Juan Antonio era apuesto. Alto, moreno, con el labio inferior ligeramente más grueso que el superior, una cara redonda hermosa y unos grandes ojos claros, cobijados bajo el tejado de unas espesas cejas.
El tercero de los hijos de Luis Aznar no dudó ni un segundo en comenzar el asedio a la fortaleza de la sexta Topete Fernández. Aprovechando que la boda de su hermano mayor, José Luis, y Encarnita se celebraría un año después, en 1919, y los preparativos iban a movilizar a las dos grandes familias, además de a todas las amistades cercanas, decidió que la sirena o la valquiria —así la llamaba entre sus amigos— sería su dama.
A Encarnita le gustaba que su amiga María la acompañara a Bilbao mientras organizaba su gran boda. Como cualquier joven casadera, además de la compañía de su madre, necesitaba la de sus amigas para las pequeñas y tímidas confidencias. Para colmo, estaba encantada con el entusiasmo de su futuro cuñado con su gran amiga.
—¡Ay, María! Con los nervios que tengo, cómo te agradezco que estés aquí estos días. Bueno, y no sólo yo, sino también Juan Antonio, claro está —le dijo un día mientras repasaban el ajuar, tomando nota de la lencería, la ropa de cama, las sábanas bordadas y los camisones con cuadrado delante abrochado con ojales y botones que ninguna de las dos se atrevía a mirar.
—A mí no me cuesta nada acompañarte. Es más, gracias por tu hospitalidad, pero de tu cuñado, mejor no hablamos. ¿No es un poco osado?
A Encarnita no se le escapó la contradicción en la respuesta de su amiga. No quería hablar de Juan Antonio, pero deslizaba una pregunta sobre su osadía.
—Es un bromista, pero ¿no se habrá sobrepasado?
—Por Dios, no. Ni yo lo hubiera consentido, pero tiene unos ojos…
—Lo sé, que desnudan. Perdona la crudeza. A mí me pasaba lo mismo con José Luis, pero no sé, ahora… tengo miedo, María.
—¿Tú? ¿De qué? Vas a hacer un buen matrimonio.
—Ése es el asunto. No sé si me caso o me casan. José Luis es un gran hombre, pero no sé si se casa conmigo por mí o por la insistencia de nuestras familias.
—Bueno, mi madre y mi tía Rosita dicen que las dos cosas son importantes. ¿Tú le quieres?
—Oh, sí. Como me manda Dios. Le encuentro atractivo, aunque sé que tu Juan Antonio lo es más… pero tengo miedo.
—Sabrás estar a la altura de las circunstancias. Para eso nos han educado, Encarnita. Y no vuelvas a hablar de «mi» Juan Antonio. No hay nada de nada.
—Ya, bueno. Mira qué preciosidad de mantelería de hilo y qué encaje de remate. Las puntillas de bolillos son de las monjitas. Es de doce cubiertos. Mi madre está pesada y quiere que lleve una de hasta treinta y seis. Dice que en el comedor grande la necesitaré. Y lo mismo opina mi suegra, doña Encarnación, que ya sabes que manda mucho. No sé, María, estoy aturullada.
—¿Cómo es doña Encarnación Zavala Arellano?
A menudo, a María le encantaba enunciar el nombre completo de la gente poderosa.
—Una dama, y, sobre todo, una
amatxu
de sus hijos. ¿Te hago una confidencia? La temo, aunque espero poder quererla de corazón algún día.
Las dos amigas terminaron de ordenar los armarios con la ropa blanca e inmaculada antes de exponerla a las amistades de la madre y la futura suegra. Del magnífico armario de nogal salía la fragancia de lavanda guardada en bolsitas de fino hilo.
Lo que la joven María ocultó a su amiga es que había tenido ensoñaciones pecaminosas desde que Juan Antonio se había cruzado en su camino. No sólo el corazón y el cuerpo se le templaban a la vista del chico Aznar, sino que su imaginación cabalgaba por sendas que nunca debió permitirse imaginar. En una de esas sendas estaba ella paseando con doña Encarnación, como si fueran suegra y nuera. Las traiciones de su cabeza eran tan graves, pensaba María, que mejor llevarlo todo sepultado en lo más profundo de su cerebro. No quería sufrir ni precipitarse. Juan Antonio la cortejaba constantemente. No sólo la desnudaba con los ojos cuando las jóvenes se sentaban en un porche o salían del club de polo. Es que era evidente que en cuanto su hermano mayor, el novio oficial, llegaba de visita a casa de los Coste, el tercero de los Aznar le acompañaba con la broma de que iba de carabina. Se sentaban en los jardines o paseaban por Neguri, que, aunque no eran los parques del monte Igueldo, a María cada día le parecían más hermosos.
El muchacho se le acercaba demasiado para hablarle. Había cogido una costumbre que a María le avergonzaba y le hacía feliz. No importaba que estuvieran en la sala de música, en la biblioteca o en el jardín, Juan Antonio se aproximaba suavemente, por detrás, con un vaso de agua o de naranjada, y se inclinaba hasta su nuca, para lograr echarle el aliento tan cerca que María se estremecía de pies a cabeza y los pezones se le ponían como tuercas, muy a su pesar. No podía hacer nada, y menos aún retirarse bruscamente o llevarse las manos al pecho, como hizo la primera vez. Él soltó una sonrisa suave y le oyó que murmuraba:
—No eres de mármol, sirena. Bendita seas —añadió mientras soplaba suavemente los pelillos que le caían por la nuca, escapados de su elegante moño.
María se moría de vergüenza y de contento al tiempo que pedía perdón a Dios por su carne. Por fin, tras unos meses de resistencia, un día cualquiera, María, tan prudente y distante para evitar la mínima tentación de la carne, tuvo que confesarse que el corazón se le había escapado tras el joven naviero. Primero, en los discretos escarceos de Bilbao, a la sombra de la boda del mayor de los hijos de don Luis Aznar y doña Encarnación. Después, en los suaves encuentros de Madrid, siempre rodeados de hermanos, primos y amigos. Juan Antonio lo había planeado todo, obsesionado como estaba por seguir a su valquiria hasta la capital.
Los padres de los Aznar Zavala siempre tuvieron muy claro que Bilbao y las visitas esporádicas a Donostia de la regente María Cristina eran para la temporada estival, pero el núcleo, y desde donde había que tener puesto un ojo en los negocios y el otro en Neguri, era en la capital, Madrid, donde estaba el Gobierno y, por tanto, el poder. Por eso, el matrimonio pasaba parte del año en el número 9 de la calle de Felipe IV, a la espalda del Museo del Prado. Un emplazamiento perfecto, a un paso del caserón del Retiro y esquina con la calle de la Academia. Era el barrio de los Jerónimos, el mejor junto con el de Salamanca, y les convertía en vecinos de don Antonio Maura, por entonces líder del partido conservador y en alternancia constante en el gobierno con el otro don Antonio, Canalejas, líder de los liberales.
Pero lo que resultaba aún más importante para los planes de Luis Aznar es que su casa estaba al lado de la plaza de la Lealtad, donde se ubicaba el Palacio de la Bolsa de Madrid, a pocos metros del hotel Ritz. Don Luis y doña Encarnación sabían muy bien dónde se metían cuando años más tarde compraron el edificio completo de Felipe IV.
Tres de los hermanos Aznar, José Luis, Juan Antonio y Javier, se instalaron en el piso de Madrid para estudiar la carrera de Derecho. Los chicos se movían en los ambientes que les eran propios, en contacto con los jóvenes de su clase social, con los Satrústegui, los Topete o los Fesser, además de los Ybarra, Aguirre y Oriol. En aquellos años, los estudiantes de Derecho o de Ingeniería eran aún un puñado de apellidos, hijos de las familias adineradas y herederos del desarrollo industrial del norte, ya fuera de las minas, las naves o los altos hornos, mezclados con algún aristócrata venido a menos de los grandes terratenientes de Andalucía, Extremadura o Salamanca. Pero éstos eran otra clase de señoritos, menos apegados al trabajo y a la obligación de seguir con los negocios industriales.
Un día muy deseado, al tercero de los jóvenes Aznar le tocó el turno de trasladarse a la capital para estudiar. Atravesó la meseta mirando por el cristal del coche aquellos campos secos y áridos de finales de verano que le recordaban el cabello de la sirena rubia. Tan alta, tan bien formada, con la tez blanca y suave, dorada por la brisa del verano, y aquel pelo que le había deslumbrado; aquellas piernas que él adivinó como columnas cuando un día la observó al levantarse delicadamente del césped. Desde que la muchacha había ido a Bilbao, no le había abandonado su imagen. Su hermano José Luis, que ya estudiaba en Madrid, le había prometido que le presentaría rápidamente a los Topete, especialmente a Ramón y a Ángel. El muchacho enamorado confiaba en que a través de ellos pronto tendría acceso a María. Soñaba con verla de nuevo.
Las expectativas de Juan Antonio tuvieron que esperar un tiempo, mientras trababa amistad con Ramón. El joven se tomó muy en serio la relación con él. Pese a que en Madrid el ambiente era menos asfixiante que en Bilbao o San Sebastián, Juan Antonio se dio cuenta muy pronto de que, en el caso de las muchachas Topete, las estrictas normas del norte eran las mismas que en Madrid. Los meses se le hicieron eternos, pero le sirvieron para entrometerse en la amistad de su hermano y Ramón. Éste era un tipo simpático, formal, pero también dado a la farra —con límites, claro—, como él mismo. Un día se atrevió a confesarle que tenía grabada en la retina la imagen de su hermana.
—¿Ah, sí? ¿De cuál de ellas? Tengo siete, aunque alguna te viene muy pequeña —bromeó Ramón ante un café en la calle Jorge Juan.
—Eres aún más descarado que yo. Me refiero a María. Así me la presentó Encarnita, la novia de José Luis.
Ramón lanzó un silbido.
—No tienes mal gusto, pero vas a tener que trabajar mucho. María tiene genio y es muy suya.
—Bueno, podrías hacer que nos encontráramos…
—No sé, no sé. Mis hermanas son sagradas, y lo digo en todos los sentidos. Para ti y para mi casa. Ellas se sienten sagradas. La mitad van a ser monjas.
—¿María también? No tenía ese aspecto.
—No, creo que María no. Aunque le gustaría sentirse tan monja como algunas de las otras. Bueno, veremos cuándo se presenta la ocasión.
Y los dos amigos siguieron charlando, a la espera de que llegaran el resto de sus hermanos y otros colegas, previa promesa de Ramón para con Juan Antonio sobre cómo le mantendría el secreto.
Un día, por fin Ramón pudo cumplir con su amigo. Al joven, preocupado ya por los problemas de salud de sus padres y los escasos ingresos de la casa, aquellas jugadas no le parecían mal. Es más, eran lo natural, un estilo clásico entre todos ellos. ¿Qué mejor forma de vigilar a los futuros novios y maridos de las hermanas que teniendo un profundo y previo conocimiento de ellos y sus familias?
Una fría mañana de la capital, la niña María que correteaba por la Torre Satrústegui o el Palacio de Miramar y soñaba con un príncipe valiente en los húmedos veranos donostiarras confirmó interiormente que ya era una mujer que a veces se desbocaba, por más educada y correcta que tuviera que lucir, si enfrente tenía al chico de los ojos que la desnudaban.
Ella era ya una pollita a la que dejaban ir a tomar un aperitivo los domingos, tras la misa, y dar una vuelta por el Paseo de Coches del Retiro, donde de vez en cuando se ofrecía algún pequeño concierto, aunque el templete de música era sólo un proyecto que culminaría una decena de años después.
Los paseos por el parque, en compañía siempre de alguna de sus muchas hermanas —a veces iba Amalia, que, con su alta figura y su magnífico hábito, acompañaba a su madre y a sus hermanas—, eran una de las pocas oportunidades que las chicas Topete Fernández tenían para tratar con las amistades masculinas de sus hermanos.
Ese día, los castaños del Retiro vestían de otoño el parque y el grupo de doña Ángela y sus hijas se cruzó con dos de sus vástagos —Ángel y Ramón— y su cuadrilla. Para la madre, había una figura nueva entre aquellos muchachos. Para María, era una figura, más que conocida, soñada y deseada en Madrid. Un buen mozo que destacaba en estatura más que la media y que inmediatamente se colocó detrás de Ramón Topete cuando éste se acercó a saludar a su madre y a sus hermanas.
—Por Dios, Juan Antonio, no me atropelles. Casi beso a mi madre en el cuello —comentó jocosamente Ramón, sonriendo a doña Ángela mientras sentía la presión de la mano de su amigo en la espalda.
—Perdona, Ramón. Perdone, usted, doña Ángela, señoritas…
—Mamá, hermanitas, os presento a Juan Antonio Aznar. Ya conocéis a José Luis, su hermano mayor. Y tú, mamá, a sus padres, don Luis y doña Encarnación. María, creo que tú le viste en Bilbao, en casa de Encarnita Coste.
María era de mármol. No movió ni un músculo, atareada como estaba en que su agitación no trascendiera. No podía abrir la boca ni para murmurar un cumplido que la sacara del paso, porque temía que el corazón se le escapara por la boca y cayera al suelo, allí, delante de todos.
Juan Antonio Aznar se había quitado los guantes y el sombrero, y trataba de sujetarlo todo sobre la mano izquierda, en la que ya llevaba un magnífico abrigo de pelo de camello y un coqueto bastón. Necesitaba la mano derecha para coger la de la madre de su amigo. Era todo un caballero, como el resto de los jóvenes que acompañaban a los Topete.
Mientras se inclinaba para besar la mano de la madre, Juan Antonio retomó la costumbre. Arrastró los ojos desde los azules de María, escote abajo, hasta el estómago y el vientre, para pararse en las finas manos enguantadas que la joven entrecruzaba, sujetando un bolso limosnera que intentaba no balancear demasiado. La joven sintió el descenso de aquellos ojos osados y cálidos. Se deslizaron por su boca, su garganta, sus senos y su estómago. Eran como dos ascuas que le iban quemando y se quedaban enganchadas en sus dedos, para no seguir por debajo de su vientre y sus bien tapadas piernas.
Tras el primer momento de autocontrol, todo dentro de ella explotó. Sintió la oleada de calor que acompañó aquella mirada y pensó que el rubor que se extendía por su frente hasta la garganta y las finas orejas era visible para los presentes, un corro formado por media docena de jóvenes endomingados, vestidos de traje gris o negro, pantalones de raya impecable, bastones más por adorno que por necesidad, sombreros hongos y alguna chistera, camisas claras y finas corbatas oscuras que colgaban de alzacuellos impolutos.
Ellos a un lado y ellas al otro, con doña Ángela al frente. Pero todos en la misma acera del Paseo de Coches. María destacaba entre sus hermanas no sólo por su estatura, sino por su pelo rubio y sus elegantes redondeces, que le nacían ligeramente por debajo de la estrecha cintura. Sólo Blanca y Josefina, esta última vestida con una túnica muy similar ya a las de la novicia que estaba a punto de ser, podían hacerle sombra, pero eran apenas unas adolescentes, mientras que la sexta hija de Ramón y Ángela era una joven recién salida de la adolescencia que apuntaba ser una mujer prometedora, con sus formas rotundas pero elegantes.