz de que actúo por encargo del Dalai, y entonces todos procuran facilitar mi tarea. A menudo, los dob-dob me abren camino para colocarme en un buen sitio, y me obedecen como mansos corderos cuando les pido que posen para retratarlos. Gracias a ellos consigo sacar fotografías que nadie antes de mí pudo obtener en condiciones tan satisfactorias. Aparte mis funciones como fotógrafo oficial, también llevo a mano la Leica en toda clase de ocasiones; pero, desgraciadamente, muchas veces tengo que renunciar a los mejores clisés en favor del Dalai Lama. Entre otros, lamento no poseer cierto número de fotografías del oráculo del Estado; de estas no pude quedarme mas que unas pocas, por haber querido el pontífice reservarse las demás.
El Tsug Lha Khang encierra las estatuas y esculturas más valiosas del Tíbet fue edificado en el siglo Vll de nuestra era por el rey Strongsen Gampo, cuyas dos esposas, convertidas al budismo, eran originarias la una del Nepal y la otra de China. La primera hizo construir el segundo templo de Lhasa, el de Ramoche, y la segunda trajo como dote una estatua de Buda recubierta de oro fino. Las dos mujeres convencieron a su real esposo para que abrazara la religión budista y abjurase de la antigua doctrina Bon. En sus ardores de neófito, Strongsen Gampo hizo del budismo la religión del Estado y edificó el Tsug Lha Khang para albergar la estatua de oro.
El templo presenta las mismas características que el Potala.
Majestuoso e imponente por fuera, su interior se halla sumergido en perpetuas tinieblas. Contiene inmensas riquezas que aumentan incesantemente con las ofrendas de los peregrinos y los altos dignatarios.
Antes de entrar en funciones, todo ministro debe regalar al templo sedas y brocados destinados a revestir las estatuas de los dioses, así como una copa de oro macizo. Dentro de millares de lámparas, la manteca se consume día y noche durante todo el año, y las nubes de un humo nauseabundo aficionan la atmósfera con su pestilencia.
En realidad, los que se benefician de estas ofrendas son las ratas y los ratones que pululan por el Tsug Lha Khang y a los que se ve encaramarse por los tapices hasta alcanzar los recipientes que contienen las ofrendas. Unas pesadas puertas cierran el santuario donde se hallan las estatuas de los dioses tutelares y que no se abren mas que a determinadas horas.
En un corredor descubro una campana colgada del techo, y con el mayor asombro descifro la inscripción «Te Deum Laudamu», grabada en bronce. Esta campana es el último vestigio de la capilla que hace varios siglos edificaron en Lhasa dos misioneros católicos.
Desengañados por no haber podido implantar la religión cristiana en el Techo del Mundo, desaparecieron del país en circunstancias misteriosas. La tolerancia que demuestran los tibetanos con respecto a las creencias distintas de las suyas los ha llevado a colocar la abandonada campana en este lugar santo del culto lamaísta. A pesar de todas las pesquisas que he hecho y de mis investigaciones en los archivos oficiales y particulares de Lhasa, no he podido encontrar en ningún sitio la menor alusión a este primer santuario cristiano del Tíbet.
Cada día al anochecer, los fieles acuden al Tsug Lha Khang y una hilera de creyentes desfila ante el lugar santo. Los peregrinos tocan con su frente la peana de la estatua de Buda y depositan su ofrenda; a continuación, un monje les vierte en el cuenco de las manos unas gotas de agua lustral y, después de humedecerse los labios con ella. Los devotos esparcen el resto sobre su cabeza.
En el templo hay un constante ir y venir de monjes: los unos cuidan de que las lámparas no se apaguen nunca, los otros montan la guardia junto a los tesoros.
Hace algunos años, un prior tuvo la idea de instalar la electricidad en el Tsug Lha Khang para facilitar el acceso a los corredores y capillas envueltos en perpetuas tinieblas. Pero se produjo un cortocircuito que originó un incendio sin graves consecuencias, y los electricistas fueron inmediatamente despedidos. Desde entonces, el capítulo opone un veto rotundo a todas las propuestas que se le hacen para modernizar el templo.
En el atrio que da acceso al Tsug Lha Khang, las losas están desgastadas por el roce de miles de rodillas, pues allí es donde los fieles se prosternan repetidas veces antes de penetrar en el sagrado recinto.
Viendo la expresión de inefable felicidad de los peregrinos, uno comprende el fracaso de aquellos misioneros del siglo XVI.
Como el atrio de nuestras catedrales, el de los templos tibetanos es el terreno ideal para el ejercicio de la mendicidad, porque el hombre que se dispone a hacer sus devociones es el que está mejor dispuesto para la compasión.
Cuando el Gobierno me encargó la construcción de los diques para proteger el palacio de verano contra las inundaciones, la policía llevó a cabo una redada general de los mendigos de Lhasa. De mil indigentes, setecientos fueron considerados aptos para manejar el pico y la pala y se les ofreció un jornal idéntico al de los demás obreros, así como las comidas gratuitas. Al siguiente día sólo se presentaron la mitad, y a los tres días los restantes habían desaparecido.
El intento resultó un completo fracaso. No hay que ir a buscar muy lejos la razón de ese estado de cosas; la explicación es que esa gente es perezosa y tiene el firme propósito de seguir siéndolo. Su razonamiento es el siguiente: «Para vivir me basta una monedita de cobre y un puñado de
tsampa
, y para obtenerlos no he de hacer mas que tender la mano. En estas condiciones, ¿por que he de trabajar?».
El mendigo se sienta al sol, se amodorra o sueña despierto y aguarda plácidamente que llegue el día siguiente; a la noche, arrebujado en su abrigo de piel de cordero, se echa a dormir en un rincón resguardado del viento en el fondo de un patio o de un callejón sin salida.
Los indigentes que se ponen a pedir a las puertas de Lhasa o a lo largo de los caminos que conducen a la ciudad constituyen la aristocracia de los vagabundos de la capital. Un nómada, un comerciante, un noble que va de viaje, no deja nunca de hacer limosna a un mendigo que apele a su generosidad.
Una encantadora costumbre exige que el anfitrión salga a recibir a sus invitados y al marchar los acompañe. Cuando alguien sale de viaje, sus amigos plantan una tienda a varios kilómetros de la ciudad y organizan una comida en su honor; y después no le dejan proseguir su camino sin antes haberle hecho entrega de echarpes de seda y toda clase de regalos. A su regreso todo se desarrolla con el mismo ceremonial. Un tibetano que posea muchos amigos, ya sabe que habrá de efectuar varios altos en su camino tanto a la partida como al retorno. No es cosa rara llegar por la mañana a la vista del Potala y no poder cruzar las puertas de la ciudad hasta la noche o incluso hasta el otro día. De parada en parada, la caravana va engrosando sus filas con los amigos que salen al encuentro del viajero, y al final este se encuentra a la cabeza de una verdadera comitiva. Esto demuestra que durante su ausencia nadie le ha olvidado.
Las autoridades obran de igual manera cuando esperan a un extranjero. Un delegado sale a su encuentro, le saluda en nombre de los amos del Tíbet y se encarga de darle hospedaje. Si se trata de un embajador, se le rinden honores militares, y los enviados del Gobierno le hacen entrega de las consabidas echarpes de seda. A su llegada, le conducen a un palacio expresamente preparado para el. En materia de hospitalidad, el Tíbet les lleva ventaja a todos los demás países, pues en ningún otro lugar se trata al extranjero tan bien como en el Techo del Mundo.
Durante la guerra, varios aviones ingleses y norteamericanos que hacían el recorrido entre la India y la China se perdieron sobre el Tíbet. Esta línea aérea que atraviesa el Himalaya es, ciertamente, la más peligrosa del mundo y en ella se pone a dura prueba la capacidad de las tripulaciones. La falta de mapas aéreos de esta región impide a los pilotos volver a hallar la ruta si tienen la desgracia de perderse.