Sexy de la Muerte (7 page)

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Authors: Kathy Lette

BOOK: Sexy de la Muerte
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Pero no, no iba a ondear la bandera blanca justo ahora. No era correcto describir la lucha entre hombres y mujeres como una «batalla» de sexos. Una batalla sólo dura cuatro o cinco días. Y los sexos han estado así desde el inicio de los tiempos… lo cual lo convirtió en una guerra. Ella había cumplido su parte del trato al creer a Kit y atar los lazos matrimoniales. (Si al menos se hubiera dado cuenta de que ese nudo iba alrededor de su propio cuello…) Y ahora le tocaba al doctor Kinkade negociar las condiciones de capitulación.

Para celebrar que el conductor había descubierto la tercera marcha, los limpiaparabrisas hicieron un saludo desganado a la manta de lluvia tropical que de improviso inundó el coche.

Conforme recorrían a bandazos la peligrosa carretera de la costa que se interrumpía en los costados de Montañas vertiginosas, y con cada giro se veía más cercana una zambullida mortal al mar, Shelly intentó concentrarse en cuánto deseaba ver ya a su enigmático marido. Tuvo una visión de los pómulos altos y pecosos de Kit Kinkade, de su boca suculenta y amotinada y de sus ojos risueños y despreocupados: la imagen al completo de los invasores bárbaros de los libros de texto, ahora que lo pensaba. Sí, consideró, mientras el taxi daba bandazos peligrosamente cerca de otro desfiladero cavernoso, un mundo nuevo se estaba abriendo ante ella… como una tumba.

Diferencias entre sexos: El sexo

 

Hombre: Cariño, ¿soy el primero con el que haces el amor?

Mujer: Por supuesto. No sé por qué los hombres siempre hacéis la misma pregunta estúpida.

5

Normas de compromiso

La especie humana es con creces excesivamente irracional como para que uno o diez siglos ocasionales de experiencias horrorosas la disuadan de casarse. Por eso, conforme Shelly se aproximaba a su hotel de luna de miel, sintió de repente que se mantenía a flote con un sentimiento de esperanza, o al menos de ilusión.

De vuelta en Londres, la Policía Metropolitana había estado a punto de publicar una Alerta de Castidad: SHELAINE GREEN: NO LA QUEREMOS, NI VIVA NI MUERTA. Pero Kit la había querido. Su cuerpo aun seguía dando temblores de placer para dar prueba de ello. Por esa razón estaba siguiendo el consejo de Kit y entregándose al principio de placer. ¿Para qué vituperar a los hombres cuando podrías actuar como ellos? Ese había sido el error de su madre. Los hombres siempre eran alabados por entrar en contacto con su «lado femenino». Bien, pues ella iba a entrar en contacto con su «lado masculino». ¡Imaginad los beneficios! ¡Los mecánicos de los coches le dirían la verdad! ¡Sería capaz de abrir sus propios tarros de mermelada! ¡Cuatro pares de zapatos serían suficientes para toda su vida! ¡El mundo entero podría ser su urinario! Liberada de tener que hacer que un hombre se enamorara de ella, era libre para centrarse en el sexo sin que ninguna emoción turbia se inmiscuyera. Oh, ¡no había nada como un poco de igualdad de oportunidades en la deshumanización para levantarle la moral a una chica!

Finalmente, el taxi bajó con estruendo una calle sucia hasta el océano iridiscente y se paró dando una sacudida fuera del hotel Grande Bay. El cabo se extendía en el mar como un brazo doblado con el hotel cobijado en el pliegue. El lujoso lugar de vacaciones estaba ubicado en una superficie de césped hecha con fieltro de mesa de billar en la que jardineros negros trabajaban cual abejas. Un portero criollo (vestido, de manera incongruente, como un príncipe indio con un turbante turquesa, pantalones antiguos de color amarillo y guantes blancos) abrió la puerta del taxi para recibirlos.

La camiseta que Shelly había comprado en Heathrow decía: «Si nadie está observando esta camiseta, ¿realmente existe?», sólo para tocar las narices a sus estirados anfitriones galos, pero no había nada existencial en la ola de calor que golpeó a Shelly conforme salió del coche con aire acondicionado. Hacía tanto calor que sin duda los árboles estaban silbando para atraer a los perros. El aire era como una esponja de cocina.

Y hablando de cosas hinchadas y absorbentes, Towtruck estaba resollando mientras salía del taxi tras ella.

—Dios. Mi garganta está más seca que un polvo sin preliminares —dijo con su habitual elocuencia—. ¡Me cago en todo! —entonó el asqueroso hombre, de repente ajeno a todo excepto a la colección de mujeres en bikini que mostraban una dedicación heroica a la obtención del bronceado perfecto color miel en la franja de tierra volcánica de color chocolate negro que se extendía ante ellos—. ¡Estamos en la Montaña de los Polvos! ¡Macizas! ¡Bienvenidos… —extendió los brazos hacia los lados —… a la ciudad del Pecado!

—¿Qué puedo decir? —dijo Gaby con una mueca—. Este tipo es un ornamento para la especie humana.

Shelly miró vacilante a su alrededor y al instante se sintió intimidada. Una pagoda que cobijaba al bar, restaurante y la pista de baile se extendía a su izquierda. Más allá se desplegaba la piscina, flanqueada por cabañas hechas con hojas de parra. A su derecha descansaban entre palmeras unas hamacas a la orilla de un mar turquesa.

Shelly inspeccionó expectante la entrada del hotel, bastante segura de que su marido estaría ahí con una bienvenida operística, acompañada de regalos envueltos a modo de disculpa por su partida prematura de Gran Bretaña. Sin embargo, fue recibida por el animador del hotel, una especie de
gentil organisateur
de calidad superior. Hace falta mucha personalidad, mucha insolencia para ser un animador de hotel, y digamos que a Dominic le sobraba cualificación.


¡¡¡¡¡Bonjour!!!!!

Su sonrisa era tan implacable como el sol tropical que caía sobre ellos. Era evidente que Dominic había escapado de un catálogo de trajes de baño: llevaba un
Speedo
de un naranja iridiscente tan ceñido que necesitaría una soldadura a gas para aflojar sus genitales. Un aro de ombligo brillaba en su abdomen bronceado. El tipo estaba tan moreno que Shelly lo bautizó mentalmente como
Rôtisserie
. Tras besarlos a todos de manera entusiasta, incluido el horrorizado macho australiano que trabajaba de cámara, Dominic se puso a preparar ponches de ron… más una botella festiva de champán para la «afortunada novia», lo cual le dio una excusa para besar las mejillas de Shelly de nuevo. Mientras flirteaba con las huéspedes más mayores, que parecían orbitar sobrecogidas alrededor de él, Shelly se desplomó sobre una silla hecha con junco de Indias. Allí, mientras esperaba con timidez la llave de su habitación, la patosa profesora de guitarra de instituto se preguntó con aflicción si sería arrestada por la Policía Elegante («Lo siento, pero no tienes el suficiente estilo como para codearte con los franceses») hasta que divisó a una estrella de rock famosa pero en decadencia pasar por la conserjería. Conocía bien a ese tipo de personas: se ponen irritables cuando las reconocen, y suicidas cuando no.

—Por lo visto, están reuniendo material para un álbum acústico —le confió Gaby, salivando ante el potencial de un metraje de «famosos rebajados en traje de baño».

Shelly se mofó para sus adentros. Todos los músicos sabían que «reunir material para un álbum acústico» era un simple eufemismo para «ahora eres un cero a la izquierda».

Estos cómicos en pantalones cortos no eran
The Glitterati
, sino
The Gutter-atí
{6}
. Parecía que el hotel Grande Bay ofreciese visados para pegarse la buena vida a toda la gentuza de la ciudad. Tras un análisis más detallado, parecía que la lista de invitados
jet-set
anunciada en el hotel disponía simplemente de la colección habitual de «sexiliados» (también conocidos como productores de Hollywood), socios en agencias de publicidad (
Ad Nauseam
), ex dictadores, estrellas del porno y de series de televisión y la clase de hombres de negocios sospechosos que alegaban enfermedad mortal para salir impunes de un delito de corrupción, para que a los pocos meses los encontraran disfrutando a horcajadas sobre plátanos hinchables en la parte poco profunda de una gran piscina, celebrando su recuperación milagrosa. Shelly exhaló una bocanada de alivio… después de todo no iba a contraer la listeria.

Impaciente por encontrar a Kit, agarró bruscamente la llave de su habitación de manos del recepcionista, se echó al hombro su pequeña mochila negra y se aventuró al exterior. Alrededor de la piscina la aguardaba más Eurobasura. Al pasar por la barra húmeda, la salpicaron la clase de mujeres que dedican el resto de sus vidas a hacer saber a sus novios que una vez durmieron con Mick Jagger. Y asándose en la arena ante ella estaban sus prototipos más jóvenes, esas
barbies
de playa que tienden a comer caviar de las nalgas de las otras en las camas de pervertidos adinerados. Todo el mundo iba en
topless
, desde las adolescentes hasta las abuelas. A Shelly se le pasó por la cabeza que más le valía darse prisa y localizar a su Dios del amor antes de que una heredera anciana con su propia pista de aterrizaje para helicópteros lo encontrara primero.

Gaby la pinchó en la espalda.

—Tú échale paciencia a Kit, ¿vale? Piensa a la francesa. Sé amable y despreocupada. ¡Los hombres lo adoran jodidamente!

Shelly estaba asintiendo con la cabeza de forma pensativa a este sabio consejo cuando vio a su musculoso Adonis con un
Speedo
negro minúsculo, tendido sobre el dorso en una tumbona. De nuevo se maravilló con sus abdominales esculpidos y sus hombros, anchos que podría colocar toda su lectura de vacanes ahí mismo, sobre él: desde Jane Austen hasta Émile Zola.

Ignorando las súplicas urgentes de Gaby de «¡Espera! Aún no está lista la cámara!», Shelly corrió cual gacela junto a él con una sonrisa tan amplia como los omóplatos de su marido.

—¡Hola! Soy nueva en la zona. ¿Podrías darme las indicaciones para llegar a tu habitación?

Kit miró a su mujer por encima de sus gafas de sol tipo agente secreto… sin reconocerla en absoluto.

—Soy yo —dijo Shelly, alicaída—. Tu esposa, ¿recuerdas?

Kit aún necesitó unos segundos para ubicarla.

—En serio, ¿dónde está nuestra habitación? —rogó Shelly, esta vez más seca, agitando delante de él la llave del dormitorio—. Estoy desesperada por darme una ducha.

—¿No te lo dijeron en recepción? He cogido habitaciones separadas —dijo en un bostezo—. Quiero decir, tampoco es que nos conozcamos mucho.

—Sí, no es como si estuviéramos casados ni nada —respondió Shelly chistosamente—. En fin, eso sí que es una proeza, señor Kinkade, eludir el compromiso estando casado.

—Oye, Shell —dijo arrastrando las palabras—, si ni siquiera me hago pajas pensando en la misma silueta dos noches seguidas para que no se enamore de mí.

Shelly nunca había conocido a un hombre que pudiera timarla de manera tan constante en una conversación.

—Hum… Yo creía que eras un romántico. Si no crees en el compromiso, entonces, hum, ¿por qué coño te casaste en la televisión ante millones de telespectadores? —preguntó, supervisándole—. No pudo ser sólo por el dinero.

Kit esbozó una pequeña sonrisa condescendiente y se encogió de hombros.

—No tenía una
fondue
reservada a mi nombre —improvisó, con una falta de franqueza patente por el paréntesis que se le formó en cada lado de su sonrisa apretada—. Además —respondió con cautela, como si estuviera ante un jurado—, he hecho todo lo demás. Salvo sexo anal. Y no tengo especial interés en hacer eso.

«¿Se podía saber qué ocultaba ese hombre? —reflexionó Shelly—. Y, lo que es más, ¿quién coño era exactamente? Este hombre con el que acababa de… (dame hora para hacerme una lobotomía, Dios bendito) casarse? Si al menos no pareciera el modelo de una portada de una revista para mujeres… Si al menos no se hubiera inclinado hacia delante para tomar posesión de su tobillo, justo donde tenía una esclava…?

Ella le apartó, sin parar de pensar lo increíble que sería hacerle entrar en su cuerpo. Pero eso no estaba escrito en las cartas carnales, no cuando había tenido la desfachatez de pedir habitaciones separadas. ¿Por qué narices había hecho eso?

La posible respuesta a esta pregunta se removía a los pies de Kit. Por primera vez, Shelly se percató de la criatura elegante con tirabuzones y bikini color sorbete de lima recogida en una toalla rosa afelpada al otro lado de la tumbona de Kit. Le estaba haciendo pucheros a Kit con labios mullidos, unos labios que invitaban a un hombre a tumbarse sobre ellos. También estaba acunando un bote de aceite bronceador sin tapón. Y la tripa y el pecho de Kit parecían recién barnizados.

La camiseta arrugada de Shelly se había quedado pegada en sus pechos con la humedad… o quizá era el calor de su vergüenza.

—Bueno —dijo secamente—. No has tardado en hacer amigos.

Intentó sonreír pero fue más un rictus de cortesía forzado.

—Oh, Shelly, ésta es Coco. Coco… Shelly. Coco es la cantante del grupo de música del hotel. Son realmente buenos —dijo Kit con entusiasmo.

—Sí, estoy segura. Los nuevos Beatles —respondió Shelly, añadiendo por lo bajini—: … sólo que con cinco Ringos.

Shelly tuvo la certeza de que Coco era la clase de mujer que se depilaba todo el vello púbico. Estamos hablando de Farah Fawcett Menor.


Salut.

La cantante lanzó a Kit una mirada concupiscente, antes de ponerse a agitar el cuerpo. La boca de Coco era una ráfaga roja y pegajosa de pintalabios. Presionó sus morritos malhumorados y brillantes contra la mejilla de Kit antes de marcharse, pavoneándose con su lustrosa melena negra y el pelaje del pubis sin duda cortado, al ensayo de la banda. Coco poseía una perfección que inclinaba a los observadores masculinos hacia lo adjetival. Alrededor de la piscina, los hombres no acostumbrados a los superlativos tenían que ladear la cabeza hacia atrás para que no se les salieran los globos oculares al ver pasar a la esbelta diosa.

A Shelly se le cayó el alma a los pies. ¿Qué coño estaba haciendo él allí con esa «hombreriega»? Por fuera Kit podría aparentar ser el tipo de chico que lleva vaqueros con cierre de botones y libros de poesía manidos en el bolsillo trasero, pero psicológicamente era pura corbata con estampado de cachemira y bata de seda. ¡Dios mío! El hombre era un auténtico Hugh Hefner. Ay, la lujuria podía trastornar seriamente el cerebro de una mujer. Ya era hora de dejar de pensar como un hombre y empezar a hacerlo como una mujer, lo que significaba coger el primer avión de vuelta a Heathrow y hacerse con la primera tarrina de helado de Häagen Dazs que se topara por el camino.

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