El tiempo
no siempre juega a nuestro favor.
La naturaleza no siempre es sabia.
Si la naturaleza fuese sabia, las acelgas sabrían a Big Mac y no tendríamos que someternos a la operación bikini jamás; las mujeres no tendríamos la regla todos los meses, sino cada seis, y gozaríamos de tres días al mes en los que pudiéramos decidir si queremos ser madres o no. Si la naturaleza fuese sabia, las hormonas no mandarían más que la razón.
Si el tiempo jugase a nuestro favor, el pecho se mantendría en su sitio a partir de los treinta y la ley de la gravedad estaría reservada para otras cosas más entretenidas.
Las relaciones de pareja irían de menos a más: sentiríamos un leve cosquilleo al conocernos y según fuesen pasando los meses, los años, iríamos sintiendo fuegos artificiales y cómo nuestros pies ni siquiera rozan el suelo el día de nuestro veinte aniversario.
Pero como
la naturaleza tiene un humor muy negro
(el tiempo ya ni te cuento), un buen día descubres que aquello que te hacía toda la gracia del mundo de tu chico, hoy consigue sacar lo peor de ti.
Y de esta manera te ves respondiendo un poco sincero «nada» a la pregunta inocente de: «Cariño, ¿te pasa algo?»… O, de repente, y con toda la intención del mundo, preguntas: «Cariño (es importante empezar las frases con un «cariño»…), ¿te has acordado de…?», y si la respuesta es: «Ay, joder… no… es que… resulta que…», ya está liada.
Ponerse todos a cubierto.
La mayor parte de las veces discutimos por algo que nada tiene que ver con lo que nos ha hecho daño, pero que no confesaríamos ni bajo tortura.
Me explico:
él llega de trabajar y tú te has dado una ducha, te has perfumado y llevas puesto un camisón ideal que tiene la medida de un cinturón ancho, y le recibes sonriendo pero poniendo cara de «yo-siempre-voy-así-de-ideal-por-casa».
Él te da un beso, una palmadita en el culo y va directo a la cocina. Se abre una cerveza, se sienta en el sofá y con todo su amor te pregunta: «¿Qué tal tu día?»…
Y tú sigues sonriendo y contestas poniendo cara de
«todo genial».
Él se incorpora un poco hasta alcanzar el mando de la tele y la enciende.
Tú pones tus pies sobre él a ver si así se da cuenta de que inventaron la seda copiando tu piel.
Él dice: «Joder, Mourinho siempre tiene la misma cara en las ruedas de prensa».
Tú te sientes ignorada, poco sexy, piensas que ya no le gustas, te planteas que qué coño está pasando en vuestra relación.
Él, ajeno a todo, te pregunta: «¿Qué te apetece cenar?».
Y tú contestas: «Pues mira, no sé qué me apetece cenar, y de vez en cuando podrías tener la delicadeza de preparar tú la cena sin que yo tenga que sugerirte nada» (todo esto dicho en salto de cama cobra un tono diferente…).
Bajas los pies de su regazo, te levantas como Escarlata O’Hara y te vas a la habitación.
Él entra en la habitación y te dice: «Pero ¿qué te pasa? ¿Qué he hecho?». Por supuesto tú contestas que «nada», mientras no le miras y finges hacer algo, a lo que él te contesta con un «joder, cariño, no hay quien te entienda…».
Fin de fiesta.
Noche arruinada.
Bronca servida.
Y es que hemos de reconocer que nuestros planes mentales sobre cómo va a suceder algo no siempre se corresponden a la realidad, y eso nos duele. Y la telepatía no siempre funciona como esperamos…
Si la naturaleza fuese sabia, los hombres llevarían instalados unos microchips que les permitirían intuir lo que nosotras
necesitamos-deseamos-queremos-anhelamos
y soñamos en cada momento.
Pero Dios hizo el mundo en seis días, y es normal que se le olvidaran detalles como el microchip (y el sabor de las acelgas). Todo no podía ser.
Con las primeras broncas se mide al otro, medimos su paciencia y su aguante. Medimos su genio, lo ponemos a prueba… Y a veces hasta con placer.
Yo, a veces, me levanto sabiendo que voy a discutir. Porque tengo ganas,
porque me apetece.
Y no me mires con cara de loca, que tú también lo has hecho.
Las broncas de pareja son casi inevitables y carecen de importancia. Lo que de verdad importa es cuánto duran y cómo acaban.
Yo espero seguir aprendiendo de esto que llamamos vida y acabar por no discutir. Ya no me compensa. Me he perdido más de una noche que podría haber sido bonita o como mínimo normal, discutiendo de manera absurda por idioteces de todo tipo.
Abogo por
más humor y menos humos,
aunque no siempre lo consigo. Es más, casi nunca lo consigo… Porque cuando me he duchado, me he perfumado y llevo puesto un camisón pequeño y bonito, Mourinho, Guardiola y la Copa del Rey me la traen al pairo.
Le pedí a
Raquel Martos
que nos acompañara en este capítulo. Raquel es una de esas mujeres que quieres tener como amiga diez minutos después de conocerla. Se ríe a carcajadas y te mira a los ojos sin perder detalle cuando le cuentas algo, dos cosas que me encantan…
Es divertida y puedes intuir su bondad en diez minutos, siete si estás atento…
CHAMPIÑONES CON NATA
La última cena
Por Raquel Martos
Conocí a Mark en un aeropuerto. Mi vuelo a Berlín llevaba dos horas de retraso y yo estaba atacada. En Alemania me esperaban mis amigas del alma para un fin de semana de «chicas» que llevábamos un año preparando y allí estaba yo, a dos mil kilómetros de mi happy weekend, con las mechas recién dadas y una mala leche que ni Gadafi.
Me fijé en un tío rubio, bastante atractivo, y deduje que era alemán por su cara de alemán, sus gafas de alemán y su libro escrito en alemán. Era curioso, al contrario que el resto de los viajeros frustrados, él estaba sentado, leyendo, tan tranquilo, totalmente ajeno al nerviosismo general.
En cambio yo no paraba de caminar arriba y abajo de la sala, mirando el panel de información cada dos segundos con la estúpida esperanza de que un ángel hubiera cambiado delay por boarding, pero no. El ángel debía de estar en el casino de Torrelodones ayudando a algún ludópata, porque de mí estaba pasando como de la mierda.
La situación se hacía cada vez más insoportable, mis amigas no dejaban de llamarme desde Alemania, tan nerviosas como yo, haciéndome miles de preguntas absurdas, y yo estaba poniéndome enferma por momentos, entregada a mis paseos frenéticos. Y a dos metros de mí, «el alemán tranquilo» feliz en su mundo
zen.
Cada vez que pasaba por su lado taconeando como Farruquito, rezongando e insultando entre dientes a familias imaginarias de controladores que no tenía el gusto de conocer, él levantaba los ojos del libro y me miraba con media sonrisa, totalmente relajado y divertido con mi desazón. Parecía no importarle lo más mínimo que el vuelo no saliera nunca.
Y eso fue lo que pasó, el vuelo no salió porque los controladores habían preparado para ese día una huelga sorpresa que puso a España en «estado de alarma» y no sé aún cómo Mark y yo acabamos en la habitación de un hotel de Barajas. Y lo que allí sucedió fue sencillamente… perfecto, ya quisieran Zapatero y Angela Merkel acercarse mínimamente al entendimiento que conseguimos nosotros en nuestro primer intercambio de fluidos hispano-germanos.
Pensé que el modo en el que se habían desarrollado las cosas era una señal. Nunca había tenido un encuentro tan fortuito con un tío y tampoco me había encontrado con alguien que me susurrara al oído mientras acariciaba con un dedo mi pecho desnudo cosas como (LÉASE CON ACENTO ALEMÁN): «Qué sexy estabas tan “histerisca” en el aeropuerto, me encantas». Era tan improbable que dos personas se pudieran encontrar de esa manera, que nada ni nadie podía romper ese amor.
Ese día Mark y yo iniciamos una historia que ha continuado hasta hoy. Llevamos cinco años juntos, felices… bueno, felices… todo lo felices que pueden ser dos personas que deciden vivir bajo el mismo techo. En realidad chocamos bastante, pero porque somos muy diferentes. Yo sé que nos queremos, pero claro, superado el fogonazo del primer encuentro todo es más estable, menos sorprendente y algunas cosas han cambiado: a él le irrita cada vez más que yo me ponga «histerisca» y a mí me desespera que él permanezca impasible ante cualquier situación por catastrófica que sea, como aquel día cuando él leía sobre «La teoría de cuerdas» mientras toda España estaba pendiente de los controladores y la madre que los parió.
La verdad es que últimamente estamos atravesando una etapa un poco difícil. Es como si no nos entendiéramos del todo, y eso que Mark ha mejorado levemente su castellano y yo he conseguido un nivel bastante aceptable de alemán. En fin, nada grave, lo normal, lo que les pasa a todas las parejas, supongo, pero querernos nos queremos… Sí.
Hoy Mark viene de Berlín, ha estado dos semanas con su familia. El viaje fue una decisión de mutuo acuerdo porque él tenía ganas de ver a los suyos y a los dos nos venía bien estar unos días separados. Nunca pensé que sería tan difícil vivir sin él, ha sido muy duro, le he echado tanto de menos que he dormido pegada a su almohada cada noche.
Hoy vuelve y yo quiero que todo salga bien, quiero que recuperemos aquel momento mágico en el que nos conocimos. Volver a sentir lo que sentí en ese hotel de Barajas… Y, bueno, he preparado una cena especial: una receta alemana de champiñones con nata que Mark adora. Vale, es un plato consistente, un poco fuerte para cenar, pero a él le va a encantar y esto es un homenaje a mi amor teutón. Después me tomo un Almax y a correr.
He comprado los champiñones más bonitos del mercado, los he lavado, los he preparado, están perfectos y Mark va a flipar porque no sabe que yo he aprendido a hacerlos. También me he comprado un conjunto de lencería que es un escándalo y he puesto por el salón velas naranjas que compré en una tienda sueca. Voy a colgarme de su cuello y a decirle al oído «Ich liebe Dich». Oigo la llave en la cerradura, ¡es Mark, mi amor!
No sé cómo ha podido pasar. Todo ha empezado como yo esperaba, Mark ha entrado, ha dejado la maleta en el suelo, me ha besado y me ha levantado en vilo, como siempre, abrazándome fuerte, a la alemana, como yo lo llamo. Tan, tan fuerte, que me ha roto el liguero, el liguero que me ha costado cincuenta euros. Y encima, al romperse el liguero, se me ha caído la media, porque la silicona del encaje no era tan resistente como me dijo la dependienta de la tienda, y supongo que me he sentido tan ridícula y tan poco atractiva que he reaccionado fatal.
—¿Qué coño haces? ¡Me has roto el liguero! Y Mark sonriente, como siempre. —No pasa nada, Babe… yo compro otro «por ti». —No me llames Babe, no soy un cerdo que habla, odio que me llames Babe, te lo he dicho mil veces, ¿lo haces aposta? —¡Cariño! —Ni cariño ni narices. Lo de llamarme Babe lo haces adrede. —No hago «aderde». ¿Por qué dices «aderde»? —¡Adrede, se dice «adrede»! Y lo de abrazarme tan fuerte también lo has hecho adrede, y me has roto el liguero, y me siento gilipollas con una media en el suelo… —Oye, ¿«puede» saber qué te pasa? —Me pasa… ¡Me pasa todo! Que no soporto la forma que tienes de reaccionar ante las cosas, y ¡no sonrías!, no tiene ni puta gracia. —Oye, por favor, ¡«frenas»! —¡Se dice «frena»! y no freno, porque me he pasado la mañana entera buscando este conjunto de lencería que acabas de joder por no ser un poco más delicado. Y llevo toda la tarde preparando los putos champiñones para hacerlos como los hacen en tu país, porque quería agradarte y que esta fuera una noche especial. ¡Y entonces, cuando se estropea todo en el minuto uno, tú no entiendes cómo me siento! Y ya no quiero cenar, ni quiero champiñones, ni cerveza, ni mierdas, solo quiero llorar. —Me perdonas pero estás «histerisca». —Se dice «his-té-ri-ca», ¡que llevas cinco años en España, deberías saberlo ya! Y no, no estoy histérica, estoy triste, cansada, decepcionada… ¡amargada! ¿Sabes por qué? Porque ya nada es como antes, porque somos una pareja aburrida, ya no me pasas el dedo por el pecho desnudo porque ya no dormimos desnudos y lloro muchas noches pero tú no te enteras porque estás leyendo tu puto libro alemán, tan relajado como el día del aeropuerto, porque te daría igual que se te cayera encima el muro de Berlín, tú seguirías leyendo. ¡¿Qué pasa? ¿En Alemania no tenéis sangre?! |