Read Serpientes en el paraíso Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
—Eso está por demostrar.
Me miró con gesto intrigado. Malena sentía curiosidad, quizá ella contribuía a los rumores también. Le sonreí sin ganas de explicar nada.
—¿Quiere uno de mis célebres cafés?
—Es muy tarde ya. Tengo que volver a comisaría para una reunión.
—Pase al menos un momento para ver a Anita. Azucena la está bañando.
—¿Y los chicos?
—Hacen los deberes en su habitación. Querían esperar a su padre despiertos, pero Jordi llega muy tarde. Trabaja muchísimo. No sé cómo lo resiste, la verdad.
—¿La muerte de Espinet le ha supuesto más trabajo?
—Me temo que sí, aunque siempre ha trabajado hasta el límite.
—¿Qué pasará ahora con la sociedad en el bufete?
—Inés lo venderá a alguien, consensuándolo con Jordi. Tendrá un nuevo socio.
—¿No lo comprarán ustedes?
—Por desgracia no tenemos tanto dinero, pero Jordi dice que encontrarán a un buen socio, no se inquieta demasiado. Vamos, Petra, pase un momento, sólo un momento.
Pensé que quizá ver a Anita en el baño atenuaría mi depresión. Accedí, no era correcto negarme después de tantas molestias como le había causado.
Entramos en un gran lavabo decorado con motivos infantiles. Azucena se inclinaba sobre la bañera. Allí, emergiendo de entre la espuma, estaba la niña. Con el pelo mojado y la piel reluciente estaba aún más hermosa. Jugaba con el agua, canturreaba, hundía pequeños juguetes de plástico que flotaban sobre la superficie. Si no se me pasaba la depresión observando aquella imagen de felicidad, bien podía acudir a un psiquiatra.
Malena mandó a la niñera a la cocina y se hizo cargo de la salida del baño. Pensé que si aquella niña hubiera sido mía, yo misma la habría bañado todos los días sin ayuda de nadie. Como si su madre me hubiera leído el pensamiento, me ofreció:
—¿Por qué no la sostiene usted? Siéntese en ese taburete y yo iré secándola.
Lo hice, y me sentí feliz con mi lustroso paquete, que emitía un agradable calorcillo perfumado. Mientras, Malena hacía su tarea con movimientos experimentados.
—Petra, ¿se lo diría usted a Inés?
—Decirle, ¿qué?
—Bueno, alguien tendrá que decirle que Lali, su propia chica, ha sido la asesina de su marido.
—Malena, no he dado el caso por resuelto en absoluto. Un asesinato del que se conoce el culpable pero no el móvil no está aclarado aún. Esa pareja puede haber sido sólo autora material como usted misma apuntó. Quizá sigamos buscando al asesino en la urbanización. ¿Para qué va a darle un disgusto a Inés si después puede llegar a llevarse otro aún mayor? Es prematuro.
—Pero si se entera por un conducto inadecuado le afectará.
—¿Cómo se ha enterado usted?
—El guardia de día se lo contó a las criadas y después, claro, ya lo supo todo el mundo. El presidente de la comunidad ha rescindido el contrato con la empresa de seguridad. Han contratado a otros. ¡Ha sido un escándalo tremendo!
—Está bien, haga lo que considere oportuno. De todas formas, no creo que la noticia tarde mucho en aparecer en los periódicos por más cautela que exija el juez.
Anita ya estaba vestida con un pijama de minúsculos lunares. La besé en la mejilla y la deposité en brazos de su madre.
—¿Quiere ahora ese café?
—No, lo siento, tengo que marcharme.
—A lo mejor preferiría quedarse a cenar.
—Gracias, pero no puedo. Debo velar por la seguridad de la visita papal.
—Eso está muy bien.
Las luces que brillaban en sus ojos eran de ironía. Nos despedimos con la simpatía habitual y salí pitando para la reunión del papa. Temía que, si llegaba tarde, Coronas me castigara de cara a la pared.
Entré cuando la sesión ya estaba empezada. En seguida comprobé que faltaban el cardenal Di Marteri y Garzón. Buena señal, pensé, sus conversaciones tripartitas estaban durando, y nada de lo que dura es banal.
Aguanté durante hora y media una kilométrica disquisición sobre turnos, efectivos y demás precisiones que no escuché. Salí de las primeras.
Una vez en casa tomé una ducha y me puse cómoda. Ojalá hubiera tenido la calma de Anita al salir del baño. Ojalá embutida en un pijama de lunares pudiera alcanzar la paz de su espíritu. Pero no, estaba deprimida y de mal humor. Encima, cuando iba a servirme una copa llamó Garzón. Noté su euforia en cuanto empezó a hablar.
—Inspectora, es usted absolutamente genial. Es usted inteligente, imaginativa, con recursos que nadie espera, original, práctica; en fin, mi más sincera felicitación.
Esperaba en silencio a que finalizara aquella retahíla lisonjera.
—Petra, ¿está usted ahí?
—Sí, Fermín, aquí estoy.
—¿No me pregunta por qué le digo todos estos piropos?
—Creí que por fin había decidido contarme lo que piensa realmente de mí.
Rió con franqueza casi chabacana.
—Si prefiere creer eso no se lo negaré, pero debe saber que la felicitaba porque se ha resuelto el caso de los gitanos. ¡Los casos, mejor dicho!
—¿De verdad? —dije sintiendo sueño y cansancio.
—¡Como lo oye! Los responsables de ambas muertes, dos varones de mediana edad, han confesado sus crímenes y se han entregado. No habrá más agresiones. La sabia mediación del cardenal Di Marteri ha dado resultado. Yo esperaba fuera mientras negociaban, pero al salir todo estaba arreglado. El comisario Coronas me ha dado la enhorabuena.
—En ese caso debería llamar a Di Marteri para felicitarlo a él.
—No, la idea fue suya y así se lo hice saber al comisario.
—No me recuerde esa idea, por favor. Me siento fatal. A saber qué les habrá ofrecido Di Marteri a cambio de que se entreguen. ¡La salvación eterna, el paraíso perpetuo, la indulgencia plenaria, cualquier timo místico por el estilo!
—De verdad que me cuesta entenderla, inspectora. Convierte usted una alegría en una tragedia a base de razonamientos.
—Ahora sí que me halaga, Garzón.
—¿Por qué?
—Porque en eso consiste la cultura y la base de la civilización, amigo mío.
—Vaya a tomarse una copa, jefa, la necesita.
—La tomaré a su salud.
Pero no la tomé. Ni siquiera el alcohol habría conseguido elevarme los ánimos, de modo que me fui a la cama. Prefería la oscuridad de la mente a cualquier intento vano de sentirme feliz.
Los días posteriores a la fuga de los dos presuntos culpables fueron de una paralización exasperante. Ni una sola de las comisarías de Barcelona se puso en contacto con nosotros para dar noticias de la extraña pareja. Coronas autorizó que extendiéramos la orden a toda España, pero yo tenía muchas y justificadas dudas de que esa medida diera algún resultado.
Si los amantes habían abandonado el país, posibilidad que no se revelaba como descabellada, el caso Espinet entraría en un callejón sin salida. Sólo pensarlo me espantaba, me soliviantaba, hacía que una inmensa rabia se apoderara de mí. No podía consentirlo. Alguna vez me había jurado a mí misma que nunca me sucedería algo así. Llegué a creer que me libraría de esa soberana frustración del policía. Y sin embargo, ahí estaba, a punto de convertirse en realidad. De hecho, sólo que el comisario se encontrara tan embebido en los pormenores de la visita papal, ya inminente, nos había librado de ser diferidos hacia otros casos, quedando el de Espinet en lugar secundario.
Como siempre que no se consigue resolver un crimen en un tiempo razonable, tenía la sensación de haber pasado veinte veces por delante de la solución sin percatarme. Pero no podíamos darnos por vencidos. Hasta que el papa apareciera por Barcelona, Coronas nos dejaría tranquilos.
Las reuniones para la seguridad papal se encontraban también en un período de recapitulación. Reincidíamos en la organización general como si fuera el paso a paso de un atraco. Desde que Di Marteri había resuelto la mediación en el caso de los gitanos, cuando me cruzaba con él creía ver en sus labios una sonrisa entre irónica y suficiente. Algo así como «uno a cero, muñeca», una actitud muy poco eclesial, si bien podían tratarse de simples figuraciones mías. Aun así, le di las gracias y lo hice de corazón. Desbloquear un caso de dos asesinatos concatenados que amenazaban con ir a más no era moco de pavo. Nunca supe qué les dijo o les prometió, pero el resultado de su intervención se resumía en dos hombres autoinculpándose de sendas muertes. Vi por última vez a Dolores Carmona acompañada de dos de sus hermanos. Lloraba, pero incluso entre lágrimas me dedicó una sonrisa. A pesar de nuestros mundos enfrentados, ambas reconocíamos en la otra a una mujer batalladora, y eso siempre genera una corriente de solidaridad.
Por muy batalladora que yo fuera, había tenido serias tentaciones de darme por vencida en el caso Espinet. Era una opción cómoda. Se daba a los culpables por huidos de la justicia y se cerraba el caso en falso. No se trata de una práctica desconocida en la policía. La cuestión residía en saber cuánto tiempo permanecerían en mi mente las preguntas, torturándome con su inoportunidad. De momento su presencia era incesante: ¿qué habían sacado en claro los asesinos con su acción criminal? ¿Era el chantaje lo que los unía a Espinet?
En aquellas circunstancias, la proximidad de un fin de semana me espantaba. Dos largos días cruzada de brazos era más de lo que podía tolerar. Pero sin planes, ni sospechas ni puntos tangibles sobre los que investigar, ¿de qué me habría servido organizar unas jornadas de trabajo extra en mi casa? Tampoco Garzón estaba demasiado por la labor. Cuando le insinué que podíamos reunirnos en una sesión extraoficial, me contestó que tenía otras cosas que hacer. Sería preferible dejarlo descansar. Aunque poco hubiéramos aclarado por el momento, era verdad que habíamos trabajado como bestias en el caso.
Dediqué la mañana del sábado a ir de compras. A las demás mujeres es un sistema que les funciona bien cuando intentan combatir el estrés. Tomé un taxi que me llevó hasta L'Illa Diagonal, el llamado rascacielos horizontal de Barcelona, una zona lujosa pero asequible, llena de todo lo que la frivolidad puede desear. El mundo fácil, adquirible con dinero, se extendió frente a mí: tiendas de ropa, cafeterías, joyerías, artículos deportivos y zona de mercado, con frutas exóticas y quesos de importación.
Me compré unos zapatos, sofisticados y caros, con la seguridad de que no llegaría a usarlos más que un par de veces, pero ya que se trataba de combatir el estrés... Luego pasé frente a una
boutique
de ropa infantil y miré el escaparate: minúsculos jerséis, cazadoras con dibujos, pantalones de colores vivos... De entre todas las prendas destacaba un vestido de cuadros con el cuello blanco y un gran bolsillo frontal. Lo contemplé largamente y me descubrí a mí misma pensando que Anita Puig estaría preciosa con él. ¿Por qué no entrar y comprárselo? Sentía auténticos deseos de hacerlo, de modo que sin volver a pensarlo realicé aquella pequeña transacción comercial que, cosa extraña, me llenó de placer.
Las dudas surgieron más tarde, cuando regresé a casa. ¿Cómo se me había ocurrido llevar a cabo una acción tan impetuosa? ¿Con qué excusa le daría el vestidito a Malena Puig? No teníamos una relación de amistad que justificara el regalo. La joven madre me vería como a una de esas mujeres sin hijos que se pirran por los niños de los demás. Luego pensé que quizá se trataba de un detalle muy normal. Malena había sido extraordinariamente colaboradora y amable con nosotros en el curso de las pesquisas. Habíamos abusado de su cortesía y sus tazas de café. Le daría el vestido en nombre del Cuerpo de Policía. Sería una magnífica ocasión para demostrar que la bofia de Barcelona tiene maneras y educación.
Me tumbé en el sofá a leer. En condiciones normales habría sido un rato delicioso, pero como suele suceder cuando la mente no está en calma, las líneas del libro bailaban a un ritmo infernal y los ojos oblicuos de Lali se me aparecían entre letra y letra. Intenté recordar cómo eran los rasgos faciales de Olivera. No lo tenía catalogado como un galán. ¿De verdad estaban Lali y él enamorados? No me cabía la menor duda de eso. La soledad crea el caldo de cultivo necesario para que surja el amor. Imaginé a Olivera acechando a Lali en algún rincón del jardín, a ésta mirándolo desde lejos con un niño Espinet en cada mano. Sí, podía ser un gran amor condenado al fracaso en sus circunstancias económicas y de trabajo. La filipina no habría encontrado otro tipo de empleo con facilidad, y con el sueldo de Olivera no tenían para vivir. Necesitaban dinero si querían estar juntos. Pero llegar a algo tan extremo como la muerte...
El teléfono me sobresaltó y el libro se me cayó de las manos. Contesté imbuida de una inquietud teñida de esperanza. Era Concepción Enárquez. En seguida temí algún nuevo desmán amoroso del subinspector, pero sólo llamaba para saber de mí.
—¿Todo va bien? —pregunté aún con desconfianza.
—Muy bien, Petra, todo va muy bien. Lo que ocurre es que estaba sola en casa y se me ocurrió que podríamos salir a tomar un café.
Mi desconfianza creció, pero ¿qué podía hacer? De cualquier modo, quizá salir con ella atemperara mis obsesiones. Le dije que sí y quedamos para merendar.
Encontré a la viuda más delgada. Vestida con un sobrio traje de chaqueta azul marino me recordó a una dama de película antigua, segura de sí misma y de su dignidad. Pedimos un surtido de pastas que ataqué sin remilgos. Después de sorber un par de veces su taza de té, comentó como casualmente:
—Todo funciona muy bien entre mi hermana y su compañero, en plan de amistad, quiero decir. Salen los fines de semana, van al cine, a cenar...
Guardaba algún «pero» en la manga, algún inconveniente que yo debería resolver. Me puse en guardia.
—Garzón no me cuenta mucho, la verdad.
—Lo sé, tampoco a mí Emilia me cuenta nada. Entra, sale, se ven los sábados, los domingos... Al principio yo los acompañaba, pero he ido dejando de hacerlo. Hay que comprender la naturaleza de su amistad.
Allí estaba el reproche, la parte del plan con la que no se había contado. Concepción Enárquez se había quedado sola. Esperaba que se diera cuenta de que yo no iba a hacer nada al respecto, que no me correspondía, que no jugaba ya en aquel partido.
—Los hombres son extraños, ¿verdad? —dijo de pronto.
—¿Usted cree?
—Defienden su libertad de manera exagerada.
—Todos defendemos nuestra libertad.
—Pero ellos tienen mucho interés en que quede patente, en subrayar ante todo el mundo que son libres, aunque luego se comporten con bastante dependencia. ¿Volverá usted a casarse alguna vez, Petra?