Authors: Kathy Lette
—Tendría que estar filmando con un puto endoscopio, porque hasta ahora no he conseguido más que mierda —se quejó.
—¿Qué puedo hacer yo? —protestó Shelly—. Kit se ha pasado la tarde entera en su habitación. No puedo hacer que me quiera.
—No, pero puedes acosarle sexualmente sin parar hasta que por fin le entre el pánico y ceda.
—Lo he intentado todo, Gaby, he hecho que el servicio de habitaciones me entregue servida en una maldita cama de lechuga.
—¡Espera! ¡A lo mejor es eso! —manifestó Gaby—. Es obvio que Kit ya ha tenido suficiente desinhibición sexual. Lo que necesita ahora es inhibición. ¿Qué tal si intentas ser más sutil? Los chicos no quieren una chica fácil. Deja de pensar con el coño, ¿vale?
*
El único problema era que la sutileza llevaba demasiado tiempo. Shelly intentó apaciguar su frustración hojeando desanimada el menú de cócteles. Pero hasta ellos tenían nombres libidinosos. Elegir entre
Temblor de rodillas
y
Lametón de lima
no ayudaba mucho a que dejara de pensar en Kit Kinkade. Por encima de la sombrilla color pastel de su cóctel vio desconsolada cómo una tras otra pálidas parejas de recién prometidos desfilaban ante ella, una cinta transportadora de parejas felices. Pedir otra piña colada parecía su única opción.
Es fácilmente comprensible por qué las bodas en la playa se han hecho tan populares… no había armonios desafinados tocando a Haendel, ni merengues enormes de imitación. Pero esto era una epidemia. La noche del primer día de su luna de miel en la isla, Shelly presenció tantas ceremonias de boda que empezó a padecer fatiga de confeti.
Había felices recién casados a su izquierda, equipados con chalecos salvavidas y gritando mientras el caimán cubierto de caucho verde y gigante se tambaleaba sobre la estela de la lancha que lo remolcaba. Había felices recién casados a su derecha, estableciendo lazos afectivos con otros felices recién casados en una parte con tumbonas de la sala postnupcial. Las novias con cejas depiladas, comparaban los brillantes anillos de sus dedos con uñas brillantes de color rosa perla. Los novios se quemaban al sol mientras se daban el gusto de quedar por encima de los otros novios.
—Bajamos por la playa en un coche de caballos mientras soltaban palomas blancas desde jaulas con forma de corazón.
—¿Ah sí? Pues nosotros salimos del Casino en una
Harley Davidson
blanca al son de una orquesta que tocaba el tema de
Titanic
.
Qué infierno, incluso había felices recién casados por encima de ella, con sus piernas entrelazadas colgando sobre el mar turquesa en
tándem
de medusas en vuelo como si estuvieran haciendo paracaidismo acuático en alguna película de James Bond. Todo el mundo parecía feliz excepto ella. Hasta la curva de los plátanos locales hacía que pareciera que estaban sonriendo desde sus cuencos. Todo lo que Shelly podía hacer era un brindis por su felicidad, y otro, y otro, y otro, y…
—Hey, Shell. —Qué hormigueo le produjo la melodiosa ondulación de la voz de Kit—. Bueno, ha acabado el partido. ¿Qué te apetece hacer ahora?
Shelly estaba intentando ser refinada, pero los dedos de Kit rozaron accidentalmente su brazo y se estaba moviendo de manera convulsiva como un yanqui.
—No sé. —Los cubitos de hielo tintinearon de forma musical en su vaso—. ¿Qué tal meter tu cabeza en una piscina de hidromasaje hasta que decidas acostarte conmigo? —dijo «sutilmente».
Kit analizó el número de vasos de cóctel apilados a su alrededor en el bar-terraza Subset.
—O a lo mejor debería acompañarte a tu
búngalo —
insinuó.
—¡Sí! Volvamos a mi habitación y hagamos todas las cosas que de todas formas voy a contar a mis amigas que hicimos. —Dios, se felicitó a sí misma, ¿sabía cómo hacerse de rogar o no?—. A ver, ¿qué fue exactamente ese paseo en limusina? —Los cubitos de hielo repicaron conforme daba otro trago a su cóctel—. Eres sólo un calientaclítoris, Kinkade? —dijo, arrastrando las palabras con la fuerza vocal de una sirena aérea, ahogando la música de la banda y llamando la atención de todos los que estaban en el bar Subset—. ¿Ya no me encuentras…? —eructó— ¿…atractiva?
La mirada de Kit era impasible.
—Oh, mirad —dijo sarcásticamente, señalando a Shelly—. ¿Ven a esta mujer profundamente dormida en una piscina de su propia saliva? ¡Ésa es mi mujer!
—¡Camarero! Más bebidas. Un
Harvey Wallbanger
para el señor y una estricnina para mí. Me voy a suicidar como no hagas el amor conmigo. —Hipó—. ¿Ayudaría que me pusiera a gatas y te lamiera los pies?
Kit la miró fijamente.
—Creo que ayudaría que parases de beber y me dejaras llevarte a tu habitación.
—¿Para qué molestarse? Debería venderte al mejor postor. ¡Marido nuevo! ¡Sin usar! —Shelly dio golpecitos con una cuchara en el lateral de su vaso y se tambaleó para levantarse—. Atención, señoras y gominolas —dijo arrastrando las palabras.
Kit, que se acababa de percatar de que la cámara de Towtruck les estaba enfocando desde el otro lado del bar, intentó rescatar a Shelly de una humillación aún mayor arrastrándola dentro del intenso frotamiento sexual de la pista de baile, donde se movió con gracia erótica al ritmo de
La Cucaracha
.
Ahora bien, aunque era una persona musical, Shelly Green era al baile lo que Al Qaeda es a la paz mundial. Definitivamente, se movía al son de otro ritmo distinto. Pero por desgracia los cócteles habían afectado a su capacidad de raciocinio hasta el punto de que se pensó que podía bailar. Razón por la cual, momentos después, Shelly se descubrió rasgándose toda la piel de la nariz en una bola de discoteca, tras hacer a destiempo un paso de pogo como sólo una chica de Cardiff puede.
*
Kit se echó a Shelly al hombro y la llevó a su
búngalo
.
—Échate una cabezada y te veo luego —sugirió amablemente.
—¿Adónde te vas ahora? —consiguió pronunciar.
—Hay otro partido. Chicago contra Detroit. —Kit se mordió el labio inferior y desvió la mirada.
Incluso en su estupor alcohólico, Shelly sospecho que le estaba mintiendo.
—¿Entonces te veo cuando acabe? ¿Sobre las nueve? —arrastró las palabras.
Kit levantó una ceja mordaz.
—Creo que lo que necesitas ahora mismo es dormir, Shelly.
—¡No, no, no! ¡No necesito dormir! ¡Las mujeres necesitamos amor! ¡Pregunta a cualquier columnista del consultorio sentimental de un periódico! ¡Oye, no me dejes! —le gritó—. ¿No podrías dormir aquí? Podemos dormir y ya está. Prometo que no pasará nada. No te tocaré. —Era lo que siempre decían los hombres. Entonces él podría ver qué se sentía al despertarse con la marca de un clítoris erecto en la parte inferior de la espalda.
Sin embargo la dejó, casi literalmente, tirada. «¿Cuánto duraba un partido de fútbol?», se preguntó. A las nueve de la noche abrió la puerta sin nada encima aparte de aceite de bebé… para recibir al portero que le traía la maleta perdida llena de ropa de diseño.
A las diez de su primera noche de luna de miel, Shelly estaba tan aburrida que empezó a contar los pelos de las axilas. Pasó toda la noche repantigada en ropa interior La Perla que le había suministrado Canal Seis viendo programas terapéuticos en la televisión por cable con invitados en la CNN de la
Generación X
seleccionados específicamente por su incapacidad para leer la pantalla del
teleprompter
. A las once de la noche tenía aeroembolismo televisivo.
A media noche se dio cuenta de que era la señora Havisham.
—Bien podría sentarme en una habitación polvorienta durante el resto de mi vida llevando un himen de macramé, estrechando nuestro álbum de boda —confió a Gaby por el teléfono de la habitación.
—Los hombres son escoria. Saquea el minibar a ver si hay algo que te puedas introducir —fue el consejo de Gaby—. Yo me estoy apañando con una pequeña botella de ginebra, aunque no resulta muy tónica.
A la una de la mañana, Shelly dedujo que obviamente poseía el magnetismo sexual de un plato de croquetas a medio descongelar. ¿Por qué si no ella estaba volando justo por debajo de su radar de amor?
A las dos de la mañana, conforme se arrancaba la lencería erótica, se dio cuenta de que Kit era un espejismo matrimonial, poco más que una alucinación hormonal. Si al menos no fuera tan condenadamente atractivo… Kit Kinkade podía levantar pasión en una formación geológica inmensa de granito… ya podía olvidarlo.
Intentó sacárselo de la cabeza pero todo le recordaba al sexo, un fenómeno que se repitió cuando pidió mejillones del menú del servicio de habitaciones veinticuatro horas. Nunca había pensado en ellos como vaginas del mar hasta que el camarero puso el plato de labios rosas en forma de puchero sobre el mantel delante de ella. Los separó de sus conchas con la lengua. Dios. Hasta su comida estaba teniendo más acción que ella. «¡Hey! —pensó borracha—, ¡había atraído un mejillón!» ¿Había alguna duda de que la pobre mujer tenía una libido del tamaño de Paraguay?
Más allá de la terraza del
búngalo
, una avenida de tilos barría hacia la voluptuosa Fuente del amor… el mármol color blanco lechoso de la carne femenina esculpida que brillaba de forma libidinosa en contraste la roca volcánica oscura. Incluso las ramas entrelazadas de los
frangipanis
parecían burlarse de ella. Y ya para ridiculizarla más aún, una fila de hormigas negras había marchado por el suelo hacia sus bragas La Perla desechadas. Estaban ocupadas rodeando una minúscula gota de su jugo… un tren de vagones entomológico.
A las tres de la mañana los muelles de la cama se lamentaban conforme ella se giraba. Su camisón estaba retorcido porque había estado dando vueltas en la cama hasta que estuvo tan destrozada por fuera como por dentro. Kit había demostrado ser un auténtico objeto sexual… ella quería sexo y él objetaba.
A las cuatro se puso a mirar fijamente el agitado mar de plata. Grupos de nubes de blanco satén se deslizaban lentamente hacia el horizonte oscuro. Salió la luna, y su luz se extendía sobre el océano como un vestido de novia. Shelly se desplomó en sus sábanas solitarias, con los ánimos más machacados que un animal atropellado en una carretera y la botella festiva de champán sin abrir en la cubeta de hielos, y sintonizó sus suspiros con el mar.
Obviamente, era un caso de cohabitación prematura.
Hombres: Detrás de cada hombre con éxito hay una esposa… Debajo de cada hombre con éxito hay una amante (también conocida como colchón).
Mujeres: Lo único que apoya a una mujer es su sostén
{7}
(llamado así porque cuando te lo quitas, te preguntas dónde narices se han ido tus tetas).
Maniobras acuáticas
—¡El sexo con Kit fue alucinante! —se maravilló Shelly al despertarse a la mañana siguiente… pero habría sido muchísimo más alucinante si él hubiera estado con ella en ese momento.
Sólo una palabra se insinuaba entre Shelly y la felicidad: abstinencia. Pero parecía que Kit no iba a ser la cura. Vale. Ya no iba a perder más tiempo reflexionando sobre la pregunta pellizcatetas, aprietaclítoris, retuerceovarios y serpenteaútero de por qué su marido no dormiría con ella. Sencillamente volvería a Londres. Justo después del desayuno… aunque no es que tuviera mucha hambre después de haberse pasado la noche consumiendo rodajas y más rodajas de pastel de ciervo. ¿En qué había estado pensando? Toda esta ridícula escapada estaba completamente fuera de lugar. Shelly Green no era el tipo de persona que se iba a acostar con tíos hasta llegar a lo más bajo, maldita sea.
Kit le había dicho que nunca desayunaba a menos que se le abriera el apetito haciendo calistenia carnal así que Shelly entró sola con los hombros caídos, cansada y con resaca, en el comedor con techo de paja conocido como La Caravelle. Así era mejor. Ahora no tendría que hacer el viejo discurso de adiós muy buenas «el matrimonio pasa factura, así que pague en taquilla, por favor».
—No es el aspecto de una mujer con suerte —conjeturó Gaby, cogiéndola por banda en el
bufé
de desayuno—. ¿Qué estás planeando, mujer? —la amonestó la directora con un tenedor—. ¿Una anulación papal?
Con el ceño fruncido, Shelly se recluyó en una esquina de la pagoda. Estaba atacando los cereales cuando sus ojos se encendieron sobre Kit… desayunando con Coco… una visión tan sorprendente que se trago accidentalmente el pequeño juguete de plástico que estaba escondido bajo un copo de fibra.
Cuando Shelly se acercó tambaleándose a su mesa, balbuceando y resollando, Kit la saludó con un despreocupado «hola» y dio un sorbo con indiferencia a su café con leche.
—Coco me estaba contando todo sobre la historia de la colonización aquí en la isla. Cómo los jodidos franceses esclavizaron a los africanos para que trabajaran duramente en las plantaciones de café y más adelante para los magnates del azúcar. —Estaba atacando una cesta de
brioches
y masticando ruidosamente «¿Qué podría haberle dado tanto apetito?», se preguntó Shelly con amargura. Coco miró a Shelly con ojos de chocolate derretido.
—Los fgancesés son como padgues… tan abugguidos —comentó con un acento parisino cantarín—. ¿Sabes cuando egues más alto que tus padgues y empiezas a odiag-los y entonces necesitas años y años de tegapia paga supegag-lo? Bueno, pues es lo mismo. —Shelly se mofó para sus adentros. No era precisamente una teoría revolucionaria del Che Guevara—. ¿Te hago una pgeguntá sencilla? —continuó Coco.
«¿Es que acaso alguna vez haces una que no lo sea?
», tuvo Shelly la tentación de decir, pero en vez de eso se encogió de hombros.
—Claro.
—Como embah'adoga del Impeguio Bguitánico, ¿qué opinas sobge el tema de la colonización, Nelly?
—Es Shelly. ¿Y qué opino? —«
Que quiero pisotearte
» sería mi primera opción, pensó Shelly para sí misma—. Creo que todo el que haya nacido en esta isla es el ganador del concurso de Esperma afortunado. Quiero decir, podrían haber nacido en una pila de estiércol en Guatemala o en las calles de Bombay… o Un piso de protección oficial en Ebbw Valey —dijo irascible, con la cara ardiéndole… y no precisamente por el sol.
—Kit, él lo entiende, ¿vegdad,
mon chou
? Mucha h'ente entga y sale de nuestgas vidas, pego sólo los, vegdadegos amigos deh'an huellas en tu cogazón. —La sonrisa de la cantante era tan enfermizamente dulce como su
cliché
.