Read Serpientes en el paraíso Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
Vi que se acercaba Coronas y puse cara de estar obrando con auténtico celo policial. Vino directo a mí.
—¿Puede saberse a qué juega, Petra?
—¿A qué se refiere, comisario?
—¿Por qué ha pedido tantas revisiones en la investigación?
—¿Me habla del caso Espinet?
—Ya sabe que sí.
—Lo siento, señor, pero como estamos inmersos en esta operación me encontraba un poco despistada.
—¡Cojonudo! Llevo un mes intentando que le preste atención aunque sean cinco minutos a esta operación y usted no sacaba la nariz del caso Espinet, pero ahora se ha despistado. Supongo que lo único que quiere es llevarme la contraria.
—Nada de eso. Verá, he ordenado tantas revisiones en el caso Espinet porque estoy convencida de que pueden aparecer más pruebas.
—¿Tiene la menor idea del trabajo que hay acumulado para cuando se acabe este numerito del papa?
—Lo sé, pero...
—Petra, no voy a echarle atrás esas órdenes, pero cuando estemos más tranquilos quiero que pase por mi despacho y hablaremos del caso Espinet.
Bueno, la suerte estaba echada, y las horas, contadas. Coronas no iba a permitirme que campara a mis anchas intentando solventar el caso en revisiones sucesivas. No nos quedaban muchas oportunidades más.
A las doce del mediodía, la línea interna avisó que la comitiva papal acababa de abandonar el palacio de Pedralbes. Desfilarían a velocidad lenta por la avenida Diagonal, enfilarían el paseo de Gracia y llegarían a la plaza de Cataluña. Allí, los cardenales se apearían de sus vehículos y continuarían hasta la catedral a pie. Sólo el pontífice seguiría montado en el
papamóvil,
que lo dejaría a pie de altar.
Nos pusimos en alerta. Los geos apostados en las azoteas circundantes, más numerosos que las antenas de televisión, cargaron sus impresionantes armas de mira telescópica. El aspecto de los geos, contrariamente a lo que se cree, se caracteriza por su corta estatura, que les permite tanto encerrarse en el maletero de un coche, como deslizarse por una pequeña grieta o rendija hasta el interior de una casa. Al subinspector Garzón le encantaban. Admiraba su enorme fuerza física y el desarrollo atlético de sus músculos. Supuse que estaría disfrutando en el fondo de aquella operación. Yo, por mi parte, empecé a sentirme como un extra de película.
A la una menos cuarto el aire de la plaza cambió. La gente empezó a agitarse. Los que estaban desperdigados por el suelo se levantaron y un rumor se extendió: «¡El papa, llega el papa!» Recibí un par de empellones y fui a colocarme en el lugar que me correspondía, a la espera de la arribada de los cardenales. Varios de los compañeros en hábito de guardaespaldas hicieron lo mismo.
Diez minutos más tarde el público se galvanizó. Empezaron a vibrar como insectos al calor del verano. La formación de cardenales hizo su entrada solemne en la plaza. Descubrí a Di Marteri ataviado con una casulla verde y oro que le sentaba muy bien. Iba abstraído, como encerrado en sí mismo. El resto de los prelados guardaban idéntica compostura. Lo seguí a la distancia que estaba estipulada por si alguien saltaba sobre él con intenciones homicidas, cosa que, por supuesto, no ocurrió. Subió al altar y yo, junto con los demás inspectores, ocupé la primera fila de público, todos puestos en pie. Éramos como el servicio de orden en un concierto juvenil.
Si hasta aquel momento la multitud había vibrado, cuando apareció el
papamóvil,
exultó. Como nunca he ido al fútbol, aquel enfervorizamiento colectivo me cogió por sorpresa. Algunos lloraban, otros aplaudían o rezaban. Un montón de pancartas, hasta entonces ocultas, salió a la luz. «Los jóvenes, con el papa», «Amor al papa», «Dios es juventud». Miles de manos se agitaban al paso del extraño vehículo, mezcla de pecera y urna funeraria. El regocijo era auténtico, como si proviniera de una profunda emoción que a mí se me escapaba. Era algo para lo que no estaba dotada, entrenada o instruida. Tenía la misma sensación que cuando te enfrentas a una página escrita en un idioma que desconoces, o a un instrumento que no sabes tocar, o a un complejo problema matemático que no puedes resolver. Obviamente, aquel regocijo espiritual tenía sentido para quien fuera capaz de interpretarlo, pero no para mí.
El
papamóvil
dio una vuelta triunfal por todo el recinto, y al final llegó hasta el altar para que el pontífice descendiera. Lo hizo con gran dificultad, ayudado por sus vicarios. Lo rodeaba una nube de guardaespaldas privados y algunos de los nuestros. Fue a sentarse renqueando en un trono situado a la derecha del altar. Desde allí asistiría a la misa concelebrada por los cardenales en la que no participaría por motivos de edad y salud. Sólo al final estaba previsto que pronunciara una breve homilía en castellano y catalán, acabando con una bendición a los congregados.
Permaneció en su asiento, encorvado y con una expresión extraordinariamente adusta. De vez en cuando lanzaba miradas esquinadas hacia el vacío. El resto del tiempo se habría dicho que dormía. Parecía uno de esos ancianos desconfiados que guarda un dulce en el regazo con tesón y cicatería temiendo que alguien vaya a quitárselo.
La misa siguió su curso con toda pompa y esplendor, una coreografía incontablemente representada. Al final de la misma, el papa habló con la entonación monocorde de quien memoriza sonidos sin conocer su significado. Después impartió la bendición entre la unción de los asistentes. Garzón me había informado de que dicha bendición tenía muchísimo valor, te perdonaba todos los pecados cometidos en el pasado e incluso creo recordar que proporcionaba algunas ventajas de cara al futuro.
Bien, aquello se había acabado. Niños y niñas se acercaban al papa con ramos de flores. Ahora todo consistiría en esperar a que el pontífice se pirara y acompañar después a Di Marteri hasta su minibús. Y para esto se había bloqueado a un montón de policías durante un mes...
De pronto sucedió algo que no estaba en el programa. Di Marteri me miró e hizo un gesto como indicándome que iba a moverse por su cuenta. Sin esperar mi respuesta, se dirigió hacia la primera fila de público. Sorprendida y alarmada, lo seguí. Se volvió hacia mí y me dijo en voz baja:
—Espéreme aquí, por favor, no corro ningún peligro.
La zona hacia donde se dirigía, muy cercana al papa, estaba infestada de policías. Obedecí y observé con los ojos bien abiertos cómo el cardenal se acercaba a un grupo de entre el público y hablaba con sus integrantes. No tardé mucho en reconocer a Dolores Carmona entre un buen puñado de sus familiares. Junto a ellos estaban también miembros del clan Ortega. Tras parlamentar unos instantes, todos, acompañados de Di Marteri, se dirigieron hacia el papa, que bajaba en ese momento de su pedestal ayudándose con un estilizado crucifijo en forma de vara. Sin duda, todo aquello había sido convenientemente preparado. Ambas familias gitanas rodearon al pontífice e hicieron con él un breve conciliábulo. Los tomó por los hombros como en una
mêlée
de rugby e, instantes después, se distanció de ellos mínimamente y los bendijo con gesto trémulo. Un montón de fotógrafos de prensa registró el hecho. Los adláteres del papa se apresuraron a socorrerlo porque parecía desfallecer. Apoyándose en ellos, se encaminó hacia su vehículo exhibidor, en el que se embarcó de nuevo. Los Carmona y los Ortega se mezclaron entre la gente. Di Marteri vino a mi encuentro y me dijo suavemente:
—Ya puede acompañarme hasta el autobús.
Me puse a su lado y caminamos despacio y en silencio por detrás del altar. Al fin me decidí a preguntarle:
—¿Es eso lo que pactó con las familias gitanas, monseñor, que si entregaban a los culpables el papa los perdonaría personalmente?
Habíamos llegado al minibús. Di Marteri se volvió muy serio hacia mí.
—Yo sólo soy un humilde intermediario del Señor, y Dios no pacta, simplemente concede o niega.
Entonces sí sonrió, y me alargó una mano cubierta por un guante escarlata que yo estreché sintiendo que aquel gesto tan habitual se convertía en algo extraño y solemne.
—Inspectora Delicado, me ha gustado mucho conocerla. Lamento que no contemple usted el catolicismo con simpatía. Una mujer fuerte como usted podría hacer mucho por la Iglesia.
—Usted tampoco lo haría mal como policía.
Se recogió con la mano las aparatosas vestiduras y subió al microbús, donde ya estaban casi todos sus compañeros.
Me alejé intentando reorganizar mis ideas. El marco de la plaza se había convertido en un caos. Busqué inútilmente a Garzón. Los asistentes habían empezado a marcharse en medio de un gran desorden. Sonó mi móvil. A duras penas pude entender al subinspector diciéndome:
—Petra, la espero en el bar Castillo. Como está en un callejón, estaremos tranquilos hasta que se largue la marabunta.
Era una buena idea. Hacia el bar me dirigí entre aquellas tropas eufóricas por haber contemplado a su líder. Tras diez espantosos minutos de inmersión en la masa, llegué por fin al Castillo. No sé cómo se las había ingeniado Garzón, pero ya estaba allí, con el bigote perlado de espuma cervecera.
—¡Salud, inspectora, por el papa! Todo ha salido bien: ni una bomba, ni una granada, ni un mal cóctel molotov. Misión cumplida.
Pedí una cerveza helada y la degusté con placer. El subinspector insistió:
—Ha sido emocionante, ¿verdad?
—Más que una arenga de Winston Churchill en la segunda guerra mundial.
—Lo digo en serio, inspectora. Aunque nosotros no seamos creyentes, era hermoso ver la fe de los demás. ¡La fe mueve montañas!
—Y masas, igual que el rock, la política o el fútbol.
—Hombre, no es igual, yo nunca he salido de un partido limpio de pecados.
Nos echamos a reír.
—Me alegro de que esté tan animada.
—No lo estoy. Coronas ya nos ha dado el primer aviso serio.
—El caso Espinet sigue trabajándole las neuronas, ¿verdad?
—Y bien a fondo.
—Pues yo tengo la sensación de que no vamos a encontrar nada nuevo. No sé, me pasa como con la religión, no tengo fe.
—Esperemos que se produzca una revelación.
—¿En la religión o en el caso?
—Ya puestos... en los dos.
Si Coronas pensaba abalanzarse sobre nosotros y cerrar nuestro caso, no lo hizo a la primera ocasión. Siempre he estado convencida de que la semana de gracia que nos concedió se debió a la gran trascendencia periodística que tuvo la intervención del papa en el caso de los gitanos. La noticia se extendió y dio pie a incontables comentarios de prensa. Según la opinión general, el hecho repercutió en la buena imagen tanto de la policía catalana como de la Iglesia romana. Jugada perfecta.
Justo al final de esa semana empezaron a llegar los resultados de todas las revisiones de investigación que habíamos solicitado. Les pasé revista. La parte económica, en la que tanto habíamos confiado, resultó una completa decepción. Nada en absoluto.
Abrí el expediente de inmigración de Lali. Tampoco allí había ninguna inesperada revelación. Había sido legalizada en el año 95 y en esa misma fecha empezó a trabajar para los Espinet.
Faltaban los informes que Garzón debía reunir sobre Malena y el nuevo interrogatorio a Inés. Tomé el teléfono dispuesta a llevarlo a cabo inmediatamente. Si hubiera hecho caso de su reacción cuando le dije que quería hablarle, la habría acusado en seguida de la muerte de su marido. Titubeó, remoloneó, argumentó que no tenía tiempo libre, y sólo cuando insistí en tono oficial se avino a concertar una cita. Me rogó que no nos viéramos en casa de sus padres ni en comisaría, por lo que no tuve más remedio que quedar con ella en «El Paradís».
Ésta es la última vez que vengo aquí, pensé cuando aparcaba bajo los árboles, que empezaban a perder hojas. Y, probablemente, sea una visita inútil. No tenía esperanzas puestas en aquel interrogatorio.
Inés me abrió la puerta de «Las Margaritas» con cara de circunstancias. Me hizo pasar al salón y se sentó frente a mí con su expresión aniñada de siempre. Encendí un cigarrillo y la observé. Estaba incómoda, nerviosa. De pronto se arrancó:
—Inspectora, si mis padres pudieran quedar al margen de...
La interrumpí de mal humor:
—¿De verdad cree que va a poder mantener en secreto su historia con Mateo? ¡Despierte, Inés!, se va a celebrar un juicio en el que todo saldrá a relucir.
—Pero mi asunto con Mateo no atañe al asesinato.
Me enfurecí.
—Veamos, su marido ha sido asesinado y usted era amante del marido de la mujer acusada de haber cometido el crimen, ¿de verdad cree que no tiene nada que ver en este embrollo? Le recomendaría un poco de madurez.
De repente se puso tensa, su cara adoptó una mueca enfadada y explotó por donde menos lo esperaba.
—¡Vaya, ya salió el tema de la madurez! ¿Quién le ha dicho que soy inmadura, su íntima amiga doña Perfecta?
—¿Cómo?
—Sí, claro, Malena ha hablado con usted. Se cree una santa, ella está por encima del bien y del mal. Siempre se permitía darme consejos: «Deberías madurar un poco, cariño.» Ella es pura como una virgen y ahora es la única que está limpia en todo este follón.
Intenté interrumpir lo que me pareció una rabieta en toda regla:
—Inés, por favor, esto es absurdo.
—¡No, no lo es! La santa acusa a sus amigas de asesinato, la santa le cuenta a la poli que la pobre Inés es una niña inmadura. ¡Venga, pregúntele a ella si de verdad es mejor que las otras, pregúntele si no es adicta al café, si no se toma de vez en cuando una copa de más cuando está sola!
Me puse en pie.
—¡Basta, Inés, basta!
Se mordió el labio, y empezó a llorar. Podría haberla estrangulado allí mismo. ¿Cómo era posible que un hombre como Juan Luis Espinet se hubiera enamorado de aquella niña consentida e insustancial? Comprendí que tuviera una lista de amantes larga como un tren. Intenté serenarme un poco. Esperé un momento, saqué mi libreta, le hice cuatro preguntas rutinarias y me largué.
En cuatro zancadas me planté en mi coche. Aquél era un caso de mierda. Mediocridad, inmadurez y sexo, ésos eran los tres únicos componentes de la historia. Probablemente a Espinet se lo había cargado su amante, despechada por el abandono y por haber tenido que abortar. La cosa no daba para más sofisticaciones, habría que ir pensando en cerrar.
—¡Eh, Petra!, ¿qué hace otra vez por aquí? —Era Malena Puig—. ¿Ha ocurrido algo nuevo?