—¡Aquí que no se arrimen! ¡No quiero que ninguna de esas falsas beatas ponga su mano sobre la cabeza de mi hijo!
El hombre la cogió del brazo, y tras buscar un rincón en el abarrotado patio, tiró de ella hacia una esquina solitaria y trasera, donde apuntaba un recuadro de sombra. Mientras sujetaba a la madre, Ramón no paraba de hacer arrumacos a su sobrino. Se asombraba ante aquella carita, aquellos ojos ahora rientes que eran el vivo retrato de su hermano. Volvió a pensar en su madre, y también a él estuvo a punto de perderle la ira. Las dudas le corroían, pero, por el momento, prefirió apartarlas y ocuparse de la agitación de su cuñada. Parecía más tranquila.
—¿Estás mejor?
—Sí, sí. Perdóname.
Por el rostro de Jimena se extendió un arrebol que la favorecía y ocultaba las profundas ojeras que enmarcaban sus enormes ojos negros. Ni aun en esa situación Ramón pudo evitar que se le acelerara el pulso, mientras volvía su cara hacia el niño para que la muchacha no viera su expresión.
—Cuéntame bien por qué no podemos registrar al niño. Y luego háblame de Luis. Necesito saber algo. Una pista, lo que sea. ¿Sabe que tiene un hijo?
—No lo sé. Como te estaba diciendo, no reconocen los matrimonios civiles. Mira si serán vengativos que se está muriendo en la cárcel Julián Besteiro, ¿te acuerdas de él?, el socialista que fue presidente de las Cortes. De lo mejor que tuvo la República. Y encima se quedó aquí, sin huir. A su mujer no la han dejado ir a verle ni en un día como hoy, porque no puede demostrar que es su mujer. Se casaron por lo civil.
—¡Qué horror! Entonces, si tú no eres mi cuñado, ¿cómo te han dejado pasar?
—Por este amigo que te cuento, el de la secreta. Fue él quien me presentó hace unas semanas al director de Prisiones, el de la barba que he saludado. Lo único que ha podido hacer por mí es dejarme pasar hoy. Al no ser familiar tuyo, no tengo derecho.
—Y de Luis, ¿qué sabes?
—Lo siento. No sabes cuánto, pero no sé nada. Es como si se lo hubiera tragado la tierra. Dentro del PCE, tras la caída y el fusilamiento de Heriberto Quiñones, parece que ha habido una desbandada. Están todos presos, en las catacumbas o en Francia. O escondidos. La forma en que cuentan que mataron a Quiñones es un horror.
—En la cárcel no hacen más que discutir aún si Quiñones sí o Quiñones no. Yo conocí a su compañera en Ventas. Se llama Josefina Amalia Villa. Amalia, como mi hermana pequeña. ¡Qué nostalgia! Tenías que haber visto cómo venía de torturada de los interrogatorios. Le hicieron de todo, desde corrientes en los pechos a las mayores brutalidades y humillaciones que te puedas imaginar. El día que llegó el mensaje de que habían fusilado a su compañero, creo que esa mujer se hundió más que con todas las animaladas que le hicieron.
—¿Sabes que a Quiñones le tuvieron que fusilar sentado en una silla? Tenía todo el cuerpo roto, la columna y las piernas, de las torturas a las que fue sometido. Ahora parece que los dirigentes comunistas de Francia, la Pasionaria, Carrillo y demás, reniegan de él. Que si fue un irresponsable, un precipitado… En fin, no sé qué pensará Luis de todo esto, pero a los comunistas se los ha tragado la tierra en Madrid. Al menos, yo no soy capaz de entrar en contacto con alguien que nos lleve a mi hermano. Quizá a ti, dentro de la cárcel, alguien te diga si puede enviar un mensaje a Porlier, o a San Antón. Sé que de allí salen mensajes para Francia.
—Sí, yo también lo sé. Lo he intentado. Tanto en Ventas como aquí. Mis compañeras de celda, estas dos que te he presentado, Trini y Petra, son comunistas. Y en la celda de Ventas todas eran del PCE. Son las más organizadas. Es más, estoy segura de que ellas me acogieron porque sabían que era la mujer de tu hermano. Pero son herméticas en ese asunto. Es lo único en lo que son así. A Petra le ha costado palizas y torturas y la han vuelto a coger hace unas semanas, porque ha caído con otra red de enlaces clandestinos. Saben que su única salvación es el silencio. Un día Petra me dijo que la clandestinidad era así. Háblame de mis padres. Se hace tarde y quiero que vayamos a comer con mis compañeras.
—Están bien. Tu tío Leoncio me mantiene informado. Quedo con él de vez en cuando por Ríos Rosas, a tomar un vino o un café. Están convencidos de que estás en Francia, con Luis. Ahora tienen mucha preocupación por la guerra en Francia. Creo que tu padre masca en bajo el odio a Hitler. Tu madre, me dijo tu tío, está igual que siempre. Ha estado allí en agosto, para la Virgen y las fiestas. Una de tus hermanas, no me acuerdo del nombre, la que te sigue a ti, se ha ennoviado con un tal Vicente, que estuvo en la columna de Modesto y con el Campesino. Como ves, tu tío me da todos los detalles, el hombre. Yo me siento fatal por engañarle.
—Irene. Mi hermana se llama Irene. Y si se ha puesto de novia con Vicente es que, gracias a Dios, ha logrado escapar. Es un vecino que a mi madre le gusta por lo formal que es. Un chavalín bien majo. Las fiestas…
Jimena se calló. No podía seguir hablando. Recordó aquel 15 de agosto tan lejano, en la verbena de la Virgen de la Peña, cuando las manos de Luis se deslizaron por su espalda. Cerró los ojos para esconder las lágrimas mientras por unos segundos el ruido del río Lozoya, a su paso por la curva de caliza que había enfrente de la Virgen de la Peña, se paraba en sus oídos, mezclado con el canto de los pájaros en primavera y las ruedas de los carros que cruzaban el puente del Perdón, frente a El Paular.
Ramón le quitó al niño de los brazos y se contuvo para no cogerla de la mano. La agarró del brazo y volvieron hacia el lugar donde habían quedado las piezas del camión desparramadas y el paquete que había llevado con comida. Jimena se dejó llevar, desmadejada. Allí estaban Petra y Trini, sentadas en el suelo. Ya habían recogido las piezas del juguete y Petra sujetaba el paquete de comida, con papel de estraza y elegante cordón blanco y brillante, de nailon, contra su abultada barriga de embarazada.
Las tres mujeres y el hombre, que no paraba de hacer fiestas al niño, se dispusieron a sacar la comida del paquete. Petra no podía disimular su hambre y su ansia. Mientras daban cuenta, alborozadas, de un par de latas de sardinas y dejaban que el niño se entretuviera con el bote de leche condensada, las dos comunistas pusieron al día a Ramón de las atrocidades de aquella cárcel maternal que el régimen vendía como la gran obra que demostraba su caridad para con las rojas y las descarriadas.
De nada sirvieron las protestas de Jimena. Como si se hubieran puesto de acuerdo, Trini agarró a Ramón del brazo para dar un paseo y le llevó a la zona de los lavaderos. En un rincón, una puerta de barrotes de hierro encerraba el cuarto de castigo, que también hacía de almacén de barreños y tablas de madera para lavar. Ante aquel cuchitril, cubierto de moho negruzco y manchas de humedad por las paredes, Trini se despachó.
—Aquí es donde machacaron a tu cuñada la primera noche que llegó. Con las mangueras de agua. Y todo porque les quitaron a los niños. Y esto es poco, ella no te lo va a contar todo, pero debes saber, si la estimas como creo, que esa bruja de la directora la tiene tomada con ella…
Jimena, con su hijo en los brazos, hacía ademán de ir tras ellos. No quería que Trini largara demasiado, pero Petra la retenía por el brazo.
—Déjala. Sabe lo que hace. Tu cuñado debe saber lo que pasa aquí, por ti y por todas. Nos puede ayudar. Alguien tiene que contar fuera lo que es este infierno.
Llegó la hora de la comida y tocaron la campana para el rancho. El asombro de las presas sólo era superado por el de sus famélicos familiares. En las puertas de la cocina colgaban los menús. Para los nenes, «un plato de patatas condimentadas con arreglo a lo determinado por el médico y una papilla de cacao facilitada por la Junta de Protección de Menores». Para las madres y sus familiares, «un cocido con garbanzos, tocino, patata», y hasta el caldo con color rojo, gracias a la grasa del chorizo que se sirvió en la mesa presidencial.
Así rezaba el menú y así se publicó al día siguiente en algunos diarios, incluido
Redención
. De nada sirvió que las mujeres explicaran a sus familiares que era la primera vez desde que estaban presas que veían el tocino y las patatas nuevas. La mayoría de las familias salieron convencidas de que sus hijas, sus hermanas o sus madres vivían mejor en aquel chalé tan blanquito y tan recogido que ellos fuera de la cárcel.
Tal y como pronosticó Trini por la noche, ante el amargo silencio del dormitorio de madres, donde todas estaban tristes, emocionalmente extenuadas y sin ganas de hablar, María Topete había conseguido su día de publicidad y de gloria gracias a sus amistades poderosas, que le habían traído las viandas.
—Ni Goebbels, el jefe de Propaganda de Hitler, so pazguatas, lo habría hecho mejor. Así que de poco os van a servir las lágrimas. Creo que ésas también desgastan los líquidos del cuerpo. Y os conviene guardar fuerzas, porque los paquetes, a partir de ahora, van a ser más pequeños.
Nadie rio la broma cruel de Trini, que intentaba sacar de su apatía a aquellas mujeres destrozadas. Jimena se giró en su camastro y pensó en el llanto con que su hijo la había despedido esa tarde. En cuanto so cerraron las puertas de la prisión, las mandamases, a una orden de la jefa de servicio, recogieron a los niños para separarles de sus madres y llevarlos al dormitorio. Un silencio de plomo se extendía por la sala. Jimena adivinaba que, como ella, todas aquellas mujeres pensaban en los suyos, en cuándo volverían a verlos, en cuáles habían sido sus pecados para tanta crueldad. No pudo dormir hasta que el alba apuntó por las ventanas. Aquella mañana no hubo fusilamientos. Una mueca de amargura se dibujó en el rostro de Jimena. Aquel día habían sido caritativos. Sólo por un día.
Ramón dejó la prisión cuando aún el calor agostaba las orillas del Manzanares. Mientras cruzaba el Puente de Segovia, no vio nada, no sintió nada a su alrededor. No percibió el Palacio de Oriente, las obras de lo que decían que un día sería la catedral de la Almudena. Avanzaba noqueado hacia el centro de la capital, sin ganas de buscar un autobús ni un taxi. Esperó en una terraza de la Gran Vía a que anocheciera y luego se dirigió hacia los prostíbulos de la calle de la Ballesta.
Cuando bien entrada la madrugada llegó a su casa, sintió un profundo asco hacia sí mismo. Se metió en la bañera y se frotó de arriba abajo, maldiciéndose. Ya en la cama, con los ojos de par en par fijos en el techo, la cara de Jimena pegadita a la del niño Luis, que con una manita le decía adiós, le hizo ahogar un sollozo. Y supo que odiaba a su madre. Nunca sabría doña Elvira cuánto la odiaba en ese momento su hijo pequeño.
Para María Topete, aquellas primeras Navidades vividas en su prisión maternal de la Carrera de San Isidro fueron duras, pero satisfactorias. Pese a las penurias que pasaba para mantener el suministro de leche y patatas para los niños, no se podía quejar. Competía con el Auxilio Social, con el mismo Patronato para la Protección de los Menores y con su antigua casa, la cárcel de Ventas, donde quedaban madres no lactantes y sus hijos. Sabía cómo organizarse, y desde luego, era más recta para los temas de orden que su antigua jefa, Carmen Castro. San Isidro, de momento, era independiente de Ventas. Eso es lo que quería seguir siendo la directora Topete, que a veces encontraba un poco blanda a su colega Castro, sobre todo con las rojas republicanas.
Gracias a la extensa red de amistades y contactos de su familia, tanto por el lado de los primos Satrústegui y Fesser como de los Topete, conocía a un elevado número de damas de la aristocracia e incluso mantenía una relación aceptable con las todopoderosas damas de la Falange, Pilar Primo de Rivera y Mercedes Sanz Bachiller. Su admiración por el protomártir José Antonio Primo de Rivera, a quien ella y sus hermanos habían tratado antes de su alevoso asesinato en la prisión de Alicante, era esgrimida convenientemente por María cuando lo necesitaba, sobre todo a la hora de conseguir favores para su cárcel.
Otros muchos contactos le llegaron de los meses que había vivido en la legación noruega. Los amigos de Felix Schlayer, todos germanófilos, acabaron muy bien situados en los primeros gobiernos de Franco. Y alguno, como los De la Cierva, tuvieron un lugar privilegiado en el nuevo régimen. María sabía cómo cultivar esos contactos con elegancia.
Después contaba con la red de apoyo de sus tres hermanas monjas, Amalia, Josefina y Rosita, que progresaban en el Sagrado Corazón de Jesús y, aunque también se dedicaban a la educación y a la caridad, la directora Topete siempre podía contar con ellas a la hora de comunicar rifas, sorteos, venta de pañitos y labores de cama y mesa de sus aún modestos talleres para sacar algo de dinero para sus niños.
Pero en quien más fe tenía era en su hermana Blanca, que desde su casa contribuía a mantener viva la llama del chalé de San Isidro entre las señoras de alcurnia. Blanca, más menuda que María, divertida y con la misma clase que su hermana, no sólo mantenía la relación con la infanta Cristina, ahora en Italia tras su boda con uno de los magnates de la familia Cinzano, sino que además era muy amiga de señoras como la mismísima Victoria Eugenia Fernández de Córdoba y Fernández de Henestrosa, la duquesa de Medinaceli, casada con Rafael de Medina y Vilallonga, destacado personaje de la retaguardia durante la guerra que había estado al frente de grupos de falangistas que hacían justicia por su mano en los tiempos duros, cuando las tropas avanzaban por Andalucía. Rafael de Medina, alcalde de Sevilla, aunque con tan sólo una gota de toda la sangre azul que tenía su esposa, era un hombre de futuro.
Blanca Topete era íntima de la duquesa de Medinaceli y a menudo iba a verla a la Casa de Pilatos, en Sevilla, donde la noble dama iba llenándose de hijos. A la duquesa Victoria Eugenia, la decimoctava noble que heredaba el título ducal de Medinaceli, las hermanas Topete le caían muy bien. Admiraba el trabajo de María en las cárceles y, además, le encantaba tenerlas de invitadas, porque siempre daban un toque distinto. Con su formalidad, elegancia y discreción, Blanca, y a veces María, eran un lujo para ella. De alguna forma, trabajaban por la causa que con tanto ahínco había defendido su marido. Y ella estaba dispuesta a ayudarlas siempre que pudiera, ya fuera encargando ropa de bebé a manos de las mujeres presas o a las monjas del Sagrado Corazón. Además, las recomendaba al resto de damas aristócratas, madrileñas y andaluzas, que se daban de tortazos por frecuentar la Casa de Pilatos en la mágica Sevilla. Aceptaban encantadas la sugerencia de la duquesa de encargar el ajuar de los recién nacidos, de las comuniones y de las bodas a las modistas presas de las hermanas Topete. Poco a poco, María se iba labrando un mercado. Aquel invierno, no pudo viajar con su hermana a Sevilla, pero Blanca hizo de embajadora.