Si a los tres años no he vuelto (17 page)

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Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
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Durante unos minutos que a María se le hicieron segundos, su hermano Ramón habló de su amigo con cierta ironía. Era evidente que habían coincidido en el paseo a petición del joven bilbaíno, pero doña Ángela no se dio por enterada, ni de los ojos osados del joven ni del rubor asombroso de su hija María, siempre tan en su sitio.

—Pero, muchacho, creo que yo a usted le conozco —dijo la dama.

—Es un placer, señora. Sí, nos hemos visto una vez, con su hermana y los Satrústegui, en una merienda de los Coste. A su hija María la he visto luego en casa de mi cuñada.

—¡Qué barbaridad! Cómo cambian ustedes, los jóvenes. Se ha convertido en todo un hombre. ¿Cómo están sus padres?

—Muy bien, doña Ángela. En el norte aún, pero pronto vendrán para acá. Mi madre, ya sabe, prefiere estar cerca de nosotros. Los tres estamos ya en la universidad.

—Claro, claro. Ya recuerdo, viven ustedes por aquí, ¿no? Al lado del Museo del Prado.

—Sí, señora, sí. Allí tiene usted su casa cuando quiera. Y las señoritas, por supuesto.

Mientras hablaba, Juan Antonio no tenía inconveniente en retirar su mirada de la madre para posarla en el rostro de María, que, recuperada cierta calma, seguía la charla aparentemente impávida.

Le fascinaba su osadía y lo guapo que estaba. ¡Por fin iba a quedarse en Madrid! Le dolía el nudo del estómago, pero no podía evitar que su cabeza se disparara adonde no debía. O eso pensó ella mientras recordaba que se llevaban muy pocos meses, que ella era de 1900 y él de 1901, según los comentarios sueltos que su amiga le había ido haciendo durante las tardes de intimidad, preparando el ajuar. Sí, allí estaba uno de los Aznar, los propietarios de la naviera que amenazaba con hacerle la competencia a La Trasatlántica del marqués de Comillas y de los primos Satrústegui. Aunque eso ella lo situaba en un segundo plano, siempre estaba bien saber la situación del enamorado.

Bajó de las nubes con otro comentario osado del joven, que demostraba su desenvoltura.

—Perdonen ustedes. Las hemos parado al sol y eso puede estropear la piel de sus hermosas hijas y la suya, doña Ángela.

A doña Ángela la apreciación le hizo sonreír. ¿Acaso una de sus niñas iba a tener una oportunidad con aquel joven tan elegantemente descarado? Era muy pronto para las esperanzas, pero…

—Sí, es cierto, gracias. El sol de octubre aún es peligroso. María, por favor, abre tu sombrilla. Encantada de haberle saludado. Dé recuerdos a sus padres. Ramón, no llegues tarde a comer, ya sabes que tu padre se enfada.

Y doña Ángela y su prole giraron al unísono, tras las debidas inclinaciones, mientras los jóvenes se cubrían la cabeza con sus sombreros, justo en el momento en que ellas desandaban el camino hacia su casa.

—Eres un descarado, Juan Antonio. María se ha dado cuenta de todo. Creo que hasta se ha ruborizado —comentó Ramón a su amigo en un tono de voz discreto mientras su familia se alejaba.

—Es más guapa aún de lo que la recordaba. Creo que me ha mirado y ha sonreído.

—No. Tú la has mirado a ella, como estás haciendo ahora. Oye, que es mi hermana.

—¡Qué andares! Sí, es una valquiria.

—Basta ya, Juan —remató Ramón, que empezaba a sentirse molesto.

María avanzaba hacia la salida del Paseo de Coches, para enfilar la calle Velázquez arriba, consciente de que llevaba los ojos del joven Aznar clavados en su espalda. Nunca antes había estado tan agradecida a sus rotundas caderas y a su fina cintura. Afortunadamente, el traje que lucía —heredado de su hermana mayor— era imposible que marcara sus hermosas nalgas.

Para cuando llegaron a su casa, tras la saludable caminata, María ya había comprendido que aquel chico de Bilbao, hermano del prometido de Encarnita, le había terminado de robar el corazón con aquella osadía de arrastrar los ojos por su cuerpo.

Que la casa de Lista fuese un piso alquilado, de renta antigua, no quitaba méritos al hecho de que la prole Topete Fernández fuese capaz de sobrevivir con dignidad en el corazón del barrio de Salamanca. Incluso en una zona más noble que la nueva de José Abascal, al otro lado del paseo de la Castellana, adonde se trasladarían los primos Satrústegui, o los hijos de tía Felisa, los Fesser Fernández, que también se habían alejado del corazón del barrio aristocrático. Pero los Aznar estaban cerca, muy cerca, al otro lado de El Retiro, y eso inflamó el corazón de la muchacha, alejando momentáneamente los temores que a veces se le aparecían al recordar la conversación que había oído en la caseta de baño unos años antes.

Desde aquel domingo en El Retiro, Ángela levantó ligeramente la mano para dejar que su hija María —siempre acompañada por sus hermanas y hermanos o alguna prima— no sólo paseara por el parque tras la misa, sino que de vez en cuando pudiera frecuentar los lugares de té y café; los más propicios para encuentros dignos, como Sakuska. Eso sí, guardando las formas hasta el último detalle, porque Ángela era plenamente consciente de que la dote económica que les faltaba a sus hijas tenía que ser compensada con una enorme dignidad, una fe religiosa a prueba de bomba y unos modales y un prestigio que no pudieran igualar ninguna de las otras muchachas de casas más pudientes.

El caso es que entre mucha carabina, hermanos que hacían de guardia de corps y hermanas que vestían hábitos, María intentaba romper el círculo asfixiante con que la sociedad de la época obligaba a rodear a las muchachas de bien. Podía encontrar huecos para verse con el apuesto Juan Antonio, pero siempre entre amigos. El joven le había robado la serenidad y había despertado en ella todo lo que una mujer siente por un hombre, incluidos el sexo y la femineidad. Sin embargo, para una muchacha rodeada de hermanas con tendencias místicas y puras, en una casa acérrimamente católica, el amor y el deseo físico sólo podían significar un enorme pecado y un continuo sentimiento de estar sucia. Un tormento.

María sólo se desinhibía al lado de Juan Antonio. Formaban una pareja de excelente porte. El joven no escapaba a sus encantos: cuando recordaba sus pechos puntiagudos, con sus juegos traidores en la nuca, el cuerpo se le erizaba. Cada día se sentían más enamorados y tenían en Encarnita una aliada auténtica y fiel, pese a que María fuera contenida en el verbo incluso para hablar con su amiga sobre su cuñado. Pero su pasión era tal que no pudieron ocultarla durante mucho tiempo. Incluso sometida al comedimiento asfixiante de María, la atracción era palpable para los jóvenes que les rodeaban. O quizá fuera tan visible por la represión con que la joven trataba sus sentimientos. Pese a todo, eran mayoría las ocasiones en que no podía sujetar el temblor de sus manos cuando entraba en Sakuska y estaba Juan Antonio. O el calor que la invadía, el corazón galopando como en las novelas de amor que tenía prohibidas, cuando acompañaba a Encarnita y a las niñeras para echarle una mano con los bebés.

Fue en una de esas visitas a Bilbao, para acompañar a su amiga después de dar a luz, cuando sucedió el episodio que María pensó que la había condenado toda la vida ante Dios, a no ser que redimiera el enorme pecado con una larguísima penitencia.

Ya había pasado tiempo desde que se había iniciado aquella pasión reprimida. Juan Antonio era un tipo fogoso que se moría por ver un tobillo de María o, al menos, por arrancarle un beso. Pero salvo en los breves momentos en que la pillaba desprevenida —ya fuera en una visita a su casa para cambiar unos apuntes con Ramón y Ángel, donde aprovechaba el paso a la salita de las damas para toparse con ella y robarle un suave deslizamiento de mano por su cintura, o en Sakuska por las tardes o en el aperitivo de los domingos en la Cruz Blanca, en Goya, para rozarle los dedos—, lo cierto es que era muy difícil arrancarle a María un gesto como los que lograba en los veranos donostiarras o bilbaínos, cuando le soplaba en la nuca o deslizaba su mano por el suave tobillo mientras estaban sentados en el césped, alrededor de una saludable merienda campestre.

Juan Antonio era incapaz de imaginar la lucha interior que se libraba en el cuerpo de su amada, lo apasionada, alegre y sucia que se sentía. Todos los estados de ánimo se sucedían en el alma de María durante breves minutos, torturándola y, lo que era peor, distanciándola de sus hermanas y de su madre. Cada vez que a María se le cruzaban por la cabeza las ideas pecaminosas que la llevarían al infierno era incapaz de mirar a los ojos a su madre o a sus purísimas hermanas mientras rezaban el rosario. A ella le hubiera gustado ser como la Virgen María, sin pecado concebida, pero su cuerpo no respondía. Además, no sabía si era también sacrilegio desear ser tan pura como la Virgen.

Al novio no formal todas esas trabas le enardecían aún más. Aunque no era un ingenuo —sus compañeros de universidad y sus hermanos le habían descubierto las noches madrileñas, no exentas de lugares de diversión y desahogo en aquellos años veinte un punto descocados, aunque no tanto como en la loca Europa de entreguerras—, bastaban sus escapadas nocturnas para después devolverle a los sueños con su valquiria en un estado en el que le resultaba aún más deseable y pura que el día anterior a la juerga.

Unas vacaciones de Pascua, Juan Antonio regresó a Bilbao, sabiendo que ella estaba en casa de su hermano y de su cuñada. Soñaba con la complicidad de Encarnita, que seguía siendo su principal aliada. Le bastaba con poder estar un rato hablando a solas, poderla coger de las manos, mirarla a los ojos, besarla sin aquel entorno opresivo que siempre les rodeaba. Además, también tenía la intención de abordar el asunto con sus padres para formalizar el noviazgo. Era plenamente consciente de que a don Luis y a doña Encarnación la relación no les entusiasmaba. Tenían otros planes para sus hijos.

Sus padres preferían que Juan Antonio siguiera la estela de su hermano mayor y se casara con una joven como Encarnita, más cercana a la pujante burguesía industrial que florecía en Bilbao. La naviera Aznar iba camino de convertirse en la primera de España. Doña Encarnación no había perdido oportunidad de recordarle a su hijo sus deberes para con la saga familiar, indicándole a menudo caminos alternativos. ¿Por qué era tan complicado Juan Antonio cuando en ese mismo Madrid al que ella y su marido habían enviado a sus hijos, a pocos metros de su casa de Felipe IV, vivía la otra saga notable y clave para el futuro industrial del País Vasco, los Ybarra, que junto con apellidos como los Arregui y los Gorbeña, estaban fabricando el gran Neguri?

El muchacho se resistía desde hacía tiempo a los sordos deseos de su familia. María le parecía una belleza. Puede que un poco hierática, sí, pero él sabía que en la intimidad, las escasas veces que lograba aproximarse a ella, al rozarla con su cuerpo en un encuentro tan breve como buscado por él, María era como una edelweiss entre las rocas, que se abre con los rayos de sol más calientes. Eso a él le hacía sentirse muy hombre, sólo que al primer avance del ansioso novio hacia ese corazón palpitante, María siempre sacaba espinas. Durante esa Pascua —reflexionaba Juan Antonio en el tren camino de Bilbao—, iba dispuesto a conocer hasta dónde llegaba el amor de su amada y a enfrentarse a la situación familiar.

Para averiguar el estado de una primera parte de sus planes no tuvo que esperar mucho, aunque no todo salió como hubiera querido. Fue una tarde en la que estaba irritado. Había ido al Club de Polo con su hermano por la mañana y luego habían comido juntos. Llevaba tres días en Bilbao y no había logrado cruzar con María más de media docena de frases. Siempre estaba rodeada, o bien de la familia, de su hermano y su cuñada, o bien de otras amigas, o bien de las institutrices. Estaba harto de los cafés de media tarde, de alguna mirada cómplice y poco más. Y eso que María lucía cada día más guapa. Ya era una mujer que había pasado bien los primeros veinte años. Estaba en su plenitud absoluta. Siempre elegante, aunque quizá un poco monjil en el largo de sus faldas, según apreciaba Juan Antonio, recordando a las muchachas francesas que veían en las escapadas a San Juan de Luz o a Biarritz.

Es verdad que llevaba alguna de esas faldas estrechas, a media pierna, que le dejaban ver el tobillo y casi hasta la rodilla cuando se sentaba, pero jamás cruzaba las piernas. Era pecado y, así, le privaba de la elegancia que veía en las películas de cine mudas y en las jóvenes vecinas europeas que a veces iban a San Sebastián. Claro que aquélla iba a ser su mujer, no una muchacha para pasar el rato. El seguía pensando en el fuego que había debajo de aquellos trajes y vestidos sobrios, siempre de elegante corte, pero un punto más rancios de lo que a él le hubiera gustado. No era consciente de que María siempre llevaba ropa heredada y arreglada de sus hermanas o sus primas mayores.

José Luis y Juan Antonio llegaron a casa pasadas las cuatro de la tarde, cuando en la mansión reinaba el silencio de la siesta. El enamorado preguntó a Encarnita por María, y ésta le dijo que había subido a su cuarto para leer. Sabía dónde estaba su habitación. La había ocupado alguna vez cuando se quedaba a dormir allí tras una cena larga, sobre todo en invierno. Mientras el matrimonio charlaba de las naderías del día, Juan Antonio se deslizó hacia la escalera. Sus pies sobre los peldaños quedaron amortiguados por la gruesa alfombra que los revestía. El dormitorio de la joven estaba al lado del de los niños. María tenía la puerta entreabierta por si se despertaban. Las niñeras estaban en la cocina, preparando la merienda.

Estaba sentada en una butaca, tapizada con cretona de suaves estampados ingleses, al pie de la ventana. A solas, suavemente desmadejada e iluminada por la intensa luz de un día claro que filtraban los visillos blancos, tenía una pierna cruzada sobre la otra con el descuido de quien se sabe en soledad. Tenía la falda ligeramente subida por encima de las rodillas. Su pelo se veía transparente y dorado, con un par de mechones sueltos, dependiendo de los reflejos que recibía de la ventana. Con una sonrisa, el joven se deslizó dentro de la coqueta habitación.

Para cuando María levantó la cabeza, su amado ya estaba a su lado, con una expresión de enorme ternura en la cara y un dedo en los labios. Se inclinó sobre ella para besarla primero en la frente, después en la punta de la nariz y, por último, en los labios, levantándole la barbilla con el dedo índice. María era incapaz de moverse. Se aferraba al libro gordo que tenía entre las manos y escuchaba sus susurros.

—Te quiero, María. Te he soñado así, así…

Y le abría la boca con la punta de la lengua. Su cálido aliento olía a habano, a buen vino y a la hierba del Club de Polo, pensó María mientras separaba los labios sin pensar en lo que estaba haciendo. Más atento, Juan Antonio sintió ruidos en el pasillo o en la habitación de al lado. Tiró de ella, la perdió entre sus brazos y la arrastró hacia la única salida que vio en el cuarto. Empujó una puerta de pesada madera que hacía las veces de armario y vestidor. Dentro olía a lavanda, a naftalina y a cuero. María no se resistía, salvo por el hecho de que él la arrastraba con sus brazos en vez de caminar. La metió en el vestidor, y entre ropas y cajas de zapatos repartidas por el suelo, siguió besándola por el cuello y bajó al valle de sus senos, al tiempo que, con sorprendente agilidad, le desabrochaba los botones de la chaqueta y de la blusa.

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