Jimena tenía encogido el corazón por su hijo, por los demás niños de la cárcel y por su amiga Petra. Había dado a luz con la ayuda de Trini, pero en una enfermería atestada de niños con tos ferina. No habían tenido otro remedio que meterla en la misma cama en la que otra presa había tenido a su niña, que murió de la infección.
Aunque Trini logró, con sus tretas habituales, mantener a Petra en la enfermería más tiempo del que le correspondía para que pudiera dar de mamar durante más horas a su hija, no pudieron evitar que siguiera débil y enferma. Y la criatura, al poco de nacer, agarró la tos ferina y unas fiebres muy altas. Los cuatro kilos con los que había nacido los perdía gramo a gramo por semanas. El día que la Topete ordenó separar a Petra de su hija —«la está poniendo más enferma, la niña necesita estar con los demás niños y evitar contagios de la madre»—, la mujer organizó tal escandalera que el chalé enteró retumbó con sus alaridos, mientras, una vez más, recordaba Jimena acogotada, las mandamases habían arrancado a la recién nacida de los brazos de su madre.
Petra, como ella misma y como las demás, no dio de mamar a su hija nada más que una hora al día. Se le agrietaron los pechos, le dolían profundamente las llagas, y era una tortura incluso dar de comer a la niña durante esa hora. A Jimena, el calvario de Petra se le hacía angustioso, lo mismo que a Trini. Cuando la comadrona le confirmó que la criatura tenía tos ferina, Jimena volvió a llorar como no lo había hecho desde que la separaron de su hijo los primeros días.
—No hay derecho, Trini. Tendríamos que hacer algo contra esta bruja. ¿La niña se va a morir?
—Me temo que sí. Petra cree que sólo tose por el día, pero la otra noche, que me tocó guardia, vi que la pobrecita no hacía más que toser y toser. Ha dejado de perder peso, pero tiene semanas. No sé cuánto va a durar.
—¿Y qué dice el médico?
—Ya sabes que no puede venir todos los días. En Ventas también están a tope. Está tan desbordado que hace como que no se entera. Dice que no está claro que sea tos ferina. Que es un constipado por la gran humedad y el puto frío que pasamos en este asqueroso lugar.
—Pero la enfermería de niños tiene algo de calefacción.
—¡Que te lo has creído! Nos tienen prohibido decir que nos estamos quedando sin carbón. Desde hace unos días sólo se usa para guisar.
—Dios mío, mi hijo…
—No seas egoísta. Tu hijo va para dos años y es fuerte como un roble. Eres una privilegiada dentro de tanta desgracia. La Topete ha ordenado que a unos cuantos niños, entre ellos a Pepita y a tu hijo, se les pongan más mantas, y les acuestan con los jerséis de lana encima del pijama. Por la razón que sea, quiere más a unos niños que a otros.
—¿Sabes lo que me ha contado Angelita? Que la Topete le ha pedido que le deje entregar a Pepita en donación a una familia estupenda, de alcurnia, que ella conoce mucho.
—Pero esta mujer…
—Baja la voz, vamos a llamar la atención. Falta una hora escasa para las once y el recuento.
—Es que he visto cómo trata de convencer a otras madres recién paridas para que le firmen los papeles. Con las nuestras no se atreve tanto, porque estamos ahí, pero a las putas…
—Prostitutas, Trini…
—Vete al carajo. A las piculinas y a las mecheras les pide que entreguen a los niños al Auxilio Social. O les dice que ella, a través de sus amistades, los puede enviar a colegios de monjas o seminarios. E incluso cuando el niño es mono, les dice que pueden dárselo a alguna familia muy cristiana. Yo la he oído. Se cree que estoy sólo poniendo cataplasmas o inyecciones, pero escucho su voz y te aseguro que es mucho más persuasiva y cariñosa que la que nosotras conocemos. Quiere convertir en monjas y curas, o en soldados, a todos los niños de este país. Es una amargada. Claro, como ésta no debe de saber lo que es un hombre…
Jimena callaba escuchando a su amiga. Por un momento, recordó que Trini sí que sabía lo que era un hombre. En una noche triste, de debilidad, cuando habían sacado a dos mujeres recién paridas para fusilarlas, la comadrona se vino abajo. Unas semanas antes, las había asistido en el parto. Eran dos chicas comunistas y a una la conocía de sus tiempos en el hospital de sangre. Aquella chica había trabajado con ella y con el médico del que Trini estaría enamorada toda la vida. Un hombre que llevaba clavado en el corazón, pero que no había movido un dedo por ella desde que ingresó en la cárcel, con su madre y su abuela. Ni cuando las tres estuvieron encerradas, ni cuando la madre y la abuela fueron puestas en libertad por falta de cargos desde el penal de Amorebieta. El médico sabía dónde estaba su casa, la portería de su abuela. Y no había pasado por allí. Trini le disculpaba pensando que quizá había ido, pero como ya las habían echado de la portería a las dos, no las pudo encontrar. Así se engañaba a sí misma.
Esa noche, mientras escuchaba a Trini, Jimena sintió la necesidad de engañarse y pensar que su hijo estaba a salvo y que tenían que hacer algo por Petra y su niña. Tras el recuento, se durmió oyendo el soplo del viento en la ventana de aquel dormitorio helado y atestado, listar junto a la ventana era un privilegio en verano y un castigo en pleno invierno madrileño. El aire entraba helador, cortando el rostro de las presas como un cuchillo, mientras la ventisca, que no llegaba a ser nieve, agitaba las hojas de madera y el granizo golpeaba el cristal. Jimena se durmió pensando que aquel cuchillo helado que le cruzaba la cara era el aliento congelado de la loba parda que enseñaba sus colmillos a la perra trujillana. Los ojos de la loba eran azules y los de la perra, negros, como los de ella, que guardaba el rebaño en el que estaban Luisito, Pepi, la niña de Petra… Se oyó a sí misma, en sueños, repetir verso a verso la historia, pero brotaba de su garganta con la voz de Lorenzo, su padre.
Estando yo en la mi choza pintando la mi cayada, las cabrillas altas iban y la luna rebajada; mal barruntan las ovejas, no paran en la majada. Vi de venir siete lobos por una oscura cañada. Venían echando suertes cuál entrará a la majada; le tocó a una loba vieja, patituerta, cana y parda, que tenía los colmillos como punta de navaja. Dio tres vueltas al redil y no pudo sacar nada; a la otra vuelta que dio, sacó la borrega blanca, hija de la oveja churra, nieta de la orejisana, la que tenían mis amos para el domingo de Pascua. —¡Aquí, mis siete cachorros, aquí, perra trujillana, aquí, perro el de los hierros, a correr la loba pardal! Si me cobráis la borrega, cenaréis leche y hogaza; y si no me la cobráis, cenaréis de mi cayada. Los perros tras de la loba las uñas se esmigajaban; siete leguas la corrieron por unas sierras muy agrias. Al subir a un cotarrito la loba ya va cansada: —Tomad, perros, la borrega, sana y buena como estaba. —No queremos la borrega de tu boca alobadada, que queremos tu pelleja pa' el pastor una zamarra; el rabo para correas, para atacarse las bragas; de la cabeza un zurrón, para meter las cucharas; las tripas para vihuelas para que bailen las damas.
A mitad de la noche la despertaron sus propios sollozos. La almohada estaba empapada. Volvió a reposar la cabeza tras mirar por la ventana. El viento ya no soplaba. Ahora nevaba. Con las tripas de la loba parda, ella, Jimena Bartolomé Morera, se haría una vihuela que tocaría su padre y ella bailaría con sus dos Luises bajo el olmo centenario de Rascafría. Los copos, al contraluz de la farola exterior, eran ya como trapos.
Petra estaba como loca. La niña había soportado las semanas de primavera malamente, engordando muy poquito, pero no había manera de quitarle aquella tos. Detrás de cada crisis, vomitaba. A veces, parecía que su pecho se iba a parar tras el enorme esfuerzo. Se podía pasar dos y tres horas tosiendo.
Llevaba dos días con fiebre alta, aunque no le dejaban ver el termómetro. El médico insistía en que era un constipado o, como mucho, una bronquitis crónica, y que el aire del patio le limpiaría los pulmones. Pero aquel día, al ver a su hija en el cuco desde la ventana del taller pequeño, a Petra Cuevas no hubo fuerza humana que le echara mano. Cada una de las funcionarias que intentó atraparla se quedó con un jirón de su bata en los dedos, tal era la desesperación con que la madre corría hacia el patio. Tan flaquita y menuda, parecía una exhalación. Arañaba a todo aquel que intentara sujetarla.
En medio de las voces y del griterío para que se parase, Petra llegó hasta el cuco de su niña, que estaba en el centro del patio.
Era un día de nubes y claros y el río Manzanares, en plena primavera, bajaba a rebosar. El relente del agua era helador para la fragilidad de aquellas criaturas que permanecían en sus cunitas, sin hacer ejercicio. Lo contrario que otros niños, como Luis y Pepi, que jugaban al corro con alguna guardiana, bajo la mirada complacida de María Topete. Pronto harían otro gran reportaje fotográfico de aquel hermoso lugar, «por fuera, porque, por dentro, nadie más que yo sabe las vidas y las lágrimas que nos hemos dejado», pensaba la Topete mientras miraba complacida las largas y hermosas trenzas de Pepi, de las que de vez en cuando se agarraba Luisito.
La paz de la directora quedó truncada por los gritos que procedían del patio de abajo. Se asomó a la ventana y el espectáculo la dejó asombrada. Allí estaba Petra, con la niña enferma en sus brazos, su hija, que lloraba y tosía a la vez. La Topete había dejado de preocuparse por ella, porque la niña había superado ya dos o tres crisis. En marzo, con las lluvias, creyó que se les iba. Por mucho que el doctor dijera que no era tos ferina, ella sabía en su fuero interno que sí lo era. Pero no podía reconocer que en la prisión se había desencadenado una epidemia. Todo su proyecto se vendría abajo. Volvería a depender de Ventas. Su cárcel era una prisión modelo.
Tres guardianas y una enfermera eran incapaces de atrapar a Petra, que corría en círculos por el jardín porque no había podido entrar en el edificio. Alguien, hábilmente, había cerrado la puerta a tiempo y ahora empujaban la trasera.
Desde la azotea, la Topete lanzó un vozarrón desconocido para todas.
—¡Petra Cuevas, haga usted el favor de pararse inmediatamente! ¿Me oye? Llamaré a los guardias de la entrada. No me obligue a dar orden de que saquen las porras o las armas.
Por toda respuesta, Petra lanzó un exabrupto y siguió corriendo por el patio, dando vueltas al edificio como una loca con la niña gritando en sus brazos. De repente, la puerta principal se abrió y Jimena cogió a su amiga y a su bebé entre sus brazos y las metió dentro. En el pasillo, Trini forcejeaba con otra guardiana, con su alto y menudo cuerpo puesto delante, para que no se arrimara a Petra.
—No te metas en esto o te juro que te matamos —le dijo Trini con voz sorda a la funcionaria.
Otras presas, entre ellas Angelita y sus compañeras de la cocina, rodeaban ya a tres enfermeras que bajaban de la sala de los niños. Petra se cobijaba en los brazos de Jimena y Emilia, que trataban de tranquilizarla.
—Emilia, sujétala. Petra, dame a la niña. Ahí quieta, Carmen. Te juro que hoy os matamos si no nos dejáis llevar a esta niña a la enfermería —espetó Jimena a la funcionaria que forcejeaba con Trini y las otras mujeres.
La puerta de la escalera estaba detrás de Jimena. En cuanto oyó el crujido de los goznes y un silencio mortal se extendió por el pasillo, supo que tenía a la Topete a sus espaldas.
—Jimena Bartolomé, entrégueme a esa niña ahora mismo.
Jimena no se volvió.
—Se la entregaré cuando estemos en la enfermería. Está muy malita y no puede quedarse en el patio.
—Le he dado una orden. Esa niña sólo está constipada y el aire frío le limpiará los pulmones.
—No. La matará. Está muy débil.
—¡He dicho que me entregue a la niña o llamo a los guardias de la puerta!
—Llame usted a quien quiera. Si monta un escándalo, le aseguro que saldremos en los papeles y el cuento de la casita de chocolate se le vendrá abajo. Usted no podrá seguir ocultando cómo mueren aquí los niños ni cómo enfermamos las madres.
Una bomba no hubiera causado mayor efecto en María Topete y las presas, conscientes de lo que su compañera acababa de soltar.
—¡Impresentable! ¡Insolente! Esto lo pagarán todas. Pero usted se va a…
La tensión de aquel pasillo, abarrotado de mujeres, mitad presas mitad carceleras, todas expectantes, hizo que se olvidaran de Petra Cuevas. Cuando la Topete se dirigía hacia la puerta para avisar a los guardias de la entrada, un alarido de rabia, de odio, atravesó los oídos de todas y Petra se abalanzó sobre la Topete con tal fuerza que le dio un empellón con la cabeza entre el pecho y el estómago, lanzándola contra la pared, al mismo tiempo que le mordía en un brazo.
María Topete no gritó al sentir los dientes clavados por encima de su muñeca. Le estaba desgarrando la piel. Intentó tirar del pelo a Petra con su mano libre, pero la muchacha estaba agarrada a su presa como una perra perdiguera a la liebre que aún se agita caliente en su boca.
Las guardianas y las enfermeras fueron más rápidas que las presas. Un grupo se lanzó hacia Petra, mientras otras dos arrancaban a la niña de los brazos de Jimena. En ese momento, la criatura rompió el silencio sepulcral lanzando un enorme berrido, seguido de un acceso de tos.
Petra, atrapada entre tres guardias que tenían sus porras en las manos y la sujetaban contra la pared, lloraba con desesperación mientras Jimena no apartaba sus ojos de la Topete y Trini ordenaba a una funcionaria un seco «no me toques».
—Ustedes dos, suban a esa niña a enfermería. Arrópenla bien y pónganle el termómetro —dijo la Topete.
—Por favor, llame al médico —gimió Petra, rogando por primera vez en su vida a una funcionaria de Franco.
—Hoy no es el día que le corresponde. Tiene otros muchos casos en Ventas. La niña mejorará esta noche con los medicamentos. En cuanto a ustedes, llévenselas a la celda de castigo del patio. Incomunicadas. A la comadrona no. Estamos a punto de tener dos partos entre hoy y mañana. A esas dos.
—¡Quiero ir con mis compañeras! —clamó Trini.
La Topete sonrió levemente mientras se envolvía la muñeca, aún sangrando, con una venda blanca empapada en alcohol que otra carcelera se había apresurado a traerle.
—No se preocupe, ya habrá tiempo para todo.
No hubo mangueras de agua fría, pero las tuvo siete días encerradas a pan y agua. La Topete consideraba que el alma podía purificarse en ese tiempo, el mismo que Dios había tardado en crear el mundo. Y el agua y el pan negro —no había otro ni en la prisión ni en la capital, salvo en las mansiones de los poderosos— eran mucho más que lo que los viejos y primitivos cristianos habían tenido entre sus manos en las catacumbas, o en sus jaulas, antes de ser entregados a las fieras en el circo romano.