Read Serpientes en el paraíso Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
Era el momento de soltar mi perorata bien preparada:
—Verá, Concepción, cuando se llega a una cierta edad y en una profesión tan dura como la nuestra, el concepto de amor se ve asediado por un montón de inconvenientes de los que no es fácil librarse. La simpatía natural de mi compañero, su manera cariñosa de tratar a la gente...
Me interrumpió con un gesto tajante de su mano enjoyada.
—Le estoy hablando de sexo.
La porción de magdalena que tenía en la boca casi se me atragantó. ¿Sexo? En cuanto tuviera delante al falso de Garzón lo agarraría por el cuello y apretaría con toda la fuerza de la que fuera capaz.
—Petra, puede parecerle a usted ridículo lo que voy a decirle considerando que mi hermana tiene más de cincuenta años. No hace falta que le cuente las ideas en las que fuimos educadas las mujeres de mi generación. Bien, el caso es que Emilia era virgen.
Procuraba a duras penas que el estupor que empezaba a invadirme no dejara secuelas en mi rostro. Mastiqué sin paladear ya el sabor. Ella siguió hablando, implacable:
—Después de nuestras vacaciones en Mallorca y de haber conocido a Fermín Garzón ya no lo es. ¿Necesita que me exprese con más claridad?
—No —musité casi en una súplica.
—Por eso debe comprender que la actitud que tiene ahora su compañero hacia nosotras hiere mucho a la pobre Emilia.
—¿Qué actitud? —pregunté, al borde del horror.
—¡Nos rehúye como si fuéramos apestadas! ¡Desde que volvimos de Mallorca corre como un gamo en cuanto intentamos el más mínimo acercamiento!
—Concepción, ¿ha pensado usted que Fermín, acostumbrado a la soledad, puede sentirse algo acobardado ante la idea de un compromiso?
—¿Compromiso, quién está hablando de compromiso?
—Él temía que Emilia se hubiera hecho ilusiones de matrimonio.
—¡Pero bueno, este hombre es aún más anticuado que nosotras! No creo que a mi hermana se le haya pasado por la imaginación semejante idea.
—¿Entonces?
—Me sorprende, Petra, pero ¿es que salen ustedes de la prehistoria? Emilia se siente muy feliz habiendo accedido al sexo libre y amistoso. Era algo que siempre le había hecho ilusión, aunque claro, le habría gustado una cierta continuidad, ya que con Fermín las cosas parecían ser tan fáciles... en cualquier caso lo que resulta absurdo y ofensivo es que la rechace de pronto como si no la valorara lo más mínimo.
—Lleva usted razón.
—La he hecho venir para pedirle que hable con él, para que le haga ver que cualquier idea falsa que se haya formado no es más que eso, una idea falsa. Pídale que la llame y tome una copa con ella del modo más natural.
—Lo haré, hablaré con él.
—Si aún persiste en la huida o el miedo, ruéguele que hable con mi hermana, que se despida definitivamente de ella, pero dándole alguna explicación, asegurándole que ha sido maravilloso conocerla o algo así. Estoy convencida de que se quedará más tranquila.
—No, si persiste en hacer el gilipollas lo que haré será romperle la cara de un puñetazo.
—¡Caramba, inspectora!
—Perdóneme, pero es que no soporto la cobardía ni la pequeñez moral.
—No llevemos las cosas más allá de lo estrictamente necesario.
¿Cómo que no?, ¡oh, Dios!, nunca le perdonaría al subinspector que me hubiera obligado a hacer el ridículo de aquella manera. ¡El muy cínico, ligón de playa, hortera en vacaciones, donjuán de verano! ¡Ah, lo habría machacado sin compasión!
Acordé llamar por teléfono a la amable viuda para darle noticia de mis conversaciones diplomáticas y salí de aquel oasis de lujo de vuelta a mi cotidiana cutrez.
Sobre la mesa del despacho, Pura había dejado una extensa información sobre la enfermedad de Alzheimer: un libro de tipo divulgativo escrito por un médico americano, varios folios con datos estadísticos y la dirección de un par de especialistas en el mal. Tomé el libro y leí al azar: «El enfermo de Alzheimer camina en todas direcciones, tropieza con los muebles, descoloca las sillas. Por la noche se pierde entre su habitación y el cuarto de baño. Si se le deja solo, puede abrir el frigorífico y comer sin control.»
Más abajo había una serie de ilustraciones que mostraban los objetos que nunca debían dejarse al alcance de un enfermo: un enchufe eléctrico, un cuchillo, medicamentos y, muy en la lógica y las circunstancias americanas, una pistola.
Bien, todo aquello justificaba perfectamente el perenne mal humor del señor Domènech, pero no aportaba gran cosa a nuestra investigación. Busqué entre aquellas páginas algo más contundente. En el índice había un apartado que rezaba: «Memoria.» Acudí inmediatamente allí: «En el estadio medio de la enfermedad, el sujeto ve alterada su memoria reciente. No se acuerda de lo que acaba de comer. Sin embargo, conserva la memoria emocional de lo que le ha impresionado.»
Leí después en «Comunicación»: «La comunicación se hace lenta, el vocabulario se empobrece. Repite siempre las mismas frases.»
Todos aquellos síntomas había podido percibirlos yo misma en el comportamiento de la señora Domènech. De pronto, algo me llamó vivamente la atención: «Agresividad: El enfermo de Alzheimer puede reaccionar de modo violento. A menudo pierde el sentido de la realidad y cree ver una amenaza o un peligro donde no existen. Si ve a un extraño, puede llegar a creer que éste quiere pegarle. El mejor consejo si usted se ve agredido es procurar mantenerse alejado de él de modo que pueda verle. Su agresividad se calmará poco a poco y olvidará el motivo de su ataque.»
¡Santo Dios!, ¿había minimizado las posibilidades reales de que aquella pobre mujer fuera la asesina? ¿Quizá fue eso lo que ocurrió? La señora Domènech se levantó en mitad de la noche y salió al jardín, por donde empezó a pasear. Entonces se encontró casualmente con Espinet, le atribuyó una amenaza inconcreta y lo atacó. Pero en ese caso, ¿qué hacía Espinet en el borde de la piscina mirando al agua?, ¿dónde estaba el objeto contundente con el que había sido asesinado?, ¿era una simple piedra que había utilizado la mujer al azar?, ¿qué había hecho con ella entonces? ¿Y la verja cortada y la pisada en el suelo, un ladrón casual que huyó? ¡Preguntas, preguntas y preguntas, era lo único que aparecía cada vez que se intentaba dar un paso en alguna dirección! Me había mantenido bastante entera hasta aquel momento, pero aquel jodido caso empezaba a quebrantarme seriamente.
De cualquier modo, aunque las piezas no casaran en su totalidad, lo que había leído me infundía suficientes sospechas como para ordenar un registro en casa de los Domènech. ¡Quién sabía si el objeto homicida se hallaba escondido en algún lugar de la casa! Llamé al juez García Mouriños para pedirle una orden.
—¡Petra, hace días que no me pasa informes de ese caso!
—Esta misma tarde lo haré. ¿Me mandará la orden?
—Ahora mismo. ¿Quiere que vayamos a ver una película? Hacen una de acción que no está mal.
—¿Pura dinamita?
—No sé si lo suficiente para una mujer tan pendenciera como usted.
—¡Por un perro que maté...!
—Procure no matar más, no siempre estaré yo allí para salvarla.
—¡Vaya!, ¿cómo se llama la película que va a ver,
El salvador de las damas
?
—Petra, un policía no debe cachondearse nunca de un juez.
—¡Hasta luego, juez, recuerde un par de llaves de judo para contármelas después!
Oí su risa campanuda al colgar. En ese mismo momento, cuando mis labios esbozaban una mínima sonrisa burlona, entró Garzón en mi despacho. En un primer momento no supe qué actitud tomar, dudaba entre dejarlo que se explayara o saltar como una pantera salvaje sobre él. Elegí la primera opción sin descartar la segunda. Jugar ligeramente con la presa antes de seccionarle la yugular me proporcionaría más placer.
Venía hecho un eccehomo, pálido, despeinado, desencajado y sin afeitar. Se dejó caer sobre la silla como un saco de algarrobas. Me miró con cara de víctima, resopló. Al parecer se disponía a montarme el numerito del hombre extenuado por el trabajo y la adversidad.
—¿Sabe de dónde vengo, inspectora?
—No, no se me ocurre.
—He pasado toda la noche interrogando a los Carmona y a los Ortega antes de que los soltara el juez.
—¿Y el resultado?
—Usted misma puede verlo: no he dormido, no he comido, me duelen las piernas, los riñones y tengo la cabeza a punto de estallar. ¿Y para qué?, para nada. Ni Dios quiere hablar. Nadie ha visto nada, ni oído nada... otro muerto fantasma, suma y sigue.
—¡Vaya, qué contrariedad! Si está tan hecho polvo, quizá sería necesario que tomara otras vacaciones.
Mi tono irónico y tenso le hizo olvidarse de su cuidada representación. Se puso en guardia inmediatamente. Yo continué el acoso sin atisbos de misericordia.
—¿Mallorca le parece un buen destino para un nuevo descanso, o acaso no le apetecería ir solo?
—Inspectora, ¿puede decirme adónde quiere ir a parar?
—¡Conque sólo mantuvo una sincera amistad con las hermanas Enárquez, ¿eh?!
—¡Inspectora!
—¿Y qué me dice de la seducción de Emilia, por qué me lo ocultó?
—¡Inspectora!
—¡Deje de repetir mi cargo como si fuera lo único que sabe decir! ¡Me ha hecho hacer el ridículo! ¡Garzón, por Dios!, ¿dónde tiene la cabeza? ¡A quién se le ocurre seducir a una virgen de más de cincuenta años!
Se llevó las manos a las sienes y se masajeó las guedejas en señal de total abatimiento.
—¡Joder! —exclamó con más mansedumbre que ira—. ¡Por un miserable polvo que se me ocurre echar va a enterarse hasta el ministro del Interior!
—Es usted exageradamente basto.
—¿Ha hablado con ellas?
—Me llamó Concepción.
—¿Y qué quería?
—Desde luego, no que se case con su hermana, ni que repare su honor ni ninguna de esas zarandajas calderonianas que sólo están en su mente culpable. Únicamente quiere que se comporte como una persona normal, que salga con ella de vez en cuando si le apetece, y si no, que tengan una conversación razonable y le explique sus porqués. En fin, lo que suele hacerse entre gente civilizada y con sensibilidad.
—Lleva razón, lo reconozco, lleva razón. Supongo que me asusté, pero ¿sabe usted la impresión que produce encontrarse con una mujer virgen a esa edad? Fue como...
—Ahórreme detalles, se lo suplico. Ya he hecho de celestina más de lo que debería. Sólo asegúreme que la llamará, no entra en mis planes hacer de consejera sentimental de señoras maduras ni un minuto más.
—Lo haré, se lo prometo.
—De acuerdo.
—¿Puedo irme a dormir?
—Ni hablar. Escríbame un informe sobre todo lo nuevo en el caso Espinet. Yo lo haré sobre las novedades que tengo por mi parte y luego se lo pasaré. A eso se le llama colaboración, ¿no?
Asintió, vencido y contrito. Verlo salir en aquel estado me inspiró cierta conmiseración. No hay nada como sumir a alguien en la miseria para compadecerlo sinceramente después.
Unas horas más tarde de producirse esta conversación llegaba la orden de registro firmada por García Mouriños. Podíamos irrumpir en casa de los Domènech y buscar la supuesta arma asesina. Llamé a Garzón para que me ayudara a hacer los preparativos. Necesitaríamos gente experta de cara a practicar un registro minucioso y también a alguno de nuestros psicólogos policiales que hablara con «la mujer loca» pertrechado de conocimientos profesionales de los que nosotros carecíamos.
Cuando todo estuvo listo, no sin protestas por parte del comisario, que empezaba a impacientarse por nuestra falta de resultados, partimos en diversos coches hacia «El Paradís». Allí iba la caravana implacable de la ley en busca aparatosa de una pobre enferma. Me sentía tan íntimamente mal que decidí estar ausente durante el registro. No podría haber soportado que los ojos del señor Domènech se cruzaran con los míos. Garzón, que iba a mi lado acarreando su mortal cansancio, se mostró partidario durante el trayecto de interrogarlo de nuevo. Fue inútil asegurarle que ya lo había hecho yo a conciencia, quería forzarlo un poco, aprovechar el desconcierto que le provocaría un registro inesperado. La lógica y frialdad de su mente proporcionaron cierto orden a la mía, transitada por culpabilidades y fantasmas. Según el subinspector, si la señora Domènech se había cargado a Espinet, su marido debía de estar necesariamente al tanto. No era verosímil que la enferma hubiera salido en plena noche, atacado al abogado y sin manchas de sangre ni rastro alguno hubiera vuelto con docilidad a la cama. De haber existido agresión, Domènech habría hallado las pruebas.
—¿Por qué lo ocultó, entonces? —le pregunté a Garzón como si él tuviera la respuesta de todas las cosas.
—Supongo que quiere librarla de un hospital psiquiátrico o algo por el estilo, pero si no es por motivos altruistas, tiene buenas razones para callar. ¿O es que piensa que su amigo el juez no iba a acusarle de negligencia, conducta peligrosa o cualquier putada jurídica por el estilo?
Llevaba razón. Como de costumbre, el subinspector me hacía descender justo los dos peldaños que suelen separarme de la realidad más común. Me sentí reconfortada pensando que el empresario jubilado y sufriente esposo podía ser cómplice. A pesar de ello le recomendé:
—No sea demasiado severo con él.
—Déjelo en mis manos, no se preocupe. Y eso que con el agotamiento que llevo encima, no creo estar en mi mejor momento.
—Anímese, otros lo pasan peor.
—Sí, las brigadas nocturnas del Bronx.
Una vez en «El Paradís» los dejé a todos frente a «Las Adelfas» y me marché a dar una vuelta a pie. Para tranquilizar mi conciencia agitada me repetía a mí misma que para mis compañeros sería más fácil. Ellos no habían leído nada sobre el Alzheimer. Sin embargo, ningún pensamiento lograba serenarme demasiado, de modo que cuando llamé a la puerta de «Los Ibiscus» fue como si estuviera pidiendo refugio y protección. Como ya iba siendo habitual, Malena Puig me la dio.
Para mi sorpresa no estaba sola. La viuda de Espinet se sentaba lánguidamente en el sofá del salón y ambas tomaban el mágico café reanimador de los Puig.
—¿Qué tal, Inés, cómo está?
—He venido de visita.
Sin mediar ni una palabra más se echó a llorar amargamente. Malena corrió a su lado, le pasó el brazo por los hombros y me explicó:
—Está mejor, Petra, no se preocupe, pero es que Lali acaba de salir y... ¡bueno, esa chica no ha parado ni un momento de soltar lagrimones como puños, era como una fuente! ¿Qué quiere que haga entonces la pobre Inés?, bastante emocionada está con volver aquí.