Read Serpientes en el paraíso Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
Le hice una última pregunta que no conducía a ninguna parte:
—¿No sintió curiosidad?
—No soy un hombre curioso.
—Le felicito. Podría usted dedicarse a espía o algo así, el factor humano nunca le molestaría.
Sonrió, siempre con su aspecto de niño gordito y formal. Me despedí, sonriendo también.
¡Y bien, si seguíamos así, debería contratar a Malena Puig! Estaba claro que ella tenía llaves que abrían espacios a los que yo no podía acceder. La revelación de Jordi Puig resultaba interesante de verdad. Si era cierto que el
affaire
de Espinet con la recepcionista del club de golf había acabado hacía más de un año, la confidencia del abogado a su amigo se refería a otra mujer. ¡Joder con Espinet! Siempre me ocurría algo parecido, cuando encontraba atractivo a un hombre y creía haber descubierto yo su capacidad de seducción, resultaba que era también irresistible para el resto de las mujeres. Ya no existen las tierras vírgenes, pensé, Espinet era un hombre arrebatador incluso muerto, vivo debía de serlo mucho más. Ni yo ni mucho menos Garzón habíamos contado con su tendencia a la infidelidad, que tenía bien oculta bajo la capa de perfecciones. ¿Se podía sacar de aquello alguna desalentadora conclusión vital? ¿Algo así como: quien tiene la opción de pecar la aprovecha sin remisión? ¿Sólo los feos son virtuosos? Más me valía aplicar cualquier tipo de conclusiones a la investigación. Espinet tenía una amante conflictiva tres meses antes de morir, lo cual no descartaba que siguiera teniéndola en el momento de su asesinato. Iba a ser imposible averiguar su nombre por medio de interrogatorios si ni siquiera a sus amigos más cercanos les había revelado su identidad.
¿Por qué no le había hecho a Jordi Puig una confidencia más completa? ¿Porque no la conocía en absoluto, tal y como había deducido él, o por el contrario porque la conocía? En caso de no conocerla, ¿por qué no le había dado unas mínimas especificaciones? Quizá esperaba que su amigo se las pidiera y, dado el carácter cerrado de Puig, eso no se produjo. Si Puig sabía quién era, la cosa no se presentaba mejor para nosotros. Eran tantas las relaciones que tenían en común, tanto profesional como personalmente, que podía tratarse de cualquiera entre un abanico amplísimo: una clienta, una secretaria de otro bufete, una amiga de juventud reencontrada... Imposible acotar una zona de sospechosos investigables. Cayó sobre mí una cortina de desesperación. ¡Dios eterno, la amante misteriosa de un hombre hermético, hermético y muerto! ¿Había sido ella la asesina?
De vuelta a comisaría busqué a Garzón, pero no lo encontré. Quería que al menos compartiera conmigo las frustraciones. Fui a su despacho. Junto a la puerta estaba sentada Dolores Carmona. Esperaba que saltara inmediatamente sobre mí para endilgarme alguna de sus retahílas, pero no lo hizo. Me miró con total indiferencia. Estaba abatida. Sus ojos aparecían enrojecidos y sus facciones borradas de tanto llorar. Señaló la puerta con la cabeza y dijo:
—El señor Garzón no está ahí dentro.
—¿Y usted qué hace aquí?
—Me ha dicho que espere.
—¿Está detenida?
Se encogió de hombros, y miró al suelo. Su piel cobriza era muy hermosa. El pelo le brillaba bajo el efecto de la luz artificial.
—Han matado a mi primo —dijo por fin.
Se echó a llorar quedamente, sin alterar el gesto. Las lágrimas le caían a plomo sobre el regazo. Me apiadé de ella. ¿Adónde había ido a parar su impetuosidad? ¿Ya no intentaba camelarme con buenaventuras? Quizá se daba cuenta de que aquel círculo vicioso de violencia era una locura que no podía continuar. Y si pensaba eso... ¿por qué no aprovechar su bajón moral?, ¿por qué no intentarlo y echarle una mano al subinspector? Me senté a su lado y le ofrecí un cigarrillo. Lo rechazó. Hablé con voz convincente y serena.
—Los tiempos cambian, Dolores, y eso de las venganzas es una atrocidad.
—Para los gitanos los tiempos siempre son igual.
La cosa iba bien, al menos estaba dispuesta a dialogar sin montarme numeritos folclóricos.
—Pues no debería ser así, ustedes viven en este mundo y en esta sociedad, por lo tanto tienen que regirse por las mismas reglas de todos los demás.
—En este mundo hay muchas cosas malas que nuestra gente no tiene.
—¿Por ejemplo?
—Nosotros no tenemos divorcios, ni abandonamos a los niños, ni dejamos tirados a los viejos en un rincón.
Me animé, su réplica certera me indicaba que era inteligente y, por lo tanto, que podía entrar en razón.
—De acuerdo, no todo lo nuestro es bueno ni mucho menos. En muchos aspectos, sus costumbres son mejores, pero... matar, no hay cultura en el mundo que justifique eso.
—Hacemos justicia.
—La justicia la imparten los jueces.
—¡Eso es, y dígame qué hacen los jueces cuando ven a un gitano!
—¿Qué hacen?
—Nunca nos tratan bien, ser gitano ya es para desconfiar.
Se había animado al hablar conmigo. Ya no presentaba el aspecto derrotado de cuando la encontré. Pensé que era el momento para centrar la cuestión.
—Dolores, yo puedo presentarle a un juez que no los tratará mal. Usted es una mujer madura e inteligente, hable con él y acabemos con esta cadena de crímenes absurdos.
Se miraba el pie, que daba pataditas al aire con inquietud. Sin duda reflexionaba sobre mi propuesta. Me lancé un poco más.
—Entre usted y ese juez podrían llegar a un acuerdo para poner fin a este despropósito. Primero habla usted con él y luego le transmite las impresiones a su gente.
—¡Yo no he dicho que vaya a hablar con él!
Apreté el acelerador con prudencia.
—Este juez le gustará. Es un hombre justo y tranquilo. Se llama García Mouriños, es gallego.
Levantó la cabeza de sopetón.
—¿Gallego? ¡Ah, no, gallegos ni hablar, los gallegos no son de fiar!
—Pero Dolores, está usted diciendo que los demás tienen prejuicios contra los gitanos y ahora me sale con ésas...
Era demasiado tarde, la oportunidad había pasado rozándome, pero había pasado. Abandonando cualquier actitud razonable, Dolores Carmona se levantó, cogió la cruz que llevaba al cuello y la elevó gritando:
—¡Ante Dios, sólo ante Dios hablaré!, ¡por mis muertos que sólo hablaré con Dios!
Los guardias se alarmaron, acudieron en mi ayuda, se la llevaron para darle un poco de agua y tranquilizarla mientras me miraban socarronamente. ¡Vaya patinazo!, sólo había conseguido soliviantarla. Cada vez que intentaba meter las narices en el caso de Garzón algo salía mal. Aún no comprendía del todo lo que había pasado. ¿Qué había sido el desencadenante, la mención de lo gallego?, ¿también a las minorías raciales llegaba la España eterna con sus pendencias nacionalistas? Me cabreé conmigo misma, ¿por qué se me había ocurrido meterme a negociadora de vía estrecha?
Anduve hasta mi despacho lanzando maldiciones contra mi propia estirpe. Abrí la puerta y sólo la visión de la mesa llena de papeles y el ordenador ávido de datos logró darme el empujón hacia la desesperación completa. ¡Joder, Petra, apúntate un tanto, eres incapaz de avanzar en el caso Espinet y te metes a salvadora de patrias ajenas!
Como lo único real que aporta el paso de los años es el conocimiento de las propias carencias, supe que la única manera de salir de aquel ataque de autocrítica furiosa era huir. Me puse la gabardina y salí a la calle sin rumbo fijo. Iría a ver cómo avanzaban las obras del papa, así al menos podría desviar mi enfado hacia otros temas.
El entarimado de la plaza estaba prácticamente listo. Los carpinteros daban los últimos toques a aquella estructura demencial. Supuse que más tarde, alfombras, flores y detalles completarían el efecto de grandiosidad deseado. Un montaje artesanal para un objetivo divino. De pronto, una pequeña luz se abrió en mi cerebro contaminado de reproches. ¿Y si perseveraba en el error?
Dolores Carmona se había desmelenado en nombre del mismísimo Dios, y bien, ¿por qué no ofrecérselo como mediador entre la justicia de payos y gitanos? Era evidente que éstos respetaban la religión, aunque interpretaran los mandamientos en plan libre. Y ya que teníamos tan cerca a uno de los primeros espadas divinos... ¿Consentiría Di Marteri, se avendría la Iglesia a meterse en conflictos que no le concernían? A lo mejor el prelado se sentía vencedor en nuestro absurdo pique si yo iba a pedirle favores espirituales.
Esta vez era imprescindible consultarlo con Garzón, se trataba de su caso. Esperaba que no pusiera inconvenientes y tener que pasarme dos horas discutiendo con él. Si se mostraba remiso, me inventaría una teoría. Las teorías siempre lo desconcertaban y lo hacían escucharme con mayor respeto. En esta ocasión podía aplicar la teoría del «aprovechamiento integral vital», que ya tenía pensada desde hacía tiempo. Presenta un enunciado muy sencillo: si la vida pone a tu alcance situaciones con componentes completamente distintos, ¿por qué mantenerlos en compartimentos separados? Había que mezclarlos, hacer que unos obraran en beneficio de otros por caminos que podían parecer distanciados e incluso divergentes en un principio. Bueno, era todo lo suficientemente abstruso como para semejar una auténtica teoría. Seguro que Garzón no ponía inconvenientes.
Más animada, más contenta conmigo misma, inicié la vuelta al redil. Cuando había avanzado dos pasos sonó mi teléfono móvil. Era el subinspector.
—Petra, tendría que venir a comisaría inmediatamente.
—Estoy aquí al lado y ya voy para allá. ¿Sucede algo?
—Sí, ya le contaré.
—¡Coño, adelánteme algo!
—Lali Dizón ha desaparecido.
Paré de caminar. Elevé la voz entre los transeúntes, que desviaron mínimamente la mirada.
—¿¡Qué!? ¿Y cómo ha sido eso?
—¡Joder, inspectora, como adelanto ya está bien!
Ciertamente, como adelanto no estaba mal. Representaba una muestra del desconcierto posterior que nos invadió. Lali Dizón había desaparecido. ¿Por qué?
En tránsito hacia «El Paradís», Garzón me puso en antecedentes de lo poco que sabía. Malena Puig me había llamado a comisaría y al no poder hablar conmigo pidió hacerlo con el subinspector. Azucena, su doméstica ecuatoriana, le había soplado la novedad: Lali Dizón no estaba en «Las Margaritas», no había acudido a los puntos de reunión y nadie le había visto el pelo, excepción hecha de un niño de doce años que aseguraba haberla descubierto saliendo de la casa con una maleta aquella madrugada mientras se había levantado para ir al baño. Todas las chachas estaban revolucionadas. Lali no había comunicado a nadie que tuviera intención de marcharse. Jamás había hecho ningún comentario en ese sentido.
El guardia de noche estaba muy seguro de no haber dejado entrar de madrugada ningún coche particular ni taxi en la urbanización. En ese caso debíamos suponer que Lali había caminado hasta la verja y salido subrepticiamente. Su destino sólo podía haber tomado dos bifurcaciones: la estación de ferrocarril o el centro de Sant Cugat, desde donde quizá cogió un taxi a Barcelona. La primera posibilidad resultaba más factible, la estación estaba cerca y, cargada como iba, eso tenía su importancia. Si había sucedido de esta manera, sería fácil encontrar un testimonio. No se ven muchas filipinas con equipaje a primera hora de la mañana.
Así fue. El mismo jefe de estación la recordaba perfectamente. Había tomado el primer tren a Barcelona. No le había parecido que estuviera nerviosa ni que se ocultara de nadie. Compró un billete, esperó en el andén y se fue. Tampoco le pareció extraña su presencia, y para remarcarlo utilizó una frase muy al gusto español: «Cosas más raras he visto.»
Yo no. Que Lali se fugara de madrugada con su maleta era raro de verdad; un hecho que no encajaba con nada ni aportaba luz sobre el caso, ni siquiera la más mínima sombra. ¿Por qué? A no ser que la huida se debiera a la extraña personalidad de la chica no tenía ninguna explicación. ¿Quizá había ido en busca de su señora a casa de los padres de Inés?
Malena Puig, convertida una vez más en nuestra intermediaria debido a las circunstancias, negó tajantemente.
—Es lo primero que pensé cuando me lo dijo Azucena. Llamé a casa de Inés y no saben nada. No se ha puesto en contacto con ellos ni mucho menos ha aparecido por allí.
—¡Joder! —masculló Garzón, empezando a ponerse nervioso—. ¿Pido que la busquen?
Hice un llamamiento a la calma. No podíamos poner a una dotación de hombres tras su pista sin tener las ideas más claras.
—Puede huir del país —me recordó Garzón.
—Está bien, que pongan en alerta al aeropuerto y nada más de momento.
Detesto ordenar cosas antes de ponerme a pensar, pero en esa oportunidad ni siquiera sabía por dónde empezar los razonamientos.
Bien, Lali se había largado, la pregunta era ¿por qué? Los ojos muy abiertos de Malena Puig me miraban sedientos. Se sentía implicada sin ninguna duda en la investigación a un nivel superior que el de simple amiga del muerto. Burbujeaba de curiosidad. Yo misma la había metido en todo aquel embrollo solicitando su ayuda repetidamente. Ahora no podía largarla sin más, e intuía que seguiría haciéndome falta. La observé fijamente.
—Dígame, Malena, ¿adónde ha ido esa chica, según su opinión?
Sorbió el placer que le proporcionaba verse interrogada como experta. Dijo en estado casi hipnótico:
—Ha ido a reunirse con alguien.
—De acuerdo, ¿con quién?
—Con el asesino de Juan Luis.
Nuestra mutua mirada de pupila a pupila se intensificó hasta hacernos daño como una luz demasiado potente. Nos interrumpió el subinspector.
—¡Un momento, un momento! ¿Está insinuando que fue Lali quien planeó esa muerte?
—A lo mejor fue utilizada por alguien que quería matarlo... —dijo Malena, cada vez más enfrascada en su papel de detective.
Garzón, a quien molestaban mucho las intromisiones de aficionados, objetó con síntomas de mal humor:
—¿Para qué querrían matarlo si ni siquiera le robaron?
—Robarle podía ser el objetivo, pero la maniobra se frustró por su salida hacia el coche en mitad de la fiesta —repliqué.
—Inspectora, Lali sabía que esa noche sus señores daban una fiesta. ¿Cree que lo habría escogido como el mejor momento para robar?
—No en casa de los Espinet, pero sí en las de los invitados que quedaban vacías.
Garzón se calló, meditó, se debatió entre ideas contrapuestas buscando alguna objeción lógica.