—Espero que no tan rojo e irresponsable…
—No, no, por Dios. No digas eso ni llames a mi hijo mayor rojo… Puede estar muerto. Y en cuanto a Ramón, jamás se ha metido en política.
—Mira, hermana, a mí también me cuesta asumir que tengo un sobrino comunista. ¿Te crees que no me han preguntado por él en los últimos años? ¡Una vergüenza! Parece que tu Ramón quiere meterse en líos, como el mayor. ¿Quién es esa chica?
—Son cosas de ellos, Rafael. Créeme. Luis siempre ha influido mucho en su hermano pequeño y cuando desapareció al acabar la guerra dejó una novieta embarazada, que es de Rascafría, un pueblo al que iba mucho mi difunto marido con sus estudiantes y nuestros hijos. Al monasterio de El Paular…
—¡Ah, sí! Recuerdo que un verano me enviaste una postal con un pastor y un montón de ovejas delante de una puerta monumental.
—Eso es, fue el único verano que yo fui allí. Me invitaron los viejos amigos de Luis de la Institución.
—Todos rojos.
—Ay, Rafael. Me lo harás pagar toda la vida. Yo no comparto nada de eso, pero era mi marido. Y de esto hace ya unos cuantos años. Antes de la guerra. Parece ser que allí se encaprichó Luis de esa chica, que se vino detrás de él a Madrid. Ya sabes, a pillar al señorito. El caso es que Ramón dice que se casaron durante la guerra.
—Pero seguro que era un matrimonio civil. ¿O se casó por la Iglesia antes de desaparecer?
—No, no… Pero Ramón se empeña en que tiene un sobrino. Esa chica está en la cárcel por roja y por ser de moral liviana. Yo misma la denuncié cuando Luis desapareció. Estaba en el piso de Pontejos, ya sabes, aquel que tenía mi suegro encima del almacén de paños. Temí que se quedara con el piso, que no la pudiéramos echar.
—Bueno, bueno, que oigo los pasos de Tomás. ¿Tengo que ayudar a Ramón o no? ¿Tú qué quieres?
—No, por Dios. No hagas nada, ya se le pasará.
Los estragos de las curvas de Despeñaperros se volvieron a apoderar del estómago de doña Elvira, bien aderezada ya con las gotas de Joya, el calor y la vergüenza que, con tan sólo recordar, le había vuelto al cuerpo. Le entró la misma sensación que cuando colgó el teléfono a su hermano. ¡Estaba a punto de enterarse de todo! Y también su cuñada, y su hermana, y sus sobrinos. Si no era poco el castigo de tener un hijo comunista, ahora podían pensar que tenía un nieto ilegítimo. ¡Qué espanto!
Elvira, que conocía bien a su hermano, temía que la dejara sin un duro si le confirmaban que había un niño de una roja de por medio que un día podría aspirar al dinero o a una parte del negocio. Precisamente, Rafael estaba teniendo problemas para sacar a flote la empresa de zapatería y cueros, y le daba quebraderos de cabeza pensar en cómo repartir el negocio entre sus dos hermanas. Aunque su hermana Maite y ella ya habían hablado y lo que iban a hacer era venderle el negocio a Rafael por un buen pellizco.
En los últimos tiempos, a la clientela habitual de la zapatería se había incorporado la hija del mismísimo Caudillo, la monísima Carmencita Franco Polo, que incluso había ido una primera vez a la tienda a que le midieran los pies para sus primeros mocasines artesanos. Desde entonces, su hermano enviaba cada tres meses a su mejor empleado a El Pardo, para ir ajustando los modelos a los pies de la hija del Generalísimo. Naturalmente, tal y como hacían los joyeros de la calle Serrano con la señora Polo de Franco, todo era gratis. Era un orgullo y una gran propaganda para la casa de zapatos.
Una brusca curva del coche le puso a doña Elvira el estómago en la boca y la sacó del ensimismamiento.
—Por Dios, Braulio, tenga usted cuidado.
—Ya falta poco para terminar la bajada, doña Elvira —respondió el chófer, girando la cabeza hacia la señora, momento en el que ella palideció aún más. El pobre Braulio no iba mucho mejor que ella. Le estaba embotando los sentidos con tanta gota de Joya.
—¡Mire usted hacia delante, por favor!
Braulio era un conductor del Parque Móvil que había trabajado de muy jovencito con su padre. Y ahora le estaba haciendo el favor de llevarla a Sevilla. Para aquel viaje crucial, doña Elvira no había reparado en gastos.
Desde que María Topete la había llamado hacía diez días y le había dicho que no podía recibirla en Madrid porque se iba a la casa de la duquesa de Medinaceli a Sevilla, para reposar de una flebitis, doña Elvira no cabía en sí misma. ¡La había invitado a que fuera a verlas —a ella y a su hermana Blanca— a la Casa de Pilatos! Ni más ni menos. No la habían convidado a la misma casa —las Topete eran impecables y no podían hacer eso, siendo ellas las huéspedes y guardando como guardaban las distancias—, pero el solo hecho de poder codearse con ellas y conocer a Victoria Eugenia Fernández de Córdoba y Fernández de Henestrosa, la duquesa de Medinaceli, le parecía un sueño.
Cuando terminó la conversación con la carcelera sólo pensó en cómo contaría la cita entre sus amistades de Cercedilla a su regreso. Desde luego, ya se lo había comunicado a su hermano Rafael, que conocía al ilustre falangista Luis de Medina Vilallonga, el duque consorte de Medinaceli, tan afín a la Falange y al Caudillo.
—Elvira, no puedo recibirla en Madrid. El médico me obliga a reposar esta Semana Santa y Blanca me lleva a casa de la duquesa de Medinaceli, en Sevilla —le había anunciado la Topete el día que la llamó por teléfono.
—¡Ya era hora de que se tomara usted unas vacaciones!
—Son unas vacaciones forzadas y por primera vez en tres años. Tengo una flebitis seria y el mismo médico que pasa por la prisión me ha dicho que no puedo estar más tiempo así. Aunque en el despacho tengo la pierna en alto, no pasó más de media hora sentada.
—No me extraña, con esas mujeres y la actividad que usted tiene. Cómo la admiro.
—Los niños me ocupan mucho. Hay que tener un ojo siempre encima de todo. Las presas son desordenadas y las rojas la lían en cuanto me descuido, pero tampoco puedo dejar solas a las funcionarias. En fin, mis hermanas me han amenazado y hasta el director de Prisiones me ha llamado, pidiéndome que descanse. Aun así, es muy importante que usted y yo hablemos del asunto que nos ocupa. Quizá podamos aprovechar estos días ¿Sería mucho pedirle que se pasara usted por Sevilla? Creo recordar que tiene usted coche y chófer, el que la lleva a Cercedilla, ¿no? ¿Ha visto usted alguna vez la Semana Santa sevillana? ¿Tiene con quién quedarse allí?
Doña Elvira no podía decir a la directora de la maternal de San Isidro, la amiga de las infantas de Borbón, de la duquesa de Medinaceli y de tantas damas de renombre, que el chófer del que ella hablaba era el pobre Braulio, que hacía años que, sencillamente, le hacía el favor de acercarla a la sierra, pero que ahora trabajaba en el Parque Móvil. Sus ingresos de viuda no daban mucho de sí y, en los últimos meses, su hijo se limitaba a pagar los recibos de las casas, pero se le había olvidado dejarle el sobre con su asignación.
El negocio que Ramón regentaba lo había heredado del abuelo paterno. Por eso, ella estaba deseando que su hermano Rafael reorganizara lo de la zapatería, y les pagara. Pero no iba a explicar a la Topete estas cuitas miserables.
Además, Elvira también quería hablar urgentemente con ella. La actitud de su hijo pequeño la tenía más que alarmada. No sólo la evitaba —ella había descubierto una parte de sus artimañas para intentar sacar a la mujer esa de la cárcel—, es que además tenía gestos rarísimos. Había desaparecido la foto de sus dos hijos de encima de la chimenea del salón. El día que ella se percató de su ausencia, Vicenta le dijo que no la había roto, sino que el señorito Ramón se la había llevado. ¡Una muestra más de que seguía idolatrando a su hermano mayor! Aceptó la sugerencia de la Topete al vuelo.
—Pues mire, sí. Tengo unos viejos parientes que hace muchos años que me insisten en que vaya a ver las procesiones. Les voy a llamar y me quito un compromiso de encima.
—La Semana Santa en Sevilla es un asunto muy serio, Elvira, no un compromiso. Mire usted, lo que puede hacer es ir y cuando esté allí, me envía un criado con el mensaje. Intentaré recibirla en un par de días. Si la duquesa tiene la Casa de Pilatos a rebosar, quedaremos fuera. Sería interesante que fuera antes de la semana de Pasión. Yo luego acostumbro a recogerme con mi hermana Blanca. Vivimos la Pasión de Cristo con auténtico fervor. Pero no podemos retrasar el otro asunto.
—Por supuesto, por supuesto. Gracias, María.
Al colgar al teléfono, aún perpleja, doña Elvira se preguntó en qué momento la directora de la cárcel había pasado a tratarla de usted. Cuando la conoció, en los tiempos de Sakuska, todas se tuteaban. E incluso después, en el refugio noruego, creyó recordar que también utilizaban el tuteo. Era obvio que desde que se había enfundado el uniforme de prisiones, María Topete había tomado más distancia aún con respecto a sus antiguas relaciones. Al menos, con respecto a ella.
Y allí estaba, con el estómago hecho trizas, sin retener nada y con casi un día entero de viaje. Por la carretera, al pasar por los pueblos de la Meseta y en el camino de Despeñaperros hacia Sierra Morena, se apreciaban las ruinas que la guerra había ido dejando. Pueblos quemados, grises aún, con iglesias rehaciéndose.
Menos mal que los obispos habían conseguido arrancar a Franco la reconstrucción de centenares de iglesias. Casas a medio encalar de blanco y otras ennegrecidas por los incendios o las bombas que las habían devorado, ya fueran los de uno u otro bando. Niños descalzos que la habían espantado cuando se acercaban al coche, curiosos y con las manos sucias, estiradas, pidiendo comida o dinero. Todos, astutos lazarillos.
No podía más con su cuerpo. Le dolían todos los huesos, hasta las varices. Y estaba inquieta, muy inquieta. Tanto por todo lo que tenía que decirle y pedirle a María Topete, como por lo que ella tuviera que comunicarle a su vez.
Aquella pesadilla de la falsa nuera y el falso nieto tenía que desaparecer. Tenía que acabar ya, tanto por el futuro de su hijo Ramón —con los buenos planes que ella tenía pensados para su pequeño— como por el suyo propio. Incluso por el de Luis, si es que un día se enteraban de dónde estaba. Por alguna extraña razón, no precisamente el instinto de madre, doña Elvira sospechaba que su hijo mayor estaba vivo. Apareciera cuando apareciese, la tal Jimena tenía que haberse borrado ya del mapa. Por eso, tras pasar la vergüenza de forzar la visita a los parientes de su marido después de varios años sin contacto y no obtener éxito —le dijeron que desde las vísperas tenían la casa llena de hijos y nietos—, optó por terminar de tirar la casa por la ventana y reservar habitación en el simbólico Majestic, en la antigua plaza de Canalejas.
«Impecable», se admiró doña Elvira cuando el vehículo paró frente a la puerta del hotel, casa de los toreros y del régimen. En Sevilla se notaba que el golpe de los militares había triunfado desde el principio, gracias al gran Queipo de Llano. Todo era blanco y lleno de luz, pensó cuando pudo bajar del polvoriento coche y dejar a Braulio a la puerta, no sin antes indicarle que se quitara la gorra de plato con su dedo enguantado. Era sábado por la tarde, víspera del Domingo de Ramos.
A la mañana siguiente, cuando bajó a desayunar, ya repuesta y arreglada con sus mejores galas, doña Elvira dio por bien empleado el dineral que se estaba gastando al mirar a su alrededor y ver mesas repletas de uniformes militares y falangistas. Gentes famosas, como Perico Chicote o don José María Pemán —había visto en
ABC
que iba a ser el pregonero de ese año—, conversaban tranquilamente en el gran comedor, aunque eran poco más de las diez de la mañana. Todo el mundo estaba a la espera para ver las procesiones del Domingo de Ramos, con las magníficas palmeras que ya estaban preparadas a la puerta del Majestic y en cada iglesia.
Entre tanta alegría y buen ambiente, doña Elvira desayunó como una marquesa. Comió con tal ansiedad que no dio tregua a su pequeña nariz para respirar la fragancia del jazmín y del azahar que penetraba por las ventanas de aquella mañana radiante. Después, se dirigió a la recepción para que enviaran un botones con una nota a la Casa de Pilatos. Lo dijo dos veces en alto:
—No se equivoque, por favor. A doña María Topete, a la Casa de Pilatos. Ya sabe, la de la duquesa de Medinaceli.
Lamentó mucho no tener más audiencia en el vestíbulo que unos extranjeros. Creyó escuchar que eran italianos. Quizá la habían entendido. Algo era algo.
Cuando el lunes por la mañana Braulio dejó a doña Elvira en la portada rematada en un arco triunfal que daba acceso al gran patio del apeadero de la Casa de Pilatos, a ésta se le encogieron las magras carnes y las cortas piernas. Aquello imponía. Pero más imponía aún cuando vio a un criado avanzar hacia ella, vestido con polainas altas, chaleco negro sobre camisa blanca, pantalón pardo y fajín a la cintura. Se parecía un poco a los bandoleros que se dibujaban en los libros sobre las crónicas de la guerra de la Independencia, pero sin pañuelo a la cabeza. Impactada, y tras escuchar un «señora, por aquí», terminó atravesando otro patio repleto de bustos que la dejó perpleja. Pensó que eran los antepasados de los Medinaceli. Tuvo que ser María Topete quien, después, al despedirla en aquel punto, la sacara de su error.
Creyendo, pues, que todos los barbudos de los bustos eran familiares de don Fadrique —primer marqués de Tarifa, que en el siglo XVI volvió de Jerusalén y retomó las obras del palacio iniciado por sus padres— y sin saber realmente cuál era el origen de aquel linaje, doña Elvira se encontró frente a un mayordomo de levita negra que la condujo a una escalera señorial, vestida con azulejos irisados y cubierta con cúpula de media naranja pintada en dorado. Pensó que ni la Capilla Sixtina, de la que tanto había oído hablar, podría compararse con aquello.
Al final de la escalera, apoyada en un bastón rematado con un exquisito mango de alabastro y la pierna derecha fuertemente vendada, esperaba María Topete. A doña Elvira le sorprendió la sobriedad y la elegancia con la que iba vestida: un traje de chaqueta gris, más bien claro, de falda estrecha con tablón en pinza a media pierna, y una chaqueta de solapa también estrecha, abotonada hasta el pecho, de donde brotaba una impoluta camisa blanca, rematada con una lazada, ni escandalosa ni pequeña. Las diminutas perlas blancas en cada lóbulo y el elegante peinado de moño bajo, más suelto que en la cárcel, le daban una prestancia que, como la tarde en que fue a verla a su casa, despertó la envidia en la rechoncha doña Elvira.