Read Serpientes en el paraíso Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
—No le digo que no. El matrimonio no está tan mal. Hay cosas peores.
—¿Por ejemplo la soledad?
—¡Ah, no, ni hablar! Desdichado el que se case para no estar solo. Solo se está muy bien.
Asintió sin mucho convencimiento, y mordisqueó una galleta con su boca pintada de rojo sangre.
—Tendré que volcarme más en los asuntos de la clínica.
—Hará usted muy bien, ¡hay que luchar!
—Yo no he luchado nunca, Petra, por nada ni por nadie. No he tenido necesidad. ¿Cree que eso es una desgracia?
—Ni mucho menos.
—Pues yo creo que sí. Envidio a las mujeres que han salido adelante por sí mismas, que se han esforzado, que han ido a contracorriente.
Sus ojos revelaban angustia y frustración. ¿Qué pintaba yo escuchando las quejas vitales de una señora madura? Dirigí la vista en todas direcciones buscando una salida. Tenía que huir, largarme de allí inmediatamente, coger el portante, desaparecer. ¿Cómo me había dejado atrapar en aquella trampa? Yo, que tengo a bien no aguantar confidencias de nadie, que odio lo sentimental hasta extremos difíciles de creer, estaba convirtiéndome en un paño de lágrimas de uso indiscriminado. Llevada por un impulso mecánico, me levanté. La viuda se quedó de una pieza.
—¿Qué pasa, inspectora?
—Acabo de recordar que tengo que marcharme. Un asunto urgente de servicio.
—¡Oh! —exclamó con auténtica pena—. La he entretenido con tonterías mientras usted tiene cosas importantes que hacer.
—No se preocupe. Permítame que la invite yo.
Pagué al camarero y salí a uña de caballo dejándola bastante descolocada. Mientras caminaba por la calle iba cargándome de razones. ¡Basta de reblandecimientos, Petra!, me dije, ¿adónde pretendía llegar, a mi beatificación? Estaba sufriendo un lamentable proceso de licuación de las meninges, de gasificación de la inteligencia. Nada me obligaba a quedarme escuchando los lamentos de una niña bien entrada en años. Yo era policía, no psiquiatra, ni directora de una ONG, ni una mujer solidaria con mis compañeras de sexo.
Aquella noche me preparé una cena a base de quesos y vino de Rioja. Bebí una copa de oporto como postre y escuché una selección de mi música de jazz preferida. Pues bueno, aun a pesar de todos aquellos detalles maravillosos, me sentía fatal. Había demostrado una insensibilidad total hacia la pobre Concepción, que sólo pretendía que pasáramos un buen rato juntas. ¿Qué me habría costado escuchar a aquella mujer, prestarle una mínima atención y después largarme normalmente? Pues no, había tenido que dejarla plantada como si me persiguiera el diablo. ¡Joder, ya que no resolvía los casos, por lo menos podía ser mínimamente útil a alguien! Un desastre, un cúmulo de contradicciones, así era yo.
A las siete llamaron por teléfono. Era el juez García Mouriños.
—Petra, estoy ordenando los informes del caso Espinet y no me coinciden con las fechas de algunas órdenes de intervención que me han pedido. ¿Podemos cotejarlas?
—Espere, encenderé el ordenador.
Deshicimos sus entuertos en apenas diez minutos.
—¿Trabaja también los sábados, juez?
—¡Bah!, vengo un rato al juzgado para quitarme papeles de en medio, pero en seguida me voy. Hay una película gore de cine independiente que quiero ver. No es un género que me entusiasme, pero..., oiga, ¿por qué no se viene conmigo?
—No sé, había pensado quedarme descansando.
—¡Oh, vamos, anímese, así no me sentiré tan solo! Piénselo y la llamo cuando haya terminado con el trabajo. ¿De acuerdo?
La soledad. La soledad le pesaba más a la gente mayor. ¿Me ocurriría lo mismo a mí al cabo de los años? Descolgué de nuevo el teléfono y marqué el número móvil del juez.
—Juez, soy Petra Delicado. Ya lo he pensado y me apetece ir al cine, sí. ¿Puedo llevar a una amiga conmigo?
—¡Estupendo!, será un placer. Las espero a las nueve en la puerta del cine Verdi. No se preocupen por las entradas, ya las sacaré yo.
Cuando hice las presentaciones entre Concepción Enárquez y el juez García Mouriños me sentí fantásticamente. Aquél era un ejemplo perfecto de la teoría del «aprovechamiento integral vital» que yo misma había creado para impresionar a Garzón. Dos viudos de edad parecida a los que la soledad les comía la moral. Si luego resultaba que se detestaban y decidían no volver a encontrarse, ése ya no sería asunto mío.
A decir verdad, después de haber visto la película a la que el juez nos llevó no me habría extrañado nada que Concepción lo detestara. Pero no fue así, era la primera película gore que veía y le dio por reír. El argumento era simple, una pareja de recién casados deciden hacerse socios de un club de campo cercano a Nueva York. El director de ese club resulta ser un asesino en serie que pasa sus ratos libres matando socios. La gracia, naturalmente, residía en la orgía de vísceras y sangre que organizaba el director cada vez que se le ponía a tiro una de sus víctimas. Salí del cine con dolor de estómago. García Mouriños ya empezaba a disculparse por su elección cuando Concepción soltó la primera carcajada.
—¡Ha sido tan divertida! ¿Qué me dicen de la chica a quien le corta la yugular? ¡Los chorritos de sangre parecían de una fuente, sólo le faltaba la luz y el sonido!
El juez la miró con sorpresa y simpatía.
—Sí, y además el ritmo de la narración no estaba nada mal.
Nunca comprenderé la razón por la que la mayor de las Enárquez reaccionó de aquella manera, pero el caso fue que sus risas rompieron cualquier hielo que pudiera haberse formado. Acabamos los tres tomando caipiriñas en un bar brasileño. Un trío imposible pero que funcionaba, algo parecido al misterio de la Santísima Trinidad. El juez nos contó anécdotas de su vida profesional expurgándolas de nombres propios y Concepción parecía divertirse como una loca.
A las dos de la madrugada me despedí, pero ellos no hicieron indicación de levantar el campo. Seguían charlando cuando yo enfilé la puerta del bar. Perfecto, pensé, dos seres solitarios se habían encontrado gracias a mí. No pensaba que de aquella feliz circunstancia fuera a surgir una loca pasión, pero a poco listos que fueran aprovecharían sus ventajas. Yo tranquilizaba mi conciencia y me aseguraba de que no me dieran la lata nunca más. Siempre he pensado que, si propicié aquel encuentro, fue para aligerar la sensación de fracaso que sentía por el caso Espinet. Algo parecido me sucedió con la idea de recurrir a Di Marteri como mediador. Necesitaba éxitos personales. No me hago ilusiones con respecto a mi sentido de la ayuda al prójimo.
El lunes siguiente, cuando me levanté para ir a trabajar, la sensación de fracaso había cedido terreno en favor de una gran inquietud. ¿Qué iba a encontrar sobre la mesa de mi despacho al llegar? Nada, ése era el problema, un montón de gestiones abortadas por la confusión más absoluta. Me espantaba sentarme frente a papeles vacíos de información, hacer un
tête-à-tête
con el subinspector sin ningún dato concreto que intercambiar.
Todas las funestas imágenes que mi depresión había anticipado se cumplieron al entrar en comisaría. Encendí el ordenador y pinché el caso Espinet. Coronas debía de haberlo consultado ya desde su despacho porque alguien había añadido varios signos de interrogación al final. Era un aviso para navegantes: «Llegad a puerto a todo trapo o empezad a arriar. No tenéis todo el tiempo del mundo, muchachos.»
Me puse a repasar el caso sobre la pantalla por enésima vez. En ese momento me llamó Malena Puig. Era la primera vez que lo hacía. Quería verme, no podía hablar por teléfono. Se me aceleró el corazón. ¿Era posible que hubiera recordado algo nuevo a aquellas alturas? No, no tenía sentido. Sin embargo, su tono de voz no parecía el habitual. Además, al final de su parlamento añadió:
—Sería mejor que nos viéramos a solas, sin el subinspector Garzón.
—¿Se trata de algo importante? —pregunté, incapaz de controlar mi ansiedad.
—No lo sé, quizá no. Supongo que sería preferible que yo me desplazara a comisaría, pero no me tienta en absoluto.
—Se me ocurre una idea, Malena, ¿por qué no viene a mi casa? El café no me sale tan bien como a usted, pero puedo intentarlo.
—¿A las doce le va bien?
—¡Perfecto!
—Deme su dirección.
Esperaba que a aquella hora mi asistenta hubiera terminado ya. Pasaría primero por una panadería y compraría algo dulce. Tenía el deber de tratarla bien, al menos tan bien como ella me había tratado a mí. Por desgracia no podía improvisar un ambiente hogareño en mi casa de Poble Nou. Pasé revista mental a la decoración. Hacía tiempo que debería haber contratado a un pintor. Las paredes se veían deslucidas y estaban pintadas de blanco, mientras que las tendencias actuales se inclinan por los colores vivos. Pero para ser la vivienda de una policía divorciada no estaba mal. Al menos no caía en el tópico de la nevera con tres yogures caducados y los ceniceros rebosantes de colillas. De pronto caí en la cuenta de qué tipo de inquietudes estaba despertándome la anunciada visita de Malena. ¿Me encontraba galopando hacia la absoluta idiocia? Dicho de otra manera, ¿estaba volviéndome subnormal? Malena había pensado, recordado o conjeturado algo sobre el caso Espinet, algo lo suficientemente importante como para querer entrevistarse conmigo y yo reaccionaba cuestionando la pintura del salón y organizando un té de las cinco. Aquello era insólito y desesperante. La vida en «El Paradís», la visión de aquellos jóvenes matrimonios bien instalados, me habían despertado un curioso deseo de normalidad social, justamente el tipo de normalidad que durante toda mi vida siempre desprecié, aquel del que hice incontables esfuerzos por huir. La mente es jodida, tarde o temprano acabas añorando la opción que dejaste atrás.
Recompuse la situación. Malena Puig no era mi amiga. No pertenecíamos al mismo mundo ni teníamos la misma edad. Yo no iba a entrar en una dinámica de jóvenes mujeres que se reúnen para charlar de sus cosas. Nuestro único vínculo era estrictamente policial, y así seguiríamos por muy bien que nos cayéramos las dos.
A pesar de aquellas coreadas autoconsignas, compré croissants y preparé café. La asistenta ya se había largado y la casa se encontraba en perfecto orden general. Me senté a esperar a mi invitada.
Era inútil hacer suposiciones sobre lo que Malena fuera a decirme. Sin duda sería algún detalle. Ella permanecía todo el tiempo en el lugar del crimen mientras los demás entraban y salían de «El Paradís». Allí debía de seguir oyendo comentarios de los vecinos, de las chachas.
A las doce, con toda puntualidad, un pequeño Volkswagen amarillo aparcó cerca de mi casa. Vi descender a Malena. Llevaba un sencillo traje beige. Me sonrió al abrirle.
—Nunca se me habría ocurrido pensar que vivía usted en una casa individual, aquí, en medio de la ciudad.
—Bueno, no es «El Paradís», pero tampoco está mal.
—¿Me deja curiosear un poco?
Le enseñé habitación por habitación. Cuando llegamos al pequeño patio trasero su sorpresa creció.
—¡Pero si tiene un jardín!
—Eso es demasiado decir. En realidad, el cuidado de las plantas no es mi pasión. La asistenta planta y arranca lo que le da la gana. Yo no he de preocuparme de nada. Además, tengo riego automático. Hay que reconocer que este patio queda bien, me gusta ver un poco de verde antes de irme a la cama.
—Tiene una casa preciosa, Petra, de verdad.
—¿Creía que todos los policías vivíamos en pisos cutres llenos de periódicos atrasados?
—No, pero... —Se echó a reír—. Bueno, sí, algo por el estilo. Es por culpa de la televisión y de las novelas de intriga. Además, como usted siempre lleva una gabardina bastante arrugada...
—Es mi fetiche. Le tengo gran afecto.
Nos reímos las dos.
—Si se encuentra decepcionada, puedo desordenar un poco la cocina, sembrar unas cuantas colillas por el suelo.
—Será más sencillo que yo cambie mis ideas preconcebidas. De todas formas, me resulta apasionante visitar la casa de una mujer que vive sola.
—Vivir sola no tiene nada de apasionante.
—Yo creo que sí. Organizar tus propios horarios, moverte a tu antojo. Yo nunca he vivido sola, ni siquiera cuando era estudiante. Pasé de casa de mis padres a la rutina de casada.
—Hay mucha gente que vive sola sin desearlo.
—¿Usted también?
—No, yo no. A mí me gusta la soledad.
—A mí también.
—Su caso es diferente. Con esos niños tan preciosos que tiene... Por cierto, yo...
Recordé el vestido infantil que había comprado, y disipé mis últimas dudas en cuanto a entregárselo. Lo saqué de mi armario y se lo di. La cara de Malena registró primero sorpresa, después agradecimiento.
—¡Pero Petra, es precioso! ¿Cómo se le ha ocurrido...?
Tomó la pequeña prenda en las manos y la elevó en el aire.
—Anita estará guapísima con él. Oiga, ¿sabe que la quiere a usted?
—¿A mí?, ¡pero si apenas me ha visto!
—Los niños saben perfectamente quién es quién.
Comprendí que aquella situación podía parecerle ridícula a cualquiera. Aun a riesgo de quedar como descortés, me permití abortarla.
—Malena, usted ha venido hasta aquí para hablarme de algo, ¿no es cierto?
Se ensombreció rápidamente.
—Sí, así es. Pero, en fin, no sé por dónde empezar.
—¿Ha recordado algo sobre el caso Espinet?
—Me resulta muy difícil hablar.
—¿Se trata de algo que implica a alguno de sus amigos?
—Implicar es demasiado fuerte. Ni siquiera sé si tiene la menor importancia. En realidad no sé si debo decírselo.
—Yo misma le pedí que me hiciera llegar cualquier detalle.
—Tengo la sensación de estar dando un chivatazo, y encima sobre algo que debe de ser una tontería.
—Ya me imagino cómo se siente. Es normal. A lo mejor lo que ha recordado no tiene ninguna trascendencia, pero es mejor que me lo diga, podría llevarnos a alguna deducción.
Estaba compungida y nerviosa. Le temblaba la voz cuando empezó a hablar de nuevo.
—Verá, inspectora, se trata de Rosa. No sé, es absurdo, pero una semana antes de morir Juan Luis me pidió que le cubriera las espaldas.
—No entiendo qué quiere decir.
—Me rogó que pasara seis horas fuera de la urbanización, y que si alguien me lo preguntaba, dijera que habíamos estado juntas en Barcelona, de compras o en el cine. Yo lo hice así. Estuve seis horas dando vueltas por la ciudad, desde las dos hasta las ocho de la tarde.