Pregunta directa, respuesta resolutiva:
—Sí, está comprobado. He visto un email del servicio técnico que ha identificado su dirección IP como la autora de, al menos, dos manipulaciones.
—Vale. Sólo quería confirmarlo. ¿Sabes que me llegó ayer un correo de Luci preguntando cuándo empezaba la nueva serie que sustituía a
La cama de Pandora
? Pensé que le habías dicho a ella que ya no ibas a seguir con la serie y la llamé, pero me contó que había recibido un correo de Esther pidiéndole que fuera ilustrando unos relatos suyos para ir adelantando trabajo, porque estaba claro que tú no ibas a seguir con
La cama
.
Busco por todas partes el débil remordimiento de conciencia que he sentido unos segundos antes, cuando Fernando me pidió que identificase a la autora de los sabotajes, pero sólo encuentro una silla para sentarme. Tampoco hay ni rastro de la compasión que sentí cuando me enteré de su relación frustrada y del espectáculo de la fiesta. En ese momento, en mi cabeza, sólo hay dos palabras, «menuda zorra», que me muero por decir pero no digo porque al final las cambio por otras menos descorteses…
—¿Qué dices?
Con las que consigo construir una pregunta (retórica, se entiende). Y para eso cinco años de carrera…
—Nada, olvídate. Ya está aclarado y Luci está trabajando en tus cosas hasta que decidas si seguir o no con la serie. Por cierto, ¿sabes ya lo que vas a hacer?
Con la punta de la lengua detengo a tiempo un hilillo de baba que está a punto de deslizarse hacia abajo por la comisura de mis labios (todavía abiertos por la sorpresa) y, una vez más, el gesto equívoco ruboriza a mi jefe, que se parapeta detrás de una revista que encuentra del revés sobre su mesa. Me encanta generar ese intempestivo calor en los hombres, no lo puedo evitar, así que la reacción de Fernando me devuelve de golpe un buen trozo de la seguridad que en las últimas semanas me falla más que una escopeta de feria.
Sonrío y vuelvo a sentirme Pandora. Me levanto como una pantera de la silla para marcharme, echando el pecho hacia delante y curvando cuello y espalda en un gesto felino.
—Sí, ya lo sé —respondo antes de salir de su oficina mientras le oigo decir entre carcajadas:
—Bueno, pues ya me lo dirás…
Aquelarre, tormenta de ideas,
brainstorming
… llamadlo como queráis, pero esta noche se celebra una de esas reuniones en el salón de casa de Carmen, en vista de que yo, de momento, sigo presuntamente con ella en Zaragoza y no debo dejarme ver por mi casa.
Henry, el único chico invitado esta noche, prepara mojitos como si hubiera vivido sus cuarenta y tantos años en la República Dominicana mientras nuestra anfitriona recopila dinero y vales de comida para pagar el pedido del restaurante chino. Me siento espléndida y en deuda con todos, así que me marco el detalle de invitar a la cena.
Lucas está en un bolo de su gira de
tuppersex
y Pepe acaba de recibir el relevo de Marcos frente a la casa de Javier.
Últimamente, al parecer, se aburre muchísimo. Desde que ha vuelto de Marbella y yo me hago la sueca para no verle, se pasa el día de casa al gimnasio y de compras, aunque en dos ocasiones el taxista amigo de Pepe le ha seguido hasta el domicilio de alguien en una urbanización de lujo de Pozuelo de Alarcón.
Casi me muero del susto cuando Patricia y Elena llegan a casa de Carmen con la noticia de que pertenece a una conocida empresaria recientemente divorciada. No les pregunto cómo lo han averiguado porque el pánico se apodera de mí.
—Esto hay que acabarlo cuanto antes, porque como este tipo siga a su ser, salimos todos en el telediario, en el
Crónica
o peor: en
La Otra Crónica
. Se ha vuelto loco.
—Loco no, imprudente, confiado. Le ha salido bien unas cuantas veces… ¿por qué no iba a hacerlo otra vez?
Laurita engulle rollitos tailandeses con unas ganas que da gusto verla.
Lo que sigo sin entender es qué demonios pinto yo en este ranking de mujeres adineradas.
—¡Pero si yo no tengo un duro! Si mi casa es prácticamente del banco al que le debo un dineral. Si por deber, debo hasta de callarme…
Es Patricia quien rompe el silencio para ofrecer lo que, hasta ese momento, nunca se ha atrevido a hacer; un perfil psicológico.
—¿No crees que se pudo enamorar de vos… digo, de ti? Recuerda, Pandora, fueron meses de mensajes sin compromiso, a fuego lento. Y correo va, y correo viene… Venga poemitas, canciones, sugerencias de libros, de películas… Ni siquiera quería verte. Puede que así llegases al corazón del monstruo y, cuando te vio, se quedó bloqueado. Tanto que casi se retira del juego de las mujeres ricas.
De hecho, dijiste que le pidió el divorcio a Dorothy y que ella no se lo dio por la pasta que tendría que pagarle. ¿Para qué iba a renunciar si no a la gallina de los huevos de oro? ¡Le estaba manteniendo sin pedirle nada a cambio, era un chollazo! Yo creo que se enamoró de ti. Sólo que este picaflor se cansa rápidamente de todo. Y como tú, al final, no encajas en el perfil de la empresaria con pasta, pues ya está buscando a otra.
Tiene sentido, desde luego. Eso es lo que nos queda a las mujeres de más de 35, trabajadoras, dueñas de nuestro destino, seguras de nosotras mismas y… solteras; que llega un guaperas con un poco de labia, una buena polla y un saco de mentiras y nos creemos que nos ha tocado la lotería. Un amigo mío dice continuamente «Ten cuidado con lo que deseas, no vaya a ser que se cumpla» y, mira por dónde, como bien había intuido mi hermana Casandra, mi anhelo más confuso y equivocado se ha hecho realidad.
—Como sea que tú eres la que menos tiene que perder de todas las mujeres de este barba azul, te ha tocado ser quien le ponga las cosas claras, amiga. Y tienes que pensar cómo lo vas a hacer. Te diría que le dejases sin más, sin explicaciones, pero este cabrón no se merece tener tanta suerte. Lo suyo es que hagas algo que no se le olvide nunca.
Carmen tira de mi imaginación desbocada, una vez más, para enfocarla hacia el objetivo y entonces Elena, con su acostumbrado desenfado, me da la solución:
—Eso, primero le descubrimos y luego damos una superfiesta para celebrarlo.
En lugar de una despedida de soltera, una bienvenida de soltera, así con mucho escote, minifaldas y mucho glamour.
¿A que mola?
Tan brillante me parece lo que acababa de ocurrírseme, que ni escucho las carcajadas de mis amigos, que celebran la ocurrencia.
—¡Es fantástico! Gracias por la idea, pero no vamos a celebrarlo después… Le vamos a hacer una fiesta de despedida que no olvidará mientras viva.
—Vamos a hacer un repaso. Un ensayo general.
Por más que intento poner orden en esta algarabía no hay manera de meter en cintura a la tropa.
La casa de Dorothy Donelan parece un hospital robado. El salón, que cuando entramos parecía recién salido de una revista de decoración, ahora se asemeja al
backstage
de un cabaré, con vestidos de fiesta y carísimos tops de lentejuelas dejados caer, como si tal cosa, por todos los sofás.
Elena está en su salsa revisando trapos y eligiendo complementos que todavía no acierto a saber de dónde ha sacado. Parecía mentira que todo haya cabido en su pequeño bolso de mano, ese que yo misma le he acomodado sobre nuestras cabezas, en el portamaletas del AVE junto al de Patricia, el de Carmen, el de Laurita y el mío.
Echo de menos a Martín Lobo, que no tenía más días libres, y a Marta, pero ayer logré hablar con ella y explicarle nuestros planes. El eco de sus carcajadas me animó bastante y me lo traje de recuerdo, junto a las palabras de Casandra, las bendiciones de Julia (resignada a verme desaparecer otro par de días), la complacencia muda de Henry Lowet III y los últimos consejos de Consuelo a su hija Nuria, nuestra arma secreta.
La idea de la fiesta me parece en esencia brillante, pero no termina de cuadrar en mi cabeza. A la mañana siguiente de la cena en casa de Carmen donde tramamos el golpe final de la venganza, cuando llego al periódico, Nuria se me cuelga del cuello para darme las gracias por el guión de
Annie Hall
. En cuanto puedo desembarazarme de su abrazo de oso compruebo que si hacía siglos que no la veía, esos siglos le han sentado más que bien. A sus 23 años Nuria no es para nada una niña; es un bombón de mujer con todo lo que una mujer tiene que tener. Lo primero, una inteligencia despierta; lo segundo, un carácter desenfadado, y lo tercero, don de gentes y ganas de aprender.
—Igual necesito que hagas un trabajito para mí. ¿Has terminado las clases?
—Me falta el examen de Improvisación en grupo.
Su sonrisa pícara me da a entender que está dispuesta a cualquier cosa con tal de echarme un cable.
—¿Y con quién hay que hablar para que te examinen en otra ciudad?
Julia levanta la vista, la mano y las comisuras de los labios en una amplia sonrisa.
—Si tu profesor de Improvisación es Martínez Bustamante, me debe un favor.
Nuria asiente, feliz por la coincidencia, y Julia hace su clásico gesto de todo resuelto.
Lo de Nuria es algo más grande que un bolso de mano, pero dado su papel protagonista en la historia es más que comprensible.
Además, en su equipaje también viaja un carísimo equipo de sonido y transmisión de La Tienda del Espía que Luis, mi fotógrafo de cabecera con el que ya me he reconciliado, ha consentido prestarme bajo promesa de que, de alguna manera, se lo pagaré con alguna satisfacción personal.
En realidad, en este momento me lo tiraría aunque no me prestase ni un lápiz, porque esta noche hay luna llena y yo estoy que me subo por las paredes, pero estoy decidida a que nada me distraiga del objetivo. Ni siquiera Pablo, el pobre, que me ha mandado un mensaje esta mañana con un simpático: «
Arrivederci signorina
. ¿Sigues en Venecia?». Al que al final opto por contestar: «Te juro que te llamo pronto. Dentro de unos días».
Cuando entramos en la estación María Zambrano caigo en la cuenta de que llevo más de dos semanas sin echar un polvo y ya empiezo a estar desesperada. De hecho, aunque el auxiliar que me ofrece los auriculares en el AVE es claramente homosexual, durante un segundo retengo su mano para conseguir que vea mi mirada de lujuria.
—Ése pierde mucho aceite y tú pierdes mucho el tiempo —me dice Carmen en cuanto el chico se ha sacudido mis dedos de encima—. Contente. Te queda poco, amiga.
Debo de estar muy mal, en efecto, porque en la puerta de la estación nos encontramos con un Narciso que no me parece que esté guapo, sino arrebatador. Se ha cambiado el mono de trabajo por un pantalón vaquero y una camisa de manga larga que le tapa por completo los tatuajes de los brazos. Lleva zapatos deportivos y gafas de sol y me cuesta trabajo reconocerle al volante de una
minivan
de siete plazas.
Aparca dentro del garaje de Mrs. Donelan para evitar miradas indiscretas y Dorothy nos recibe con la jovialidad de quien organiza una fiesta de pijamas.
—Pasen, señoritas. Siéntanse en su casa.
Así que, cuando horas después el salón parece una boutique desvalijada y todas nos esforzamos por seguir un complejo guión con coreografía incluida cronómetro en mano, ella no hace más que animarnos felicitándonos por la puesta en escena y aportando ideas para que todo sea aún más convincente.
Si en algún momento he tenido dudas de si era adecuado o no involucrarla en esta comedia, su propio entusiasmo me convence de que ella también se merece el desagravio. Y, entonces, se me ocurre otra idea…
Sí, ya lo sé, podía haberlas tenido todas seguidas, pero no es así, porque mi cabeza jamás ha maquinado una opereta tan compleja. Habitualmente me dejo llevar detrás de mi voluptuosidad y vivo las cosas como me llegan, pero en este momento se trata de encerrar mis instintos bajo llave, pensar con la cabeza, crear las circunstancias y no permitir que nada se descontrole. Así que las ideas, desentrenadas ellas, afloran en salida escalonada, como si se fueran de vacaciones.
—Dorothy, ¿le parece bien si invito a algunas personas más?
Y la británica, después de escuchar el nuevo cuadro de mi plan, me sonríe ampliamente y me da su permiso.
—Es tu fiesta, querida, puedes invitar a quien desees.
Después de una tarde de llamadas de teléfono, correos electrónicos y contrataciones urgentes, nos vamos a la cama con la sensación de que está todo por hacer. Nos levantamos al día siguiente con algo más de optimismo y, después de comprobar los progresos de Laurita al frente de sus ordenadores, ya nos parece pan comido.
A media tarde, cuando Dorothy ultima los detalles del catering y Nuria le explica por teléfono el plan a su grupo de improvisación de la Escuela Superior de Arte Dramático, una llamada de teléfono termina de arreglarme el día: María Luisa está a treinta minutos de Málaga. Es el tiempo justo para que Carmen se acerque a la estación a recogerla, a ella, al profesor de Nuria y a Henry, que ha conseguido sellar en tiempo récord los documentos que necesitamos y viene al rescate de su compatriota.
Ya sólo nos queda una cosa por hacer: preparar el cebo y citar a la presa. Lo segundo es tan sencillo como que Dorothy llame a Héctor para sondearle sobre cuándo piensa pasarse por casa, dándole a entender de que, si no viene estos días, mucho mejor, puesto que tiene invitados y piensa dar una fiesta. En realidad, es el más obvio de los reclamos. Lo que no sabemos es que funcionará tan bien.
De hecho, dos segundos después de despachar a su mujer, Héctor/Javier me llama a mí para preguntarme si la hospitalización del padre de Carmen en Zaragoza va para mucho.
—Creo que, por lo menos, nos tendremos que quedar hasta después del fin de semana… cielo —le digo bien enfajada en el papel de la mejor de las amigas.
—Vaya por Dios. Bueno, pues entonces me voy a darle una vuelta a Virginia, que me llamó anoche un poco tristona, pero vuelvo el domingo y te prometo que ya recojo todas mis cosas y me voy definitivamente a tu casa.
—Ah, vale. Pues hacemos eso.
Quizá parezco un poco demasiado ansiosa por cortar la comunicación y Javier se da cuenta.
—Oye, ¿te pasa algo? Estás muy rara últimamente, Pandora…
—Será que estoy cansada… Anoche casi no pude dormir.
¿He titubeado? Sí, puede que haya titubeado un poco, pero lo que desde luego no me espero es la salida que tiene mi novio.