Y… la tormenta ha estallado. Ha sido la primera vez que he visto a Mark así, enfadado de verdad. Enérgico. Reprochándome todas las cosas que nunca me había reprochado. Por un momento, al verlo tan indignado, me ha parecido más atractivo, más pasional, era un Mark nuevo, desconocido, parecía incluso un poco latino.
No sé por qué, a pesar de la dureza de Mark en su descripción de mis errores, no he llorado, creo que es la primera vez en mi vida que me ha pasado algo así, estaba bloqueada, como si en realidad no estuviera ahí, en mi salón, con mi pareja rompiéndose y mis champiñones y mis velas naranjas de tienda sueca. Entonces Mark, muy irritado aún, ha resoplado como un miura pero un segundo después ha vuelto a ser el de siempre, «el alemán tranquilo», y entonces ha sido mucho peor.
Con su acento alemán, totalmente sereno, Mark me ha dicho que ya no me ama y se ha quedado tan ancho. Que me quiere, sí, pero que no queda nada de aquello tan fuerte que hubo y que es mejor que lo dejemos, al menos por un tiempo, porque así no podemos continuar. Y yo le he dicho que si creía que las cosas iban mal podía haberlo dicho antes en vez de dejar que todo llegara a este punto, y vale, que lo dejaremos por un tiempo o mejor, para siempre, y que el chucrut siempre me ha parecido una mierda y que yo no tenía más que decir y entonces Mark ha vuelto a coger su maleta sin deshacer y… se ha ido.
Yo, de verdad, con semejante disgusto no pensaba cenar, pero es que los champiñones me han salido de concurso y están deliciosos, y, mientras lloro, mastico. Es un sentimiento agridulce la mezcla de mi tristeza con un plato tan delicioso, mis lágrimas le dan un toque salado a la nata que no le va mal. Lo saboreo muy despacio, consciente de que este champiñón es lo único alemán que van a tocar mis labios esta noche, porque me he perdido el último beso de Mark. Sí, él me ha acercado la boca y yo he girado la cabeza, lo he hecho por orgullo, por vestir de soberbia el profundo dolor que sentía.
Y aquí estoy, llorando y saboreando un plato alemán. Recordando al rubio tranquilo sentado en el aeropuerto con sus gafas alemanas y su libro alemán, mi amor alemán que ya no va a vivir nunca más conmigo.
CHAMPIÑONES CON NATA
(receta alemana)
Ingredientes —½ kg de champiñones (preferiblemente laminados) —seis dientes de ajo —½ cebolla grande —aceite de oliva —una tarrina de nata líquida —una pizca de nuez moscada —una pastilla de caldo de carne —sal —biscotes de pan tostado |
Se pican el ajo y la cebolla y se sofríen a fuego lento hasta que se doren.
Se añade el champiñón y se espolvorea la nuez moscada.
Se añade la pastilla de carne disuelta en agua, se sube un poco el fuego y dejamos cocer así durante siete minutos, aproximadamente.
Una vez cocido, se añade la tarrina de nata y se mezcla bien con el champiñón hasta que la nata coge un tono dorado.
En un plato o una bandeja se colocan los biscotes de pan y el champiñón se sirve por encima de todos ellos. El pan quedará empapado por la salsa.
¡A servir y a disfrutar!
Nota de la autora.
Esta receta es deliciosa pero puede producir gases.
Nada es perfecto, el amor tampoco.
¿Qué pasa cuando
ÉL pasa a ser ESE? ¿Cómo podemos invertir el proceso?
¿Cómo se vuelve una a enamorar? ¿Cómo conseguir verle con ojos nuevos cuando los días se acumulan, uno tras otro, uno asombrosamente parecido al anterior?
¿Cómo se puede reinventar el amor? ¿Cómo conseguir que sorprenda lo conocido?
Cuando conocemos a alguien estamos deseando avanzar, deseamos la primera llamada, la primera cita, el primer te quiero, deseamos ese momento en el que vivir juntos se convierte en una posibilidad cercana.
Y, de repente, te das cuenta de que han pasado unos años, y él llega a casa y después de cenar algo optáis de mutuo acuerdo por ver
CSI Miami
antes que deshacer la cama.
Y al día siguiente, tú te vas a la cama y él se queda viendo
Boardwalk Empire
, y el miércoles te quedas dormida en el sofá… y el jueves los niños están insoportables.
Y llega el viernes, y «¡qué ganas de pillar la cama…!», y el sábado te acuestas con la sensación de que se te olvida algo que tenías que hacer, pero no recuerdas qué… y el domingo mejor no, que mañana hay que madrugar…
No, no es fácil. Hay fisiones atómicas más sencillas que encontrar un hueco para que tú y él volváis a ser
«vosotros».
Ya le has visto en todas las situaciones posibles (algunas podrías habértelas ahorrado, pero ahí están. Vive con ello), ya no necesitarías un detector de mentiras para saber si te está diciendo la verdad, ya le has curado la fiebre, te ha confesado que los viajes se le hacen incompatibles con la visita al baño, pero tú sigues ahí, inasequible al desaliento, soñando con el cuento de hadas que todas queremos… y, de repente, un día ves
Love Actually
y te das cuenta de que a tu corazón no le importaría
latir un poco más deprisa.
Espero que no pienses que voy a darte la solución. Si yo fuese tan lista, si hubiese encontrado la panacea sentimental, me habría ahorrado pagar como lo hice el precio de la rutina y su afán destrozaparejas.
Pero he aprendido algunas cosas que funcionan,
algunos detalles que obran milagros…
Y si quieres, te los cuento. Si tienes un ratito… (bueno, supongo que quieres que te los cuente, de lo contrario te habrías comprado un libro de Dan Brown y no me estarías leyendo a mí…). Ahí van:
He aprendido que los reproches y las cosas que se echan en cara nunca traen nada bueno, y mucho menos la solución al conflicto, he aprendido que los pequeños detalles cotidianos, como las notas que dejas en su chaqueta antes de irse a trabajar, la vela que se enciende en la cena porque sí, sin necesidad de una caída de tensión en el barrio, el baño sorpresa que uno prepara, mandarle flores a la oficina con una nota recordándole cuánto le amas, la fiesta con amigos que puedes organizar para que el sábado sea algo más que un día de descanso, un
mail
recordándole cómo os conocisteis (a no ser que él estuviera casado y os presentara su mujer… en ese caso no hagas mención), cocinar su plato favorito y avisarle con un sms…
Detalles.
Detalles que obran milagros.
En esta vida estamos muy poquito tiempo, y estaría muy bien pasarlo en modo
ON.
Compra ropa interior nueva
(recuerda que las transparencias adquiridas por la tela con el tiempo no son equivalentes a ninguna versión de bragas de La Perla), no me refiero a esas bragas de algodón tan cómodas (sí, yo también las uso. Las mías, no las tuyas, se había entendido, ¿verdad?). El algodón es incompatible con la sensualidad, no le des más vueltas. Me refiero a esas con encaje que se te clavan donde no deben, pero que hacen que te sientas Ava Gardner en todo su esplendor.
Date una buena ducha
antes de irte a la cama y perfúmate. Ya sabes, hazlo en todos los sitios que tengan pulso… Y no olvides hacerlo en el empeine; puede que lo tengas de nuevo a tus pies mucho antes de lo que imaginas.
Inventa tus propios detalles.
Busca qué le gusta.
La mayoría de las veces estamos esperando a que sea el otro quien dé el primer paso, que sea el otro el que nos sorprenda, pero puedo asegurarte que te ahorrarás mucho tiempo y mucha rutina si empiezas tú. Diviértete, haz lo que te salga del corazón sin poner en la balanza lo que das y lo que recibes, porque como dijo algún sabio, «lo que das es tuyo para siempre. Lo que te quedas dentro se pierde».
Le he pedido a
Cristina Alcázar
que elabore una receta de reconciliación. Cristina es una de esas mujeres que cuando la tienes como amiga te sientes afortunada. Es una mujer divertida y chispeante, es sexy y madre a la vez, una extraña combinación…
La conocí rodando la película
Al final del camino
, dirigida por Roberto Santiago. Volví a encontrarme con ella en la serie
Física o química
y la conexión fue total. Bastaba con mirarnos a los ojos para saber lo que la otra estaba a punto de hacer.
Me he divertido mucho con ella y ha sido, de verdad, un honor verla trabajar.
Os dejo en buenas manos.
SOPA DE PESCADO
Por Cristina
Alcázar
Nací y me crié en Elche, viví mi adolescencia en Murcia, y ahora vivo en Madrid. Los siete últimos años los he pasado junto a R. Prácticamente no recuerdo un Madrid sin R.
Es el hombre de mi vida. Le gusta comer. Y a mí me encanta cocinar para los dos. Eso sí, R es de horarios fijos, y cuando se retrasa la comida se pone muy nervioso, como si se sintiera desamparado. Ah, y es alérgico al ajo.
Pues bien, como buena ilicitana, suelo viajar mínimo una vez al mes a mi tierra para ver a mi familia. Normalmente suelo alargar el tiempo de mi estancia en Elche, pero este fin de semana fue distinto, tenía muchas ganas de estar con R, así que le dije: «Cogeré el tren de las doce el domingo para estar en casa a la hora de comer. Si quieres, me puedes esperar, subo algo que tenga mi madre y comemos juntos, ¿te parece?». «Me encanta la idea, yo te espero para comer».
Pasó todo el fin de semana y llegó el domingo, cogí mi tren, cargada de comida: dos tuppers de lentejas (R no puede comer lentejas de mi madre porque llevan ajo), cuatro sepias, gambas peladas congeladas, el caldo de la morralla (caldo procedente de hervir pescados de roca), tomates que saben a tomate y huevos de gallinas felices que viven sueltas por tierras alicantinas… Estaba muy claro lo que iba a hacer de comer: una sopa de pescado, algo que a R le encanta, y a mí también.
El tren llegaba tarde a Madrid. Yo estaba preocupada, porque quería que fuera un día especial. Si el tren hubiera llegado a su hora, la comida estaría en la mesa antes de las cuatro, pero eran las tres y media y yo seguía sentada en el coche 2, asiento 1A del tren Alicante-Madrid.
R me llamó: «¿Dónde estás? ¿Estás cerca?». «Estoy a punto de llegar, pero si no puedes aguantar empieza a hacer algo y ya comeremos la sopa otro día.» «Espero y comemos juntos la sopa. Me apetece mucho.»
Media hora después yo estaba en casa y me puse como loca a hacer la comida: puse a calentar el caldo del pescado de roca, mientras sofreía las gambas y una sepia bien troceada.
Cuando tuve las gambas y la sepia en su punto, las eché al caldo que ya empezaba a estar caliente, y cuando se puso a hervir eché los fideos: dos puñados, tres minutos.
Mientras se hacía la comida, R puso la mesa y yo hice una ensalada.
La mesa estaba lista, a falta del plato principal. R empezaba a estar intranquilo, pero no decía nada. A las cuatro y media ya estaba todo en la mesa.
R se metió la primera cucharada en la boca y me dijo:
«Sabe raro.» «¿Qué dices? ¡No sabe raro! ¡Es la sopa de siempre!» «Lo siento, pero no voy a comerme la sopa… no me gusta.»
Solo era una sopa. Nada más. Pero me sentí como si estuviera rechazándome a mí. Había corrido tanto, tenía tantas ganas de que comiéramos juntos… Y ahora esto.
R sacó el jamón, y eso fue lo que comió junto con un poco de ensalada.
Intenté comerme la sopa, pero la verdad es que sabía demasiado a mar. Por las prisas, y por la intención de darle un toque especial, no había echado los ingredientes que dulcifican el sabor. Y además había añadido un chorrito de limón.
Un ligero cambio. Un toque diferente.
Normalmente, cuando hago la sopa de pescado, primero hago un sofrito de cebolla, añado una sepia bien troceada, chirlas y gambas, una pieza de congrio o rape, dependiendo un poco del precio del rape, tomate triturado (que le dará el color a la sopa) y unas hojas de laurel. Espero a que el sofrito esté hecho para poner el agua o el caldo, que ha salido de hervir el pescado de roca. Y cuando ya está todo funcionando en la olla, le pongo unas ramitas de apio y dos zanahorias. Lo dejo hervir una hora y media a fuego lento, y ya tengo mi sopa.
Lo cierto es que el sabor de la sopa ese día era distinto. A mí tampoco me convencía. También dejé de comer y me preparé un vaso de leche. Pero la cosa continúa.
Cuando se acercaba la hora de la cena, yo seguía con la idea de hacer algo diferente, gastronómicamente hablando. Quería que fuera un día especial, necesitaba decirle a través de la comida que estoy muy feliz a su lado. Iba a sorprenderle, iba a hacer algo que nunca había hecho antes. Algo sencillo, pero distinto. El plato estrella de ese día especial sería SEPIA AL HORNO.
Me puse en marcha.
Limpié bien las sepias, las salé, las puse en la bandeja para el horno. Pelé unas patatas y las troceé. Cualquier persona no alérgica al ajo picaría los dientes de ajo y los echaría por encima, yo me salté esa parte. Rocié con aceite y zumo de limón y le añadí perejil bien picado, un poquito de orégano, y un vasito de vino blanco. Cogí la bandeja y la metí al horno a 180 grados para que se hiciera en 35 minutos.
Cuando R llegó a la cocina y vio la bandeja en el horno, me dijo con mucha delicadeza que no le apetecía mucho la sepia al horno, que después de la sopa de pescado prefería cenar sobre seguro. Yo creo que en el fondo le daba miedo que nos ocurriera lo mismo que nos pasó en la comida.
«Pero, cariño, si la sepia te gusta. Ya verás como al horno te gusta más.» «Preferiría algo más sencillo, dejemos la sepia para otro día, por favor.» Y yo en lo mío: «Confía, que vas a cenar muy bien…». «Pero ¿por qué te empeñas en hacer algo diferente? Si no hace falta, además que a mí me gusta lo que me gusta.»
Y esta fue la frase mágica: «A mí me gusta lo que me gusta».
¿Por qué estaba tan obsesionada con hacer algo diferente? R no me había pedido en ningún momento que le sorprendiera ese día con la comida, a R le gustan mis recetas, le gusta como cocino.
De repente pensé que hacer algo especial era precisamente estar los dos juntos y compartir un plato que nos gustara, fuera o no distinto.
Opté por hacer uno de los platos más sencillos del mundo, y al mismo tiempo uno de sus platos preferidos: spaghetti al burro. Con un toque de aceite de oliva y de orégano. Y en eso quedó la cena.
Mi conclusión no sé cuál es. Desde luego, intentar hacer algo diferente está muy bien para romper la rutina, pero en ocasiones la mejor manera de romperla, de sentir que avanzas, es precisamente estar al lado de la persona que quieres día a día, compartiendo la vida, simplemente.
Y compartiendo los platos que nos gustan, claro.
Por cierto, la sepia al horno me salió buenísima, pero los spaghetti me supieron a gloria.